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La tarde en que se cumplió un mes de nuestro encuentro en el parque yo me encontraba exultante. Tanto era así que había decidido, impulsado por ese optimismo, fotocopiar el temario de unas oposiciones que se estaba preparando Julio. Y quería hacerle saber a Blanca que mi balance del mes había dado positivo. Ardía en deseos de ello. Quería, en realidad, hacérselo saber a la ciudad entera, que todos los mensajeros trabajasen esa noche para mí, informando a los vecinos en su propio domicilio que un tal Alejandro estaba locamente enamorado de una tal Blanca, pero debía comprender mis limitaciones, especialmente las de mi bolsillo. Opté por amasar todo aquel orgullo en un poema. Me tiré horas en el Picalagartos forcejeando con la métrica hasta obtener una remesa de versos resultones que me apresuré a envolver con un te quiero. ¿Y ahora?, me dije al concluirlo. Lo leí varias veces, paladeando la rima forzada e imaginándolo apelotonándose en mi boca al intentar recitarlo ante Blanca. Descarté tal humillación. Sin embargo, la entrega en propia mano me resultaba demasiado oficial. Se me ocurrió esconderlo. Por la mañana, Blanca había comprado pasta para preparar una cena conmemorativa. Sabía que luego, con el cascabeleo plácido de la digestión, nos enzarzaríamos en un coito remolón y pausado que con toda probabilidad las carcajadas impedirían culminar. Y luego nos prepararíamos un porro. Ella guardaba la marihuana en una especie de joyero arábigo que reposaba sobre el televisor, en cuyo aromático interior descubriría esta noche un poema.

Pero para ello debía llegar a casa antes que Blanca, y según iba desfalleciendo la luz lo tenía difícil. Enfilé hacia su estudio atravesando por el centro, culebreando con paso ágil por calles abarrotadas de consumidores vespertinos y tentando al tráfico con mis regates, pero cuando llegué al apartamento, Blanca ya se encontraba allí. Tropecé con sus bártulos desperdigados por el suelo, y traté de enfocarla en algún punto de la habitación antes de escuchar el monólogo de la ducha. Disponía de unos segundos. Me acerqué al televisor de puntillas, sacando el poemita del bolsillo con dedos de carterista, atento a la puerta del baño. Abrí el cofrecito, que me arrojó a la cara su noble aliento y me mostró, entre las quebradizas hojas de marihuana, un papelito doblado similar al que yo me disponía a esconder. Unos cinco segundos de absoluta irrealidad. Tras reponerme de la sorpresa, lo tomé con cuidado y lo desdoblé, encontrando la caligrafía de unos versos dirigidos a mi persona rayando su superficie. El poema era distinto, pero el sentimiento que lo habitaba parecía ser el mismo. Había adornado las esquinas del papel con esas florituras que tan bien le salían. Lo volví a dejar en su sitio y cerré el joyero, sin saber cómo tomarme aquella coincidencia. En ese momento, dejó de correr el agua de la ducha y yo me aparté lo más posible del lugar del crimen y me dejé caer en un rincón con cara de recién llegado. Blanca salió del baño con ese aire de pan recién hecho que otorgan las duchas y un vestido de gasa para la ocasión. Me preguntó si había conseguido el temario y me besó sin sospechar nada.

Nos dejamos resbalar como hábiles esquiadores por las laderas de una noche que ya había sido organizada por la mañana. Durante la cena y el intento de coito posterior, yo me mantuve inusitadamente pasivo, como en un modesto segundo plano, aceptando cada paso con una sonrisa ligera en los labios. Todo cuanto Blanca decía o hacía estaba encaminado a favorecer el golpe de efecto del poema, y el saber de antemano la sorpresa que ella me reservaba me untaba el alma de una desagradable sensación de superioridad. Presenciar sus ensayados intentos por encauzar la velada hacia el colofón final, aquella especie de redoble que presentaba un espectáculo inofensivo, era como contemplar las evoluciones de los peces de un acuario. Blanca se me mostraba terriblemente sabida y patética, envuelta en una triste candidez que me irritaba y me conmovía a partes iguales. No hay nada más horrible que conocer los entramados que sustentan la ilusión ajena. Cuando al fin ella formuló la pregunta esperada, sentí un amago de llanto. Quise huir, irme lejos, enrolarme en un pesquero, entre marineros rudos pero solidarios que cada mañana se ofrecían a los caprichos del mar.

– ¿Te apetece fumar?

Asentí. Pude haber jugado con ella, pero deseaba que aquella farsa acabase cuanto antes y Blanca volviera a vestirse de misterio y fantasía, que volviera a ser esa bruja de corazón negro que no necesitaba degradarse de aquella forma.

