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En esas reflexiones ocupaba la mente, y caminaba por el parque con la maquinaria de los sentidos puesta a bajo rendimiento, con los dispositivos imprescindibles para circular por la vida sin saltarme los semáforos. Era vagamente consciente de que a mi alrededor la gente seguía con sus vidas, poniendo fondo a la mía, de que a mi lado, en los bancos o la hierba, los enamorados exploraban con calma los límites del amor, bien a besos o caricias, bien al arrullo de profundas conversaciones; un mimo congregaba a varios transeúntes en torno a su mitin de gestos; los inevitables japoneses fotografiaban; jóvenes atléticos pasaban junto a mí en manada, con las respiraciones orquestadas y los resultados de tanto sudor rotundamente marcados bajo las mallas… Noté entonces que algo se me pegaba en la suela del zapato. Bajé la vista y me encontré con que mi pie derecho había irrumpido en la superficie de un lienzo de tonos amarillos puesto a secar sobre el albero. Al retirarlo, en la esquina del dibujo apareció un borrón color tierra que me culpaba. Una chica se apresuró a recogerlo, murmurando para sí. Observé entonces un gran número de cuadros como aquél desplegados sobre varios bancos.

– Lo siento. Iba distraído y no… -me disculpé embarulladamente mientras la pintora examinaba el cuadro desde distintos ángulos. No parecía demasiado contrariada. Miraba mi aportación con una gravedad divertida.

– Creo que está mucho mejor así. Resulta más auténtico -comentó para mi sorpresa, asintiendo ligeramente-. En este cuadro había tratado de representar la felicidad que hoy siento, ¿sabes? Y tu huella, entrando por esta esquina, advierte de lo imposible de un concepto como la felicidad completa. Es esa amenaza sin nombre que siempre nos acecha, la que nos corrompe los sueños. Ahora el cuadro está completo.

Yo me había acercado un poco a ella para asistir al prodigio, pero la proximidad me distrajo con la elocuente fragancia de su cabello y me descubrí asintiendo maquinalmente a sus explicaciones mientras la miraba de soslayo. Me llamó la atención la pálida palidez de su piel pálida, como de tomar el sol en la morgue, sin crema protectora alguna, y donde el rojo amanzanado de sus labios resaltaba con brío, un blancor que había decidido acentuar tiñéndose el cabello con ese negro antinatural, fangoriano, que brilla como el caviar. El vestido de tirantes negro que llevaba también formaba parte de la conspiración. Por suerte, las uñas no. Me la imaginé tronchada sobre un violín, arrancándole maullidos que se remontaban hacia un crepúsculo memorable, de ésos que uno nunca sabe qué cielos rondan. La imaginé así, y de ninguna otra forma. Cuando se volvió a mirarme pude comprobar que su atractivo perfil no quedaba, como ocurre con algunas personas, en disonancia con el resto, sino que sus rasgos se compenetraban armoniosamente sobre un rostro de huesos ligeramente puntiagudos que le otorgaba una fragilidad conmovedora. Sus ojos eran de un celeste indeciso que no se atrevía a adentrarse en el azul, y en ellos se recluía una mirada mansa, salvada de la ingenuidad por unos labios de sonrisa maliciosa e impertinente. Era en conjunto pequeña y delgada, de encantos económicos y manejables, una de esas chicas que prometen todo tipo de malabarismos entre las sábanas. ¿Y si…?

– Deja que te invite a una cerveza por el estropicio -probé.

– Ya te he dicho que no es ningún estropicio -aseguró, mostrándome qué clase de sonrisa podían formar sus labios-. Me has salvado el cuadro.

– Pues invítame tú a mí, porque yo no trabajo gratis. Así podremos hablar del talento innato de mis pies.

Ella estudió la oferta. La tarde declinaba, pronto cerrarían el parque, y en casa sólo la esperaba su libro de Boris Vian. La ayudé a recoger los cuadros y, dado que adentrarse con toda aquella carga en un café resultaría de lo más engorroso, sugirió que la acompañara a su estudio. Creía que aún le quedaban cervezas en la nevera.

