Esta vez fue Hugh James quien me miró fijamente. Sus protuberantes ojos color avellana se agigantaron.
– ¿Cómo lo sabe? -susurró-. Quiero decir… Le ruego que me disculpe. Me sorprende encontrar a alguien más que…
– ¿Se interesa por los vampiros? -dije con sequedad-. Sí, eso también me sorprendía a mí, pero últimamente me estoy acostumbrando. ¿Cómo llegó a interesarse por los vampiros, profesor James?
– Hugh -dijo poco a poco-. Llámame Hugh, por favor. Yo… -Me miró fijamente un segundo, y por primera vez vi bajo su risueña fachada exterior una intensidad que brillaba como una llama-. Es muy extraño y no suelo hablar a la gente de esto, pero…
Ya no podía aguantar más demoras.
– ¿Encontraste por casualidad un libro antiguo con un dragón en el centro? -dije.
Me miró con ojos desorbitados y el color se retiró de su saludable rostro.
– Sí -contestó-. Encontré un libro. -Sus manos aferraron el borde de la mesa-. ¿Quién eres?
– Yo también encontré uno.
Nos miramos durante unos largos segundos, y tal vez habríamos seguido así más rato de no ser porque nos interrumpieron. La voz de. Géza József sonó en mi oído antes de que reparara en su presencia. Se había parado detrás de mí y estaba inclinado sobre nuestra mesa con una sonrisa afable. Helen se acercó corriendo, con expresión extraña, casi culpable, pensé.
– Buenas tardes, camaradas -dijo con cordialidad el hombre-. ¿De qué libros están hablando?
41
Cuando el profesor József se inclinó sobre nuestra mesa con su amigable pregunta, por un momento no supe qué decir. Tenía que hablar de nuevo con Hugh James lo antes posible, pero en privado, no entre tanta gente, y de ninguna manera con la persona de la que Helen me había precavido (¿por qué?) echándome el aliento en la nuca. Por fin, farfullé unas palabras.
– Estábamos compartiendo nuestro amor por los libros antiguos -dije-. Todos los eruditos deberían admitir eso, ¿no cree?
Helen ya había llegado a nuestra mesa y me estaba mirando con una mezcla de alarma y aprobación. Me levanté para ofrecerle una silla. Pese a mi necesidad de deshacerme de Géza József, debí comunicarle cierto entusiasmo, porque Helen nos miró con curiosidad a Hugh y a mí. Géza nos observaba con afabilidad, pero me pareció ver que entornaba ligeramente sus bellos ojos mongoles. Así debían haber mirado los hunos a través de las rendijas de sus gorros de cuero, para protegerse del sol occidental. Procuré no volver a mirarle.
Podríamos habernos pasado todo el día así, intercambiando o esquivando miradas, si el profesor Sándor no hubiera aparecido de repente.
– Muy bien -atronó-. Veo que disfrutan de nuestra comida. ¿Han terminado? Y ahora, si es tan amable de acompañarme, prepararemos todo para que pueda empezar su conferencia.
Me encogí (había olvidado durante unos minutos la tortura que me aguardaba), pero me levanté obediente. Géza se colocó respetuosamente detrás del profesor Sándor (¿quizás un poco demasiado respetuosamente?, me pregunté), y eso me concedió un momento para mirar a Helen. Abrí al máximo los ojos e hice un ademán en dirección a Hugh James, quien también se había puesto de pie como un caballero cuando Helen se acercó, y estaba esperando junto a la mesa sin decir nada. Ella frunció el ceño, confusa, y después el profesor Sándor, para mi gran alivio, dio una palmada a Géza en el hombro y se lo llevó.
Pensé leer cierta irritación en el joven húngaro, pero tal vez se me había contagiado la paranoia de Helen con respecto a él. En cualquier caso, nos brindó un instante de libertad.
– Hugh encontró un libro -susurré, y traicioné sin el menor remordimiento la confianza del inglés.
Helen me miró fijamente, sin comprender.
– ¿Hugh?
Indiqué con la cabeza en dirección a nuestro acompañante y él nos miró. Después Helen se quedó boquiabierta. Hugh la miró.
– ¿Ella también…?
– No -susurré-. Me está ayudando. Te presento a Helen Rossi, antropóloga.
Hugh le estrechó la mano con brusca cordialidad, sin dejar de mirarla, pero el profesor
Sándor había dado media vuelta y nos estaba esperando, y no podíamos hacer otra cosa que seguirle. Helen y Hugh se pusieron tan cerca de mí que parecíamos un rebaño de ovejas.
