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Me deshice de la cerveza. Quería las manos libres. Di un paso, luego otro, y otro más, y me fui acercando a ella como un ninja hasta detenerme a su espalda. El corazón me batía el pecho a conciencia. Ella se había callado y se limitaba a supervisar el faenar del ocaso sobre el trocito de río que los espigados edificios permitían ver desde su ventana. Se mecía lentamente, como un sauce sobre mi tumba. Nos vi entonces reflejados sobre una de las hojas de la ventana: su rostro de geisha relajado, los labios entreabiertos, y el mío a su espalda, crispado, los labios arrugados en una mueca nerviosa. Me tomé aquello como una provocación del destino. Aquí estás otra vez, Álex, parecía decirme, ante un muro alto. Vamos, chico, empieza ya a rodearlo. Tragué saliva. Aún podía dar marcha atrás, aún no había pasado la raya. Podía acogerme a la carta de la confianza, desarticular aquella situación con un comentario cualquiera, tratar de ganármela con algún chiste, y posponer el numerito del amante insaciable para más tarde, cuando fuese algo acordado. Pero el orgullo me conminó a acercarme un poco más, situándome al borde de ese feudo de blanduras y aromas en el que sólo penetran los amantes. Y fue también el orgullo el que me obligó a arrastrar los ojos por el señuelo de su cuello, por aquel declive pálido y exquisito espolvoreado de pecas que se hacía hombro sin que se advirtiera frontera alguna. Ella esperaba, tal vez se ofrecía. A la mierda con todo. Iba a saltar el muro aunque me rompiera todos los huesos.

Cerré los ojos, crucé los dedos y entreabrí los labios, y me fui inclinando sobre su cuello lentamente, durante horas, como un filatélico sobre un sello desconocido, hasta que al fin mis labios se toparon con su piel. Y todo se redujo a aquella seda tibia latiendo entre mis labios, una tregua dulce en la cruzada tediosa y frívola de la vida. Me recreé entonces en aquel contacto mórbido, esbocé un mordisco suave, me abandoné a un tartamudeo de besos cortos, olvidando que aquella piel pertenecía a alguien y que todo eso dependía de un convenio mutuo, y sólo entonces fui consciente de que ya había pasado el plazo para el rechazo. Apenas tuve tiempo de celebrarlo. Con un jadeo subterráneo. Blanca arqueó su cabeza hacia atrás, sacudiéndome el rostro con el plumero húmedo y fragante de su cabello. Sentí su cuerpo, alabeado y eléctrico, aflojarse contra el mío, produciendo en mi interior un corrimiento de vísceras. El peso de mis manos solidificó el movimiento líquido de sus caderas y mis dientes se apresuraron a abocetar otra dentellada sobre la aguanieve de su cuello, en ese canibalismo amatorio que tan fielmente representa lo ficticio de toda posesión. Blanca disparó al aire las salvas de nuevos gemidos y mis manos reptaron como tarántulas ebrias por sus costillas hasta pinzar la redondez elástica de sus senos, lo suficientemente enardecidos ya como para que mis dedos pudieran leer en braille a través de la camiseta. Sentir todo su deseo punzando contra mis yemas me obligó a exclamar su nombre entre dientes y Blanca se giró hacia mí como una peonza, dejando que nuestros cuerpos encajasen con una precisión caliente y mareante. Me desabotonó la camisa con habilidad y sentí las locas correrías de su boca por mi pecho, por el cuello y las mejillas, hasta que al fin tropezaron con mis labios en un polen de besos. Su lengua buscó la mía y ambas se enzarzaron en una gresca con sabor a hierbabuena que me soltó una perdigonada de éxtasis entre los muslos. Luego, con la gracia liviana de los gorriones, Blanca se desentendió del suelo pasando sus piernas alrededor de mi cintura. Con ese gesto se ponía en mis manos, literalmente. Busqué la cama -por fuerza debía haber una cama allí-, pero no logré ver nada a través de la selva de lienzos. A mi derecha había una mesa rectangular, atiborrada de materiales de pintura, pero con el ancho requerido, y hacia ella nos condujo la lujuria.

