– Esta noche he tenido una pesadilla -anunció Blanca mientras preparábamos el desayuno.
– Yo también -dije, por llamar de alguna forma al festín de disparates que me había despertado, que más parecía el metraje sobrante de la última película de Tim Burton que algún mensaje cifrado proveniente de las zonas más profundas de mi ser.
Aunque me moría por contárselo, le cedí caballerosamente el turno. Ella acabó su café, apartó la taza a un lado y colocó los codos sobre la mesa, como un conferenciante. Blanca era de las que se tomaba en serio los sueños; solía desmenuzarlos al máximo, hasta encontrarles algún sentido que la satisficiera, sólo entonces los olvidaba. Algunos incluso los anotaba en una libreta, con objeto, me decía, de pasarse una entretenida vejez cotejándolos, buscándoles su matemática.
– Prométeme que no te reirás -me pidió.
– Prometido.
– Vale… Allá voy. Yo me encontraba, acompañada por mi profesor de física del instituto, al borde de un acantilado muy profundo. Estaba totalmente desnuda. Lo único que llevaba encima era unas alas de madera y cera, que al parecer mi profesor me había construido para que llevara un encargo a la luna. Yo estaba muy asustada porque las alas no parecían en absoluto fiables. Pero me aterroricé más al descubrir que el encargo consistía en el primer volumen de la Enciclopedia Británica. Le dije a mi profesor que no tenía idea de dónde llevar una cosa tan pesada sin que me estorbase para volar, dado que me encontraba desnuda. Él me miró el pubis con una sonrisa socarrona (la misma con que nos humillaba en sus clases, cuando no recordábamos las fórmulas que había explicado el día anterior), y dijo: improvisa. Así que tuve que improvisar. Luego me acerqué al borde, temblando de miedo y desequilibrada por la carga intrusa. Aprovecha las corrientes, me aconsejó antes de soltarme un empujón lleno de desprecio. Moví las alas con desesperación, pero fue inútil. Empecé a caer a una velocidad espantosa hacia una muerte segura. Desperté unos segundos antes de la colisión.
Como había prometido, no me reí. No habría podido hacerlo ni aunque me hubiesen agitado un cheque en blanco delante de las narices. Blanca me informó a continuación de que en sus días de instituto, aquel mismo profesor acostumbraba a mandar a las chicas más deslumbrantes al despacho del director con alguna bagatela. El director era un pulpo con pinta de Jerry Lewis con el que se iba de copas, lo suficientemente cauteloso como para que sus toqueteos no sobrepasasen nunca el terreno de la ambigüedad, protegiéndose así de posibles acusaciones. Aquel acoso velado repugnaba a Blanca, pero una parte muy recóndita de su alma le reprochaba el no ser escogida nunca, debido a sus discretos encantos, y por un tiempo no supo qué era peor, ser ofrecida a las largas manos del director o no merecer su atención. Asentí a sus especulaciones freudianas maquinalmente, tratando de borrarme del rostro la estupefacción.
– Cuéntame el tuyo -me pidió, una vez acabó de diseccionar ante mí su estrafalario sueño.
– Bah, mi pesadilla es de las del montón -respondí en un débil intento de hacerla abandonar el tema.
– Pero cuéntamela -insistió, belicosa.
– No.
– Venga, Álex. No seas así.
La miré a los ojos. Esta bien, cielo. Ahí va.
– Yo era el único cristiano de un circo romano untado de salsa barbacoa.
Ella sonrió, y me lanzó una servilleta hecha una bola. Me golpeó en la nariz y me cayó dócilmente en el regazo, donde nunca había habido coraje para enfrentar las situaciones más difíciles de la vida.
– ¿Te pasarás un rato por el parque? -me preguntó, levantándose de la silla y preparando sus bártulos.
– No -respondí-. Me quedaré estudiando.
– Vale. Yo me voy a cazar japoneses. Ah, hoy como fuera con unos amigos que conocí el verano pasado. Vendré para cenar.
– Vale. Aquí me encontrarás estudiando.
