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Helen le escribió muchas veces, insistió en que nos dejara intentar traerla a Estados Unidos, pero Eva se negó incluso a solicitar la emigración. Traté otra vez, hace unos años, de encontrar su rastro, pero sin éxito. Cuando perdí a Helen, también perdí el contacto con tía Eva.

40

Desperté a la mañana siguiente y me descubrí mirando aquellos querubines dorados sobre mi dura cama, y por un momento fui incapaz de recordar dónde estaba. Fue una sensación desagradable. Me sentía a la deriva, más lejos de casa de lo que nunca había imaginado, incapaz de recordar si me hallaba en Nueva York, Estambul, Budapest o en alguna otra ciudad. Era como si hubiera sufrido una pesadilla justo antes de despertar. Un dolor en el corazón me recordó la ausencia de Rossi, una sensación que solía experimentar nada más despertarme, y me pregunté si el sueño me había conducido a algún sombrío lugar donde le encontraría si me quedaba el tiempo suficiente.

Descubrí a Helen desayunando en el comedor del hotel con un periódico húngaro desplegado delante de ella (ver el idioma impreso me desesperó, pues no podía comprender ni una sola palabra de los titulares), y ella me saludó con la mano, risueña. La combinación de mi sueño perdido, aquellos titulares y la conferencia cada vez más cercana debió retratarse en mi cara, porque me dirigió una mirada inquisitiva cuando me acerqué.

– Qué expresión más triste. ¿Has estado pensando de nuevo en las crueldades de los otomanos?

– No, sólo en congresos internacionales.

Me senté y me serví de su cesta de panecillos, además de procurarme una servilleta blanca.

El hotel, pese a su estado de dejadez, parecía especializado en manteles inmaculados. Los panecillos acompañados de mantequilla y mermelada de fresas eran excelentes, al igual que el café, que apareció unos minutos más tarde. Nada de amarguras en este caso.

– No te preocupes -dijo Helen en tono tranquilizador-. Vas a…

– ¿Dejarlos patidifusos? -sugerí. Ella rió.

– Estás mejorando mi inglés -dijo-. O destruyéndolo quizá.

– Tu tía me dejó impresionado.

Unté de mantequilla otro panecillo.

– Ya me di cuenta.

– Dime, Si no es una indiscreción, claro está, ¿cómo consiguió alcanzar una posición tan encumbrada habiendo llegado de Rumanía?

Helen bebió su café.

– Fue un accidente del destino, diría yo. Su familia era muy pobre. Eran transilvanos que vivían de un pequeño pedazo de tierra en un pueblo que, según me han dicho, ya no existe.

Mis abuelos tenían nueve hijos y Eva era la tercera de los hermanos. La enviaron a trabajar cuando tenía seis años, porque necesitaban dinero y no podían alimentarla. Trabajaba en la villa de unos húngaros ricos, propietarios de todas las tierras que rodeaban el pueblo. Había muchos terratenientes húngaros en aquella zona entre ambas guerras mundiales. Los sorprendió el cambio de fronteras posterior al Tratado del Trianón.

Asentí.

– ¿Fue cuando reorganizaron las fronteras después de la Primera Guerra Mundial?

– Muy bien. Eva trabajaba para esa familia desde que era muy pequeña. Me ha dicho que eran muy bondadosos con ella. Algunos domingos la dejaban ir a casa, para que no se distanciara de los suyos. Cuando tenía diecisiete años, la gente para la que trabajaba decidió regresar a Budapest y llevarla con ellos. Allí conoció a un joven, un periodista y revolucionario llamado János Orbán. Se enamoraron y se casaron, y él sobrevivió a su servicio militar durante la guerra. -Helen suspiró-. Muchos jóvenes húngaros murieron en toda Europa durante la Gran Guerra y fueron enterrados en fosas comunes de Polonia, Rusia… En cualquier caso, Orbán conquistó el poder con la coalición gubernamental después de la guerra, y nuestra gloriosa revolución le recompensó con un puesto en el gabinete. Después murió en un accidente de automóvil, y Eva crió a sus hijos y continuó su carrera política. Es una mujer asombrosa. Nunca he sabido muy bien cuáles son sus convicciones personales. A veces tengo la sensación de que guarda una distancia emocional de toda creencia política, como si sólo fuera una profesión. Creo que mi tío era un hombre apasionado, un seguidor convencido de la doctrina leninista y admirador de Stalin, antes de que se conocieran sus atrocidades. No puedo decir que mi tía sea igual, pero se ha labrado una carrera admirable. Sus hijos, como resultado, han gozado siempre de todos los privilegios posibles y ella ha utilizado su poder para ayudarme a mí también, como ya te he dicho.

Yo estaba escuchando con gran atención.

– ¿Cómo fue que tu madre y tú vinisteis aquí?

Helen volvió a suspirar.