Le quedaban. Me entregó una y me castigó a disfrutar de los cuadros que atestaban el estudio mientras ella se daba una ducha. Pasé entre ellos sin saber dónde apoyar los ojos para no mancharme. Durante el camino, Blanca me había comentado que a veces lograba engatusar a algún amigo para que se dejara retratar el alma. O bien sus amistades consistían exclusivamente en delincuentes y maniacos depresivos o su arte se me escapaba. Había algún que otro cuadro cuya conjunción de colores resultaba agradable, de la misma manera que puede resultarlo el estampado de una sombrilla, pero la mayoría de ellos me lanzaba a los ojos una paletada de delirio que me dejaba indiferente.

– Son preciosos -dije cuando salió de la ducha, secándose el pelo con una toalla. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, y toda ella olía a jabón y sugería lances tiernos.

– Mentiroso. No los entiendes.

– Es cierto. Para qué negarlo -concedí, encogiéndome de hombros.

Agotado el tema de los cuadros, nos limitamos a mirarnos con cierta gravedad en la mirada, supongo que preguntándonos cada uno por su lado a santo de qué habíamos favorecido aquella situación. En momentos así siempre me ha resultado trabajoso especular sobre el carácter de los pensamientos que se están formando en la cabeza rival, pero con Blanca tenía el presentimiento de que estaba pensando lo mismo que yo. Y lo que yo pensaba era que a raíz del descubrimiento del fuego el hombre no había dejado de complicarse la vida. De manera que tras la rueda, la escritura, la relatividad y demás, habíamos ido a parar a situaciones tan ridículas como aquélla: dos personas acaban de conocerse y se sienten atraídos el uno por el otro, la tarde es fresca y agradable y apetece enormemente encontrarse con la cálida suavidad de otro cuerpo y dejarse llevar sin preguntar hacia dónde; y sin embargo, era necesario seguir conversando un rato más para diferenciarnos un poco de los animales y justificar el polvo venidero. Ya no estaba permitido entregarse a la sabiduría de los sentidos y resolver aquello de una forma natural.

Blanca se acercó a uno de los ventanales, dándome la espalda, y comenzó a nombrar según la guía de los Pantone los majestuosos colores que la tarde había escogido para morir, que se desplegaban ante ella como la cola de un pavo real. Era aquél un ejercicio que la relajaba. Su voz sonaba tenue, líquida, y parecía adquirir por momentos la cadencia de un poema recitado. La observé abrazarse a sí misma y acariciarse levemente los hombros, una postura que las mujeres deberían tener prohibida, pues las vuelve extremadamente vulnerables y despierta en el hombre sus instintos protectores. ¿Era aquella postura un ofrecimiento? ¿Qué clase de chica era Blanca? Desde que mi pie rectificó su cuadro, todo se había desarrollado con una facilidad pasmosa. La conversación con que amenizamos el camino a casa resultó sorprendentemente fluida, ambos hicimos gala de una complicidad propia de amigos de la infancia. No hubo risas hipócritas ni aristas ni silencios. Habíamos conectado, y rara vez me sucedía aquello con las chicas, pero, ¿qué validez tendrían todos aquellos pensamientos fuera de mi cabeza?

La examiné de arriba abajo, corroborando que su ingravidez no era consecuencia del vestido. Seguía teniendo ese porte frágil y conmovedor de los caballetes sin lienzo. Entre la camiseta y los vaqueros relumbraba una franja de carne blanca y tentadora que me hizo morderme los labios, presa de un dulce estremecimiento.

Bien, confesémoslo: los contados polvos que sazonaban mi existencia habían sido obtenidos utilizando el más estricto protocolo, un par de cines, varios cafés, algún que otro paseo, charlas de apariencia inocua donde dejar claro la catadura ética… Por una vez en la vida quise ahorrarme todo eso, quise demostrarme que no necesitaba palabras, que podía ampararme en mi porte de galgo, en la seducción que el espejo creía ver en mis miradas, en el desangelado rictus que me pasaba por sonrisa. Por una vez en la vida quise apartar a un lado mi habitual cobardía y actuar, ingresar con elegancia en la espiral de sexo rápido y despreocupado de la capital.