Enseguida me arrepentí de haber añadido aquella última frase. No porque no lo sintiera, sino porque se me antojó demasiado adelantada a su tiempo. Yo y mis malditas ansias de enamorarme de toda mujer con la que follaba. En realidad, no hay tal necesidad, pero me costaba enormemente mantener el corazón distraído de los asuntos que protagonizaban los órganos menos espirituales.
Ella me dio un beso en la mejilla por ser tan buen chico y se marchó. A pesar de que mis palabras parecieron agradarla, creí vislumbrar una sombra de desconfianza en su mirada, una especie de recelo automático, e imaginé largas hileras de amantes huyendo de su casa en su ausencia, sabandijas de la noche que le habían ido encalleciendo el corazón a mentiras. Pero yo no mentía en absoluto. Yo la esperaría, la abrazaría, la besaría, le haría ver que también hay hombres con alma en el mundo, y Blanca ya no tendría que jugar cada noche a la ruleta rusa del amor. Ni yo tampoco.
Miré la hora. Aún no eran las diez. Se imponía un desayuno revitalizador. Me levanté y vagué entre los cuadros en busca del frigorífico que había visto la noche anterior, pero no logré dar con él. Me topé sin embargo, en uno de los recodos de aquel desfiladero de pinturas, con un lienzo en blanco dispuesto sobre un caballete. No pude resistirme. Escribí en una de sus esquinas: Mi alma hoy, 3 de mayo, y embadurné su virginidad de pintura amarilla, sin manchas amenazantes de ningún tipo, pues en aquel momento me encontraba tan dichoso que no hubiera dudado en apostar el alma por la existencia de la felicidad completa, toda amarilla.
Cuando, tres o cuatro horas después, Blanca regresó, cansada y sudorosa, molida como grano por los autobuses, me encontró allí. Y cuando regresó al día siguiente, me encontró también allí, y no sólo porque mi presencia no era requerida con urgencia en ningún otro sitio. Y cuando regresó al día siguiente del día siguiente, volvió a encontrarme allí, hasta que llegó un día en que la abandonó la incertidumbre y por las mañanas, al dejar en mis labios el sabor a menta de su pasta de dientes, ya no incluía ninguna sombra de desconfianza en su mirada.
No nos quedó mas alternativa que enamorarnos sin remisión. El amor se nos echó encima como un perro rabioso, harto de alojarse en corazones angostos e inseguros, cansado de quedar resumido en rosas rojas y bombones de lujo.
Me pareció imposible amar así, de golpe y porrazo, gratuitamente. Ya he referido con anterioridad que desde nuestro encuentro, desde el primer cruce de miradas, desde el primer peloteo de palabras, percibí entre nosotros una conexión especial. Y no me equivocaba. Las semanas siguientes lo certificaron. Fueron días tan maravillosos que creí que no eran míos. Cualquier labor que emprendíamos era un ejercicio untado de vaselina (entiéndase esto como metáfora, no como confesión). Paseábamos por el río, íbamos al cine a las películas mas raras, fingiendo una erudición que luego desmentíamos atiborrándonos de palomitas, visitamos algunas exposiciones, nos emborrachamos juntos, como compinches, y todo ello lo hacíamos sumergidos hasta las cejas en el formol de un amor cómplice y secreto, en una compenetración increíble que llegaba a alcanzar cotas disparatadas cuando yo acababa sus frases y ella empezaba las mías. Pero era sobre todo Blanca, Blanca de día y de noche, Blanca comiéndome a besos sin importarle el sitio, Blanca fustigándose la garganta con cada cucharada de helado, sin el trámite de la boca, como a mí me gustaba hacer, Blanca contándome sus episodios favoritos de Doctor en Alaska, Blanca despistando a los guardias en la penumbrosa pelambre de los jardines, corriendo entre árboles y sollozos de luna, Blanca alegre y maravillosa, Blanca y su lengua persiguiendo el hielo de los Martinis, Blanca y su risa, sonora, argentina, fresca, funambulesca, Blanca mía, Blanca, Blanca…
Existe un dicho muy extendido sobre la atracción de los polos opuestos aplicada al amor que a mí siempre me ha parecido un contrasentido de lo más absurdo, no tanto por la atracción referida como por su contrapartida, es decir, la creencia de que dos personas de gustos idénticos están condenadas a repelerse. Blanca y yo nos reíamos de ello con la mayor irreverencia posible, y desafiábamos aquel supuesto tan idiota abrazándonos con fuerza junto a ventanas abiertas. Y ninguno de los dos salió nunca despedido por una de ellas.