La sala de conferencias estaba empezando a llenarse y yo me senté en la primera fila, para luego sacar las notas de mi maletín con una mano que no tembló del todo. El profesor Sándor y su ayudante estaban manipulando otra vez el micrófono, y se me ocurrió que tal vez el público no podría oírme, en cuyo caso tenía poco de qué preocuparme. No obstante, el equipo estuvo arreglado enseguida, y el amable profesor empezó a presentarme, al tiempo que sacudía la cabeza con entusiasmo sobre sus notas. Resumió de nuevo mis notables credenciales, describió el prestigio de mi universidad en Estados Unidos y felicitó
al congreso por el raro privilegio de poder escucharme, todo en inglés esta vez, supongo que en mi honor. Caí en la cuenta de repente de que no tenía intérprete que tradujera al alemán mis notas improvisadas mientras yo hablaba, y esta idea me insufló una inyección de confianza cuando me enfrenté a mi prueba de fuego.
– Buenas tardes, colegas, compañeros historiadores -empecé, y después, con la sensación de que había sido algo pomposo, bajé mis notas-. Gracias por concederme el honor de dirigirles la palabra hoy. Me gustaría hablar con ustedes sobre el período de la incursión otomana en Transilvania y Valaquia, dos principados que ustedes conocen bien, pues forman parte en la actualidad de Rumanía. -El mar de caras pensativas me miró fijamente, y me pregunté si detectaba cierta tensión en la sala. Transilvania, para los historiadores húngaros, así como para muchos otros húngaros, era material sensible-. Como ya saben, el imperio otomano retuvo territorios en toda la Europa oriental durante más de quinientos años, que administraba desde una base segura después de la conquista de la antigua Constantinopla en 1453. El imperio invadió con éxito una docena de países, pero jamás logró reducir por completo algunas zonas, muchas de ellas bolsas montañosas de los bosques de Europa del Este, cuya topografía y nativos desafiaron a la conquista. Una de estas zonas fue Transilvania.
Continué así, consultando a veces mis notas, y en otras citando de memoria, y de vez en cuando experimentaba una oleada de pánico «conferencial». Aún no me sabía muy bien el material, aunque las lecciones de Helen estaban grabadas a fuego en mi mente. Después de esta introducción, ofrecí una breve panorámica de las rutas comerciales otomanas en la región y describí a los diversos príncipes y nobles que habían intentado repeler la invasión otomana. Incluí a Vlad Drácula entre ellos, con la mayor naturalidad posible, pues Helen y yo habíamos llegado a la conclusión de que dejarle fuera de la conferencia podría despertar las sospechas de cualquier historiador consciente de su importancia como destructor de ejércitos otomanos. Pronunciar su nombre delante de una multitud de desconocidos debió de costarme más de lo que yo pensaba, porque cuando empecé a explicar el empalamiento de veinte mil soldados turcos, mi mano salió despedida de pronto y derribé el vaso de agua.
– ¡Lo siento mucho! -exclamé, al tiempo que paseaba la mirada con expresión contrita por una masa de rostros compasivos, excepto dos. Helen estaba pálida y tensa y Géza József se hallaba inclinado un poco hacia delante, sin sonreír, como si estuviera de lo más interesado en mi metedura de pata. El estudiante de la camisa azul y el profesor Sándor acudieron a mi rescate con sus pañuelos, y al cabo de un segundo pude continuar, cosa que hice con la mayor dignidad que pude reunir. Señalé que, si bien los turcos habían aplastado al final a Drácula y a muchos de sus camaradas (pensaba que debía meter con calzador esta palabra en algún momento), levantamientos de este tipo habían persistido durante generaciones, hasta que una revolución local tras otra derrotó al imperio. Fue la naturaleza local de estas rebeliones, con la capacidad de difuminarse en su propio territorio después de cada ataque, lo que había minado a la larga la gran maquinaria otomana.
Mi intención había sido concluir de una manera más elocuente, pero por lo visto bastó para complacer al público, y se produjo una ovación cerrada. Ante mi sorpresa, había terminado.
No había pasado nada terrible. Helen se hundió en su asiento, visiblemente aliviada, y el profesor Sándor acudió sonriente a estrecharme la mano. Miré a mi alrededor y observé a Eva al fondo, que aplaudía con una gran sonrisa. Eché en falta algo en la sala, y al cabo de un momento me di cuenta de que la forma majestuosa de Géza se había desvanecido. No recordaba haberle visto salir, pero tal vez el final de mi conferencia había sido demasiado aburrido para él.
En cuanto terminé, todo el mundo se puso en pie y empezó a hablar en una babel de idiomas. Tres o cuatro historiadores húngaros se acercaron a estrechar mi mano y a felicitarme. El profesor Sándor estaba radiante.
– Es un gran placer para mí descubrir que en Estados Unidos se comprende tan bien nuestra historia transilvana.
Me pregunté qué habría pensado de haber sabido que todo el material de mi conferencia lo había aprendido gracias a una de sus colegas, sentado a la mesa de un restaurante de Estambul.
Eva se acercó y me dio la mano. No sabía muy bien si besarla o estrecharla, pero me decidí por lo último. Parecía aún más alta y majestuosa en mitad de esa reunión de hombres vestidos con trajes viejos y arrugados. Llevaba un vestido verde oscuro con pesados pendientes de oro, y el pelo, que se rizaba bajo un sombrerito verde, había cambiado de magenta a negro de la noche a la mañana.