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– Hizo lo que las madres de antes llamaban una buena boda. Se casó con uno de esos viejos y atractivos conquistadores con mucho dinero que, aburridos de ser amados por tantas mujeres, van y pierden la cabeza por una bellísima adolescente, con la esperanza de que ella les sea tan fiel como infieles han sido otras mujeres por su causa. Y Sophie cumplía todos los requisitos: era tímida, inexperta, poseía una de esas bellezas virginales que piden protección a gritos; y aunque fácilmente podía verse que en aquella cabecita no brillaba precisamente la llama de la inteligencia, su dulzura y candidez la hacían aún más adorable.

»Se casaron y aquél no fue, aunque lo parezca, un matrimonio de conveniencia por parte de ella. Es cierto que se llevaban casi treinta años, pero también lo es que no sabía nada de las cosas de la vida: pensaba que amar era dejarse adorar, arroparse en la comodidad de una vida fácil y sin responsabilidades que sería, por lo demás, como la continuación de la que hasta entonces llevara junto a sus padres. Por eso fue feliz, lo fue durante muchos años, hasta que un día, y sin avisar, hizo su entrada la pasión.

»En este caso la pasión se llamaba Alberto y era… -observe usted cómo la historia tiene todos los ingredientes de romanticismo que se requieren-, cantante de ópera. El tal Alberto era enormemente gordo, todo lo contrario que el esbelto marido de Sophie -pero hay profesiones que no sólo excusan sino que además requieren algunos kilos de más, ¿verdad?-. La cuestión es que por aquel entonces todas las mujeres de la alta sociedad estaban enamoradas de tal obús; lo invitaban a incontables tés, se rifaban su presencia en los cócteles y hasta eran capaces de aguantar sin un bostezo toda una ópera de Wagner, con tal de recibir, después de la representación, los húmedos besos que el divo repartía en su camerino; por eso no es extraño que más de una pasara del platonismo a la acción. Cuentan que Alberto, envuelto en un batín de seda, hacía conocer a aquellas damas mal casadas nuevos placeres que sabía amenizar con los sones de Un ballo in maschera.

»Nuestra Sophie, en cambio, pertenecía a ese género de mujeres escrupulosas que noche tras noche se dejan roer el alma por los fantasmas de la culpa. Buen trabajo le costó al tenor vencer tanta resistencia. Durante meses le mandó esquelas, flores, e incluso llegó a jurarle amor eterno una tarde de kermés: todo sin éxito. No obstante, al fin ella también habría de sucumbir.

»Tuvo que ocurrir…, los viajes son siempre cómplices del amor, en una ocasión en que su marido se ausentó unas semanas para visitar una estancia en el Uruguay donde pensaba comprar unos long horns.»

Loooong horns, repitió, para asegurarse del efecto que en mí tenía tal casualidad, pero al recibir como respuesta sólo un «ajá» bastante inexpresivo, continuó resignado:

– Entonces, con la ayuda de una amiga alcahueta, Sophie también conoció las delicias de la ópera de Verdi en función privada. Pero el caso es que ella no era mujer de aventuras esporádicas ni de amores pecaminosos. Pertenecía, ya se lo he dicho, a la categoría de mujeres con escrúpulos y, como las de su estilo, no concebía un adulterio que no fuera por amor.

»¡Ay, amor, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! ¿Por qué la gente lo considera eximente y excusa de tantos egoísmos? En el amor todo vale, decimos, el amor lo excusa todo. ¿Todo? ¿Incluso el daño que esa pasión puede causar a terceros? ¿Es el amor, acaso, tanto más importante que la lealtad, la amistad o el respeto, para que se le permita siempre pasar por encima de todos ellos? En fin… -se encogió de hombros, como si aquella reflexión fuese habitual en sus cavilaciones, y añadió-: La cuestión es que esa misma noche Sophie decidió confesárselo todo a su marido: estaba enamorada de otro hombre, lo amaba y no podía vivir en paz. Su conciencia nunca estaría tranquila a menos que él lo supiera, puesto que pensaba que lo peor en una pareja era el engaño. Ella no deseaba una separación, pero si su marido la repudiaba, se marcharía lejos, con Alberto, a compartir su vida bohemia llena de altibajos; y si su amado la rechazaba, ella, fiel a su amor, se retiraría discretamente para vivir el resto de sus días acunando aquel sentimiento maravilloso que había nacido en el pecado, pero que ella sabría rehabilitar siéndole fiel en el recuerdo hasta el final. Así, en estos términos, escribió una carta que hubiera firmado el mismísimo Stendhal con todo gusto, y llenó, con su caligrafía del Sagrado Corazón, diez folios de papel satinado que había comprado en París. La confesión es el mejor bálsamo para la culpa y Sophie, después de haberse desprendido enteramente de su congoja, decidió entretener el tiempo haciendo solitarios hasta sentir el familiar, chasquido de la llave en la puerta. Entonces se levantó y, pálida como un espectro, salió al encuentro del marido.

»El adulterio, amigo mío -dijo el hombre, como a punto de hacer una revelación trascendental-, posee un cierto perfume que no está catalogado en ninguna parte y que, sin embargo, existe. Tal vez no sea exactamente un aroma sino una sensación, un sabor, quién sabe, pero la verdad es que se nota. ¿Cree usted, acaso, que hay en este mundo algún marido insensible a sus efluvios? ¿Supone que hay una sola esposa que ignore que su marido le es infiel incluso antes de encontrar la polvera comprometedora entre los asientos del coche o las cerillas de un hotel de medio pelo? No, señor. La gente prefiere ignorar la traición y por eso no la ve. Es sólo cuando la evidencia les golpea en la cara cuando se ven forzados a reconocerla. Mientras tanto, todos esconden la duda en el rincón más oscuro de sus mentes confiadas, y es mejor que así sea.

»Si tuviera vocación de escritor de folletín, diría que el marido de Sophie olió la infidelidad en cuanto atravesó la puerta. Quizá ello se debiera al aspecto virginal, siempre tan sospechoso, que ofrecía su mujer envuelta en su camisón más pudibundo, o al extraño temblor de aquella voz al pronunciar su nombre, o simple y llanamente, al olor a cuerno quemado que inundaba la estancia: la cuestión es que el hombre iba sobre aviso.

Y actuó en consecuencia, quiero decir, de acuerdo con esa actitud de no-me-quite-usted-la-venda-que-estoy-mejor-así de la que antes le hablaba, y avanzó cariñosísimo hacia su esposa: "¿Qué ha hecho mi niña estos días? Ha estado muy ocupada con sus clases de cocina, ¿verdad que sí?". Y ella, con la carta en la mano, y la culpa que la atragantaba y pujaba por salir, por confesárselo todo, quitarse aquel peso de encima, a sabiendas de que él la perdonaría porque ella era su niña, y la amaba, la quería para él y para siempre, hizo lo único sublime: mintió. No me interprete mal, amigo, no lo hizo por miedo ni por cobardía…, tales sentimientos no son propios de alguien a quien todo se le ha consentido, lo hizo por consideración y amor. Por amor, sí, hacia un hombre que la adoraba y que, obviamente, prefería no saber.»