Por supuesto no abrí el temario en toda la mañana. Asuntos de mas enjundia requerían mi atención. En cuanto Blanca se marchó, me levanté de la silla y traté de serenarme dando vueltas por el estudio, elípticas y obsesivas, repasando los hechos. ¿Cómo tomarme aquello? Blanca había despertado de madrugada, dejando su pesadilla a medias. Y yo la había continuado, como un compañero de trabajo solícito y meticuloso. Bien mirado -y mal mirado también, para qué negarlo-, era algo bastante curioso, un asunto que pendulaba entre lo cómico y lo escalofriante. Hasta donde yo sabía los sueños de una persona solían quedarse quietecitos en su cabeza, como niños en misa. Nunca había oído hablar de pesadillas saltarinas, que ante una muerte inminente trataban de perdurar abordando cerebros vecinos. ¿Debía empezar a gritar ya? Rodeado de tanta cotidianidad, resultaba difícil reconocerlo como un suceso siniestro. Se mostraba más bien como una anécdota divertida. Mientras no volviera a repetirse, claro.
A eso de las tres me preparé alguna insignificancia para comer, retiré los platos y coloqué el temario sobre la mesa. Se acabaron las gilipolleces. El plazo de la convocatoria estaba a punto de expirar y no podía permitirme el lujo de ir malgastando tardes. Había llegado la hora de ser alguien en la vida, aunque no fuese más que otro funcionario malcarado tras la pecera sucia de una ventanilla. Me olvidé del sueño compartido e hice frente a la primera página del grueso libro, con la intención de dejarme las pestañas en aquellas fotocopias ilegales. Sin embargo, a pesar de que sólo había comido un sándwich de atún y una Pepsi, sentía el estómago cada vez más pesado y un compacto sopor fue sobornando mis miembros uno a uno hasta que las letras iniciaron una especie de danza maorí sobre el papel. El cuerpo me pedía siesta. Alcancé la cama a duras penas y hundí mi rostro en la almohada, dejando que el sueño me codificara los pensamientos de inmediato.
Desperté alrededor de las siete y media, desorientado, con el cuerpo hecho una piltrafa, la mente desagradablemente húmeda y un sabor a calderilla en la boca. Nada anormal después de una siesta. Me arrastré hacia el temario como un tullido, esta vez dispuesto a vencer a la primera página. Puede decirse que hicimos tablas. Aparté el mamotreto de fotocopias a un lado y arrimé la silla a la ventana, donde la tarde se despedía en una menstruación rosada y malva. Por más que lo intentase, la coincidencia de los sueños no se me iba de la cabeza. Blanca debía de estar al llegar. Decidí contárselo. Al fin y al cabo, aquello nos incumbía a los dos, ¿por qué ocultárselo?, ¿por qué aquel tonto afán de protección? Sí, se lo diría en cuanto llegase. Así podríamos hablarlo, restarle importancia o lo que fuese. ¿Qué podía pasar? Probablemente ni siquiera me creyese. Para empezar, yo carecía de pruebas. Y para terminar, seguro que acabaría riéndome mientras se lo contaba, abortando cualquier remota posibilidad de que ella me creyese.
La noche llegó, alquitranando el cielo con calma de obrero mal pagado, y el río, allí a lo lejos, encajonado entre los edificios, se volvió plateado y se dejó tatuar por los neones de la orilla como un marinero borracho. La noche llegó, sí, pero Blanca no. Y yo seguí en la silla, inmóvil, meditabundo, poca cosa contra la estampida de sombras que arrasaba el estudio. Al pensar en comer algo, descubrí cierto revuelo en el estómago. Estudiándome con detenimiento también advertí que, aunque de forma imperceptible, mi mente comenzaba a nublarse. Pensar se volvía más trabajoso a cada segundo. Lo achaqué al cansancio y las preocupaciones que habían adobado aquel maldito día de mi existencia, que al parecer se resistía a finalizar. Era, sin embargo, un mareo agradable, en absoluto febril, que a medida que se intensificaba iba restando importancia a las cosas, acolchando los salientes del mundo. En cierto momento, miré el reloj y descubrí que eran las dos de la madrugada. Sería embarazoso para ambos, atiné a pensar, si Blanca llegaba y me encontraba en la silla a esas horas, como el muñeco de un ventrílocuo. Yo no era su padre. Ella no era mi hija. No había ido al baile del instituto con el capitán del equipo de rugby, dueño del Porsche con los asientos traseros más peguntosos del estado. Decidí tumbarme en la cama y fingir que dormía.