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La pestilencia que exhalaba la anguila me hizo volver en mí. Desgraciadamente, los comemierda son desechables. Una vez realizado su trabajo sufren una especie de muerte súbita por gula y se entregan a una rápida descomposición entre efluvios insoportables. Ahora yacía, encogido y agónico, junto al desagüe de la bañera.

– Debo irme, Álex -dijo Javi entrando en el baño-. Tengo cosas que hacer.

Javi iba vestido de gorila. En su pecho, en llamativas letras amarillas, podía leerse: Mascotas Ruiz, la mejor compañía. No hice preguntas, porque no creía estar preparado para sus respuestas.

– Vale… Hasta otra.

– Adiós.

Le oí cerrar la puerta del apartamento. Deseché consumir neuronas en meditar sobre lo absurdo de su indumentaria, pues me encontraba exultantemente feliz, como era de esperar. Salí de la bañera de un brinco. Quité el tapón y la anguila fue rápidamente absorbida por el consiguiente remolino. Me dirigí, sin secarme, hacia la cama y enfrenté la foto de Artemisa.

Y nada. Absolutamente nada. Tal vez el sordo rumor de la nostalgia, pero nada más. Todo el dolor que me producía verla sonreír bajo aquel indeciso sol de febrero había desaparecido por el desagüe, y no era ninguna metáfora. Ya no sentía nada por ella, acaso pena, por raro que pareciese. Pena por su forma de cruzar por la vida, como un niño por una pastelería, sin saber qué dulce tomar, cuál de ellos será el que más le guste, sin dinero para probarlos todos, corrigiendo sus errores a cenicero limpio.

Al fondo de la foto, de espaldas a la cámara, una chica pelirroja observaba el cartel de Hola, ¿estás sola? y me descubrí preguntándole lo mismo, si al igual que yo estaba sola en este mundo y si sabía que yo tenía una foto suya en mi mesilla. Me pregunté, ocioso, qué tramaba el destino haciéndome tener la foto de una desconocida a la que no conocía y nunca conocería, y eso me llevó a preguntarme inevitablemente en cuántas fotos aparecería yo como un intruso, solo como la pelirroja o acompañado, quizá por Artemisa, en medio de un romance que nunca moriría en la mesilla de un desconocido que nos miraba con envidia, tal vez en la de una chica pelirroja que se sentía sola en el mundo. Era algo tan improbable que probablemente fuese cierto.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Era media tarde. Una luz evangélica bendecía los juegos de la chiquillería. Sentí deseos de bajar a la calle y agregarme a ellos, de ayudar a esa anciana con las bolsas de la compra, de darle charla a aquella chica que se desesperaba en la parada del autobús, de decirle que tenía unos ojos preciosos para que, en caso de que nadie se lo hubiese dicho nunca, no muriese sin oírlo. Deseé correr de un lado a otro comprobando que todo marchaba bien, como un supervisor del mundo. Necesitaba emplear con acierto toda esa enérgica alegría que rezumaba mi alma: decidí ponerme ropa deportiva y bajar a dar un paseo, a mezclarme con los otros, a tomar mi parte del regalo de la vida, a recibir cada minuto como una sorpresa. Fue entonces cuando me volví y todo aquel júbilo se esfumó de golpe. Podía despedirme del paseo. El piso se encontraba en condiciones deplorables. Tocaba hacer de Cenicienta a principios de cuento.

11

Blanca era una máquina expendedora de frases trascendentes. Después de hacer el amor, solía encender un porro y su mente perdía de repente todo interés por las concreciones de la carne y se abría a las abstracciones del universo. Era entonces cuando, con la sensualidad de su voz aguada por los esfuerzos del polvo reciente y la marihuana, se descolgaba con cosas como ésta: ¿Sabes, Álex? Dios ha colocado al hombre entre las hormigas y las estrellas, para que cada cual mire hacia donde le parezca. Unos se divierten pisando y otros dedican su vida a construir cohetes con los que alcanzar la gloria que cuelga del cielo, como herederos ansiosos. A los pocos minutos de conocerla, ya se publicitó como una chica distinta diciéndome: Mis padres me pusieron Blanca porque nací con el corazón muy negro y no era cosa de entregarme al diablo sin luchar.