– Mi madre es doce años menor que Eva -dijo-. Siempre fue la favorita de mi tía entre sus hermanos pequeños, y sólo tenía cinco años cuando Eva se fue a Budapest. Después, cuando mi madre tenía diecinueve y aún era soltera, se quedó embarazada. Tenía miedo de que sus padres y la gente del pueblo se enteraran. En una cultura tan tradicional, habría corrido el peligro de ser expulsada, y hasta de morir de hambre. Escribió a Eva para pedirle ayuda, y mis tíos le pagaron el viaje a Budapest. Mi tío fue a buscarla a la frontera, que estaba muy vigilada, y la llevó a la ciudad. Mi tía dijo en una ocasión que mi tío había pagado un soborno considerable a las autoridades fronterizas. Los húngaros odiaban a los transilvanos, sobre todo después del Tratado de Trianón. Mi madre me dijo que mi tío se había ganado su devoción más absoluta. No sólo la rescató de una situación terrible, sino que nunca permitió que padeciera discriminación alguna debido a su nacionalidad. Se le rompió el corazón cuando él murió. Era la persona que la había traído a Hungría, que le había dado una nueva vida.

– ¿Y después naciste tú? -pregunté en voz baja.

– Y después nací yo, en un hospital de Budapest, y mis tíos contribuyeron a mi educación.

Vivimos con ellos hasta que fui al instituto. Eva nos llevó al campo durante la guerra y encontró comida para todos, aún no sé cómo. Mi madre también se educó aquí y aprendió húngaro. Siempre se negó a enseñarme rumano, aunque a veces la he oído hablar en sueños en su idioma natal. -Me dirigió una mirada amarga-. Ya ves a qué redujo nuestras vidas tu amado Rossi -dijo, y torció la boca-. De no haber sido por mis tíos, mi madre habría muerto sola en algún bosque de la montaña y los lobos la habrían devorado. A las dos en realidad.

– Yo también estoy agradecido a tus tíos -dije, y después, temeroso de su mirada sardónica, me apresuré a servirle más café de la cafetera metálica que había a mi lado.

Helen no contestó, y al cabo de un momento sacó unos papeles de su bolso.

– ¿Repasamos la conferencia una vez más?

El sol de la mañana y el frío aire del exterior representaban una amenaza para mí. Mientras caminábamos hacia la universidad, sólo podía pensar en que se estaba acercando el momento, y a marchas forzadas, en que debía pronunciar mi conferencia. Sólo había dado una conferencia antes, una presentación conjunta con Rossi el año anterior, cuando había organizado un congreso sobre el colonialismo holandés. Cada uno había escrito la mitad de la conferencia. Mi mitad había sido un patético intento de destilar en veinte minutos lo que yo creía que iba a ser mi tesis antes de haber escrito una sola palabra de ella. La de Rossi

había sido un brillante y amplio tratado sobre la herencia cultural de los Países Bajos, el poderío estratégico de la marina holandesa y la naturaleza del colonialismo. Pese a mi sensación general de insuficiencia en lo tocante a todo el tema, me halagó que me incluyera. También me sentí apoyado durante toda la experiencia por su rotunda y segura presencia a mi lado en el estrado, su cordial palmada en el hombro cuando le pasé el testigo. Hoy estaría solo. La perspectiva era deprimente, cuando no aterradora, y sólo pensar en cómo se las habría arreglado Rossi me tranquilizaba un poco.

La elegante Pest se extendía a nuestro alrededor, y ahora, a plena luz del día, podía ver que su magnificencia estaba en construcción (reconstrucción, mejor dicho) allí donde todavía perduraban los efectos devastadores de la guerra. Muchas casas carecían de paredes o ventanas en sus pisos superiores, o de todos los pisos superiores, y si examinabas de cerca cada superficie, veías aún los agujeros de las balas. Ojalá hubiera tenido tiempo de pasear más y recorrer Pest a mis anchas, pero habíamos acordado que aquel día asistiríamos a todas las sesiones matutinas del congreso, para conferir mayor legitimidad a nuestra presencia.

– Por la tarde quiero hacer otra cosa -dijo Helen con aire pensativo-. Iremos a la biblioteca de la universidad antes de que cierre.

Cuando llegamos al gran edificio donde la noche anterior se había celebrado la recepción, se detuvo.

– Hazme un favor.

– Desde luego. ¿Cuál?

– No hables con Géza József de nuestros viajes, ni de que estamos buscando a alguien.

– No es muy probable que lo haga -repuse indignado.

– Sólo te estoy advirtiendo. Puede ser muy seductor. Levantó la mano enguantada en un gesto conciliador.

– De acuerdo. Sostuve la gran puerta barroca para que pasara y entramos. En una sala de conferencias del segundo piso, muchas de las personas a las que había visto la noche anterior ya estaban sentadas en filas de sillas y hablaban con animación o revisaban papeles.

– Dios mío -murmuró Helen-. El Departamento de Antropología también ha venido.

Un momento después se había zambullido en saludos y conversaciones. La vi sonreír, lo más probable a viejos amigos, colegas de años de trabajar en su especialidad, y una oleada de soledad me invadió. Daba la impresión de que me estaba señalando, intentaba presentarme desde lejos, pero el torrente de voces y su húngaro ininteligible erigían una barrera casi palpable entre nosotros.

Justo en aquel momento sentí que alguien me palmeaba el brazo, y el formidable Géza apareció ante mí. Su apretón de manos y su sonrisa eran cordiales.

– ¿Le ha gustado nuestra ciudad? -preguntó-. ¿Todo está a su gusto?