– Alguien nos está vigilando aquí también -dijo Helen en voz baja cuando nos sentamos junto a una mesa metálica. Dejé el maletín sobre mi regazo. Ya no quería dejarlo debajo de una mesa. Helen sonrió-. Pero al menos aquí no hay micrófonos como en mi habitación.
O la tuya. -Alzó la vista hacia las verdes ramas-. Tilos -dijo-. Dentro de un par de meses estarán cubiertos de flores. La gente preparará infusiones con las hojas en casa, y también aquí, probablemente. Cuando te sientas a una mesa al aíre libre, has de limpiarla antes, porque las flores y el polen caen por todas partes. Huelen a miel, muy dulces y frescas.
Hizo un rápido movimiento, como si apartara a un lado miles de flores de color verde claro.
Tomé su mano y le di la vuelta para ver su palma, surcada por gráciles líneas. Confié en que le auguraran larga vida y buena suerte, ambas compartidas conmigo.
– ¿Qué deduces de que esa carta se halle en poder de Stoichev?
– Podría significar un golpe de suerte para nosotros -musitó-. Al principio pensé que era una pieza más de un rompecabezas histórico, una pieza maravillosa, pero ¿cómo iba a ayudarnos? No obstante, cuando Stoichev adivinó que nuestra carta era peligrosa, abrigué la esperanza de que supiera algo importante.
– Yo también -admití-, pero pensé que sólo consideraba dicha información sensible desde un punto de vista político, como gran parte de su obra, porque está relacionada con la historia de la Iglesia.
– Lo sé -suspiró Helen-. Podría significar tan sólo eso.
– Lo cual bastaría para que no quisiera hablar de ello en presencia de Ranov.
– Sí. Tendremos que esperar a mañana para saber lo que significa. -Enlazó sus dedos con los míos-. La espera de cada día significa una agonía para ti, ¿verdad?
Asentí poco a poco.
– Si conocieras a Rossi… -dije, y me callé.
Tenía los ojos clavados en los míos, y echó hacia atrás un mechón que se había liberado de las horquillas. El gesto fue tan triste que confirió mayor fuerza a sus siguientes palabras.
– Empiezo a conocerle gracias a ti.
En aquel momento una camarera con blusa blanca se acercó y preguntó algo. Helen se volvió hacia mí.
– ¿Qué podemos beber?
La camarera nos miró con curiosidad, seres que hablábamos un idioma extranjero.
– ¿Qué sabes pedir? -pregunté a Helen.
– Chai -dijo, y nos señaló a los dos con el dedo-. Té, por favor. Molya.
– Aprendes deprisa -dije mientras la camarera desaparecía en la trascocina.
Helen se encogió de hombros.
– He estudiado un poco de ruso. El búlgaro se parece mucho. Cuando la camarera regresó con nuestro té, Helen lo removió con semblante sombrío.
– Me tranquiliza tanto alejarme de Ranov que casi no puedo soportar la idea de volver a verle mañana. No sé cómo vamos a llevar a cabo una investigación seria si nos pisa los talones.
– Ojalá supiera si sospecha algo de nuestra investigación. Me sentiría mejor -confesé-. Lo más raro es que me recuerda a alguien conocido, pero debo de sufrir amnesia.
Miré el rostro grave y adorable de Helen, y en aquel instante sentí que mi cerebro buscaba algo, que aleteaba en el borde de un acertijo, y no era la cuestión del posible gemelo de Ranov. Estaba relacionado con el rostro de Helen en el crepúsculo, con el acto de levantar mi té para beber y la extraña palabra que yo había elegido. Mi mente ya había revoloteado antes sobre ese punto, pero esta vez la idea se abrió paso a raudales.
– Amnesia -dije-. Helen… Amnesia, Helen.
– ¿Qué?
Frunció el ceño, perpleja.
– ¡Las cartas de Rossi! -casi grité. Abrí mi maletín tan deprisa que nuestro té se derramó sobre la mesa-. ¡Su carta, el viaje a Grecia!
Me tomó varios minutos localizar el maldito documento, y luego el párrafo, y después leerlo en voz alta a Helen, cuyo rostro se fue ensombreciendo poco a poco.
– ¿Te acuerdas de la carta en que contaba que había ido a Grecia, a Creta, después de que le robaran el mapa en Estambul, y que su suerte había cambiado para mal? -Agité la página ante sus narices-. Escucha esto: «Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente».
– Oh, Dios mío -dijo Helen en voz baja.
– «Dejé que un desconocido me invitara a un trago de algo llamado amnesia» -repetí, procurando no alzar la voz-. ¿Quién demonios crees que era el desconocido? Por eso Rossi olvidó…
– Olvidó… -Helen parecía hipnotizada por la palabra-. Olvidó Rumanía…
– Sí, olvidó que había estado allí. En sus cartas a Hedges decía que volvía a Grecia desde Rumanía, para pedir prestado un poco de dinero y participar en una excavación arqueológica…
– Y se olvidó de mi madre -terminó Helen, con voz casi inaudible.
– Tu madre -coreé, con la repentina imagen de la mujer en la puerta de su casa, mientras nos veía marchar-. No era que no quisiera volver. Se olvidó de todo. Y por eso me dijo que no siempre podía acordarse con claridad de sus investigaciones.
Helen estaba pálida, con la mandíbula tensa, los ojos llenos de lágrimas.