Blanca era pintora. Pero no pintaba cosas. Pintaba estados de ánimo. Radiografías del alma. Vivía en un pequeño estudio escaso de muebles y se ganaba la vida vendiendo sus cuadros por las calles, apostándose en parques y sitios así, donde podía embaucar a algún turista. Con eso no se sacaba mucho, la verdad, pero a veces alguna editorial local le encargaba ilustrar algún cuento infantil y se pasaba noches dibujando conejos de expresión bobalicona y ciempiés con mostachos de general que le producían náuseas. Había que pagar el alquiler y por eso lo hacía, pero no dejaba que nadie se los alabase. A ella lo que de verdad le gustaba era plasmar sobre el lienzo los mil recodos del alma humana, tanto de la suya como de cualquiera que ingenuamente se prestase como modelo para luego descubrir en un cuadro de inescrutables pegotones marrones que estaba lleno de mierda. Pero ella, se excusaba, te miraba a los ojos y no desvelaba nada que no llevases dentro.

Blanca era alegre y extrovertida, y como yo -aunque por motivos muy distintos- se daba a la menor oportunidad porque no concebía la vida sin riesgos. Enseguida te enseñaba el alma y hacía de guía. A las dos semanas de estar juntos me enumeró uno por uno los borrones de su pasado. Tenía de todo, como el de cualquiera, pero uno de ellos destacaba especialmente. El año pasado había expuesto sin demasiada fortuna en una galería. Un tipo con pelas se topó con ella en el parque y la invitó a comer. Alabó su arte sin dejar de mirarle las tetas y le dio a entender que si se dejaba hacer él podía mover los hilos necesarios para que su talento tuviese la oportunidad que merecía. Blanca se la jugó y perdió, pero ya lo había superado. Era más sabia, más feliz. Y creo que a Blanca le producía cierto morbo la indiferencia con que eran acogidas sus obras. Eso reafirmaba el estado superior en que se encontraba su mente, capaz de ver verdades que a los demás se nos escapaban.

Nos conocimos una tarde de lunes. Yo había decidido iniciar la mañana buscando trabajo con un cierto optimismo que se había ido empañando a lo largo de la jornada, tras sucesivos rechazos que parecían plagios unos de otros y entrevistas con tipos repeinados que con sus discursos de fábrica trataban de hacerte vender enciclopedias mientras aseguraban que el trabajo no consistía en vender enciclopedias. Acabé harto de la civilización y sus logros. Aquello de creced y multiplicaos resultaba cada vez más difícil.

Nadie me esperaba en casa, así que decidí regresar por el camino mas largo, y atravesar por el parque de María Luisa, en el que tal vez se me descongestionara un poco el espíritu ante el lado amable y despreocupado de la vida. Sevilla, a principios de mayo, se vuelve voluptuosa. El verde se reanima y las jóvenes se esfuerzan hasta los bordes del escándalo en mostrar al rubicundo sol la mayor cantidad de carne posible. Se deja uno acorralar agradecido por batallones de piernas esbeltas y ombligos esponjosos, por espaldas llenas de promesas y escotes de vértigo, y la tarde se sumerge en la noche entre suspiros, como un enfermo que pierde pulso. Cruzaba el parque distraído, arropado por la brisa sensual de aquellas horas mansas, mirando con melancolía las atracciones infantiles cargadas de niños vociferantes. La infancia es como un chiquero, recuerdo que pensé con cierta tirria por el símil taurino, el niño se agita ansioso por salir a recibir las estocadas pertinentes sin tener idea de lo protegido que está entre esos tablones. Sólo a posteriori, moribundo ya, la testa a punto de descansar en el albero, el niño dedica al toril una mirada amable, como de disculpa, y la cárcel se transmuta en paraíso perdido. ¿Quién no daría el alma por volver a los plácidos días de la infancia, exentos de responsabilidades y pródigos en sonrisas paternas y caramelos varios?