Sin pensárselo dos veces, Blanca despejó la mesa de un brazazo y allí nos tendimos, rabiosos de deseo, deshaciéndonos de los últimos restos de ropa sobre pinceles y acuarelas, entre tarros que se volcaban y tubos de óleo que nos lanzaban serpentinas. Todo se impregnó de un aire de verbena. Mis dedos dejaban estelas azules y granas en la piel acariciada, advirtiéndome de la reiteración, obligándome a improvisar caricias cada vez mas temerarias en zonas cada vez más recónditas, y Blanca gemía con las mejillas saturadas de púrpura y los senos realzados de verde y se expandía entre convulsiones azules y olor a aguarrás. El orgasmo nos sobrecogió con su llegada, haciéndonos reparar en que nos estábamos amando. Esa noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.

Al acabar, Blanca, que ahora era verde, rojo, naranja y añil, tiró de mí hacia el baño y nos abrazamos en un vals lento y delicuescente bajo la ducha. Debido a que habíamos empezado a amarnos en los últimos tramos de la tarde, el estudio se encontraba a merced de las tinieblas, sin luz alguna que pudiera hacerles frente; sólo la luna con su suspiro plata se empeñaba vanamente en esculpir muebles en la oscuridad. Luego, sin deshacer el abrazo, nos tendimos sobre la cama, porque a pesar de todo allí había una cama, y si sabías hacia dónde mirar y lo hacías con atención, también podías descubrir una mesita con un televisor, un frigorífico y alguna que otra muestra más de civilización camuflada entre las manchas.

Blanca se incorporó ligeramente y me dedicó una mirada sobrecargada de dulzura mientras jugueteaba con mi pelo. Contemplé con calma el fascinante brillo que rielaba en sus pupilas, un relumbre que sugería algún tipo de combustión interior de la que me quise creer causante. No dijo nada. Parecía satisfecha, feliz, amansada por la ducha y el desmañado polvo que habíamos protagonizado sobre una mesa que ya no veía pero que debía de andar por ahí, desconcertada, bendecida. Yo también me encontraba adormecido por una deliciosa felicidad. La cama parecía mecerse como la cesta de Moisés. Sentía el alma desanudada y el cuerpo como relleno de plumas, sin embargo mi mente ya se afanaba en buscarle un sentido a todo aquello. ¿Tendría aquel polvo visos de continuidad? ¿Pertenecía Blanca a esa cofradía de chicas que disfrutaban de su sexualidad cada noche, sin que el corazón se comprometiera nunca? Me odié por ser tan racional. Nada de preguntas, me dije, limítate a estar aquí, a tenerla en tus brazos. Y eso hice. Me limité a posar para aquellos ojos celestes que parecían obra de los serafines y para aquella sonrisa que parecía haber sido encargada al mismísimo Satanás. Blanca apoyó la cabeza sobre mi pecho y mis latidos la acunaron hasta que la batuta del sueño le orquestó la respiración. Cerré los ojos. Al otro lado de la ventana, sólo había mierda. Pero ahora yo me encontraba a este lado de la ventana.

Recé para que no amaneciera, pero amaneció.

Desperté en un colchón derrengado, sin nadie a mi lado. Me alarmé.

– ¿Blanca? -pregunté a los cuadros.

Una voz me dio los buenos días desde algún punto de la habitación. Agucé la mirada y descubrí a Blanca avanzando hacia mí, con un vestido de flores y una enorme carpeta bajo el brazo. Se acercó suave y suavísima, puro espíritu volátil, cascabel de luz. ¿Era yo quien-había retozado con aquella criatura celestial? ¿Había sido mi virilidad la que la había profanado, mi lengua la que la había ensalivado? Me preparé para decirle adiós y salir por la puerta de servicio, discretamente.

– He de llevar unas ilustraciones a una editorial -me dijo, sorprendiendo a mis labios con un beso que sabía a pasta de dientes-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Aleluya. Estaría allí siempre, aguardando en la cama el clavel temprano de sus labios, revolcándome en tan dulce boca que a gustar convida, juzgando sus dentífricos.

– Sí. Aún tengo muchos cuadros que mejorarte, ¿recuerdas? Será un trabajo que me ocupará mucho tiempo. Puede que toda la vida.