Y hacíamos el amor por la mañana y por la tarde y a media noche; en la cama, donde yo había colocado mi póster de Star Wars a modo de marca para no extraviarme, en la ducha, entre los cuadros, allí donde ordenase una mirada, allí donde se prolongase una caricia, allí donde acabásemos rodando. No como lo hacen el aceite y el vinagre cuando ocupan un mismo vaso, no, lo hacíamos siempre como aquella primera vez, con aquella desesperación por tenernos, por devorarnos, usando siempre el placer como un medio para regatear tanta carne y tocarnos la punta del alma, porque eso era lo que perseguíamos. Y nos dejábamos aniquilar por el orgasmo sintiéndonos naufragos arrastrados por las mismas olas, conducidos a la misma playa, y era tanto el amor que yo lo sentía rebosar de nuestros cuerpos y cabalgar a lomos de la brisa nocturna como un virus, contagiando nuestra ansia a la ciudad entera, incitando a mil manos a recorrer mil cuerpos en una conspiración de colchones y suspiros bajo un cielo acribillado de estrellas.
Luego, ella solía encender un porro y mirábamos la luna a través de las gafas sin graduar de la marihuana. Era entonces cuando nos despegábamos un poco, y flotábamos un rato cada uno por nuestro lado, a solas a pesar de que mi mano no soltaba nunca la suya. Aquellos momentos sin Blanca me aterrorizaban porque en la espumosa soledad de la droga me encontraba con la parte más racional de mi mente, y ésta siempre se empeñaba en refutar la felicidad sin mácula que nos envolvía y acababa por convencerme de que aquello era demasiado bonito para que durase siempre.
10
Huí de ella un mes después, dejando una nota llena de frases hechas más bien deshechas pegada al frigorífico porque no tuve fuerzas ni para enfrentar su mirada azulina ni las verdaderas causas de mi fuga.
Haciendo uso de ese trascendentalismo compulsivo al que Blanca era tan aficionada, podría resumirlo todo diciendo que la vida es como un detector de felicidad. Cuando Blanca y yo lo atravesamos sonó un pitido y nos dijeron que pusiéramos sobre la mesa toda la felicidad que lleváramos encima. Y eso hicimos. Blanca y yo, como esos niños de antes de la Nintendo que se divertían con cromos, jugábamos a voltear el amor, ignorando que no siempre tenía por qué caer del lado bueno, un dibujo apretado de árboles y hierba que representaba el Paraíso, hasta el día que cayó del revés y descubrimos que su dorso, por eso de la simetría, estaba ilustrado de llamas feroces y estalagmitas rojas.
Pero nadie va a dar al Infierno sin antes chamuscarse los pies en el Purgatorio. Si he de precisar el momento justo en que todo comenzó a torcerse, ese hilo mínimo que logra deshacer el tapiz si tiramos de él, creo que me inclinaría sin dudarlo por el episodio del poema. Quizá si antes de él hubiese estado tan alerta como lo estuve luego, una vez que los acontecimientos empezaron a precipitarse unos sobre otros como fichas de dominó, venciendo su insignificancia mediante la acumulación, ahora podría remontarme más atrás aún, pero si antes del referido episodio sucedió algo digno de mención me pasó absolutamente desapercibido, o puede incluso que lo festejase sin sospechar nada, como un bebé que ríe al sentir el roce helado de un revólver en la sien.
El episodio del poema, a saber, se produjo al mes de estar juntos. Yo, por aquel entonces, era un hombre enamorado y feliz que se consideraba afortunado por haber tenido la suerte de embarcarse en un romance excepcional que nada tenía que ver con las relaciones sentimentales que sucedían a mi alrededor. Me bastaba con sentarme en un banco o un bar para corroborarlo. El amor que se profesaban los demás se me antojaba torpe y adocenado, pulgoso, chirriante si llegaba a mis oídos algún grumo de conversación; observaba a cualquier pareja y adivinaba abismos insalvables entre ellos.