– Pues ya sabes dónde lo guardo.

– Sí…

Y me levanté a encontrarme con mi regalo, siguiendo todo aquello con la docilidad de un corderito, sintiéndome espantosamente ridículo al abrir el cofre y componer un teatral gesto de sorpresa. Empeñé varios minutos en fingir que leía el poema, mientras ella me miraba ilusionada desde la cama. Para colmo, su poema era muy inferior al mío, casi como una de las versiones que yo había desechado por considerarla poco esforzada. Salí del paso con una sonrisa rápida. No tuve fuerzas para nada más. Me escondí en su abrazo y cerré los ojos, asqueado por la pantomima, deseando que el sueño se apresurase a poner su punto y aparte a aquel acto que desde el principio había perdido toda su gracia.

Sin embargo, el episodio mencionado, al margen de dejarme un resabio amargo por dentro, visto de forma aislada no pasaba de ser una escena desafortunada que incluso podía considerarse como una prueba que ratificaba la impecable sincronía de nuestros corazones. Pero la cosa no se detuvo ahí, y los sucesivos episodios lo condenaron a ejercer de punta de un iceberg que comenzaba a aproximarse, monstruoso y gélido, hacia nuestro barco del amor.

Esa noche, distraído como estaba, metí la cabeza en el cepo de un sueño de lo más absurdo: yo caía, completamente desnudo, por un acantilado, y a juzgar por la velocidad del descenso, parecía ansioso por hacerme papilla contra las puntiagudas rocas que erizaban su fondo. Tenía la sensación de haber sido empujado con violencia, pero no recordaba por quién. Mis brazos estaban atados a unas aparatosas alas de arcángel hechas de madera y cera que yo sacudía con resignación, sabiendo lo inútil que ese gesto le había resultado a la humanidad. De repente, a apenas un metro de las afiladas rocas, un fuerte golpe de viento hinchaba mis alas y éstas tiraban de mi aterrada persona hacia arriba. Las escenas siguientes testimoniaban mi desmañado vuelo, que tenía más de pataleta infantil que de otra cosa, por las azuladas praderas del cielo. Tras varios intentos vanos de controlar mis alas, me descubrí enfilando con pericia hacia una de esas lunas de cine mudo, con inmensos carrillos y molestos cohetes en los ojos. Su mofletuda superficie, según pude comprobar tras un desastroso aterrizaje, estaba decorada siguiendo los patrones de un cuento infantil. A mi alrededor no había más que setas, enormes y cabezonas, algunas de ellas incluso con un ciempiés bigotudo instalado cómodamente en su techo. Me disponía, apartando a un lado la lógica, a entablar conversación con el que tenía más a mano, cuando Jerry Lewis se me acercó. Vestía un traje de astronauta que parecía haberle confeccionado de memoria alguna de las limpiadoras de la NASA. El actor me dedicó una mirada de arriba abajo, se encogió de hombros, me tendió una mano con la palma hacia arriba y dijo: Dámelo, de todas formas. Yo, que aparte de mis alas y mis vergüenzas, no llevaba nada, respondí, para quitármelo de encima: Vaya, ya sabía yo que me dejaba algo allí abajo. Lewis me miró y meneó la cabeza, mostrando una decepción teatral por mi descuido, que parecía extensible a la juventud en general. Luego regresó por donde había venido, y yo desperté.

Supongo que el sueño mismo era consciente de lo estúpido de su propuesta y decidió cortar ahí, antes de recibir el abucheo de mi subconsciente. Cuando desperté, Blanca estaba pintando. En una pequeña radio sonaban los distorsionados acordes de The Jesus and Mary Chain. Me acerqué a ella por detrás y la envolví en mis brazos. Blanca se acomodó en aquel trono que ya le pertenecía, distraída en su obra, un aliño de colores que no intenté descifrar. Me concentré en el roce de su cuerpo contra el mío, en el perfume de su piel insomne, en el indómito oleaje de su melena sin peinar y el compás tenue de sus caderas, comprobando que mi interior respondía adecuadamente. La desastrosa escena de la noche anterior había pasado a la historia, y el día que ahora comenzaba parecía no guardarme ningún rencor por las discutibles sensaciones que había abrigado en su transcurso. La estreché más aún, deseando que las horas siguientes no fueran más que una resaca de aquella, pero el destino ya había hecho sus planes y no tenía intención de cambiarlos por mí. Nos dirigíamos al infierno, y acabaríamos en las llamas, nos gustase o no.