– Le odio -dijo en voz baja, y supe que no se refería a su padre.
58
A la mañana siguiente, nos presentamos en casa de Stoichev a la una y media en punto.
Helen apretó mi mano, indiferente a la presencia de Ranov, que hasta parecía de buen humor. Fruncía el ceño menos que de costumbre, y se había puesto un grueso traje marrón que aún no habíamos visto. Desde el otro lado de la cancela oímos el sonido de conversaciones y carcajadas, y nos llegó el olor a humo de leña y deliciosa carne a la brasa.
En el caso de que pudiera apartar de mi mente todo pensamiento relacionado con Rossi, yo también podría sentirme de buen humor. Me había asaltado la intuición de que, precisamente ese día, sucedería algo que me ayudaría a encontrarle, y decidí celebrar la festividad de Kiril y Metodio con el mayor entusiasmo posible.
Vimos en el patio grupos de hombres y algunas mujeres congregados bajo el emparrado.
Irina se afanaba detrás de la mesa, llenaba platos y servía vasos de aquel potente líquido ambarino. Cuando nos vio, avanzó hacia nosotros con los brazos extendidos, como si ya fuéramos viejos amigos. Nos estrechó la mano a Ranov y a mí y besó a Helen en las mejillas.
– Me alegro mucho de que hayan venido. Gracias -dijo-. Mi tío no ha podido dormir ni comer desde que estuvieron ayer aquí. Díganle que ha de comer, por favor.
Su bello rostro mostraba preocupación.
– No se preocupe -dijo Helen-. Haremos lo posible por convencerle.
Encontramos a Stoichev concediendo audiencia bajo los manzanos. Alguien había
dispuesto un círculo de sillas, y él estaba sentado en la más ancha con varios hombres más jóvenes a su alrededor.
– Ah, hola -exclamó, y se puso en pie con cierta dificultad. Los demás se levantaron al instante para ayudarle, y esperaron para saludarnos-. Bienvenidos, amigos míos. Voy a presentarles a mis otros amigos. -Indicó con un gesto débil las caras que le rodeaban-. Algunos estudiaban conmigo antes de la guerra, y han tenido la gentileza de venir a verme.
Muchos de esos hombres, con sus camisas blancas y trajes oscuros gastados, sólo eran jóvenes si se los comparaba con Ranov. La mayoría eran cincuentones, como mínimo.
Sonrieron y nos estrecharon la mano con cordialidad, y uno se inclinó para besar la mano de Helen con cortesía formal. Me gustaron sus ojos oscuros y vivos, sus serenas sonrisas con destellos de dientes de oro.
Irina se acercó por detrás. Dio la impresión de que animaba a todo el mundo a sentarse una vez más, pues al cabo de un momento nos descubrirnos transportados hasta las mesas preparadas bajo el emparrado entre una oleada de invitados. Allí descubrimos un aparador que crujía bajo el peso de los platos acumulados, y también el origen del maravilloso olor,
un cordero entero que se estaba asando sobre un pozo abierto en el patio, cerca de la casa.
La mesa estaba cubierta de platos de barro cocido con ensalada de patatas, tomates y pepinos, queso blanco desmenuzado, hogazas de pan dorado, bandejas de los mismos pasteles rellenos de queso que habíamos tomado en Estambul. Había guisos de carne, cuencos de yogur fresco, berenjenas y cebollas a la brasa. Irina no dejó de animarnos para que nos sirviéramos hasta que nuestros platos pesaron tanto que casi no los pudimos cargar, y nos siguió hasta el pequeño huerto con vasos de rakiya.
Entretanto, los estudiantes de Stoichev estaban compitiendo entre si para ver quién le llevaba más comida, y llenaron su vaso hasta el borde. El hombre se puso en pie poco a poco. Los asistentes pidieron silencio a gritos, y después el erudito pronunció un breve discurso, en el que capté los nombres de Kiril y Metodio, así como el mío y el de Helen.
Cuando terminó, los congregados prorrumpieron en vítores: «¡Stoichev! ¡Za zdraveto na profesor Stoichev! ¡Nazdrave!» Los aplausos se sucedieron. Todo el mundo estaba contento por Stoichev. Todo el mundo se volvió hacia él con una sonrisa y un vaso alzado, y algunos con lágrimas en los ojos. Recordé a Rossi, cuando había escuchado con modestia los vítores y discursos que celebraban su vigésimo aniversario en la universidad. Desvié la vista con un nudo en la garganta. Observé que Ranov deambulaba bajo el emparrado con un vaso en la mano.
Cuando los congregados se acomodaron de nuevo para comer y charlar, Helen y yo nos encontramos sentados en lugares de honor al lado de Stoichev. Sonrió y nos señaló con la cabeza.
– Me complace sobremanera que hayan podido reunirse con nosotros. Ésta es mi festividad favorita. Tenemos muchos santos en el calendario eclesiástico, pero éste es el más querido por profesores y alumnos, porque en este día honramos la herencia eslava del alfabeto y la literatura, y a los profesores y alumnos que durante muchos siglos han aprovechado el legado de Kiril y Metodio, y de su gran invención. Además, en este día todos mis alumnos y colegas favoritos vuelven para interrumpir el trabajo de su viejo profesor. Y yo les agradezco de todo corazón esta interrupción.