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Al abrir la puerta del estudio, Blanca se encontró con un Alejandro de ojos llorosos e hinchados, con el cuello empedrado de ronchas enormes y rojizas, y que no cesaba de estornudar.

– ¿Qué diablos te ha pasado?

Relaté el episodio del gato, trufado de estornudos y maldiciones. Ella me hizo pasar al baño, sacó una pomada del armarito y me la aplicó.

– Yo también soy alérgica a los gatos, cariño -dijo para animarme-. ¿Ves lo parecidos que somos?

Remató aquella sentencia con un beso. Un beso breve y compacto, de ésos de afecto. Un beso que yo recibí sin ganas, aun sabiendo que nuestros labios nunca volverían a encontrarse, que mi boca ya no sería más hangar de su deseo y mi lengua ya no echaría más pulsos con la suya.

– Voy a prepararte algo de beber que te calmará. -Yo permanecí sentado en el inodoro, como una versión kitsch del Pensador de Rodin. De pequeño teníamos un gato que se llamaba Jedi. Obligué a mis padres a que me lo compraran para paliar los largos inviernos sin Wenceslao. Yo jugaba con él por las tardes, al volver del colegio. Y los fines de semana casi todo el día, hasta acabar rendidos. Éramos inseparables hasta que nos separó la furgoneta del panadero. Por la valla trasera del jardín, además, remoloneaban otros felinos, homeless atigrados, curtidos de heladas nocturnas y perdigonadas vecinales, a los que yo alimentaba con trozos de mortadela. Yo había pasado mi infancia rodeado de gatos. De haber querido podría haber abrazado al gato del parque, restregármelo por la cara, lamerlo, morderlo, beberme su orina o practicar con él la sodomía sin el más mínimo riesgo porque yo nunca, repito, N-U-N-C-A, he sido alérgico a los gatos. Nunca, nunca, nunca.

Si es cierto eso que dicen de que cada uno llevamos en el pecho la mitad de un alma y la vida no es otra cosa que la desesperada búsqueda del fragmento complementario, ése donde nuestra porción debe encajar con armoniosa facilidad, sin roces ni esfuerzos, yo había tenido la suerte de encontrarlo, cosa que a la mayoría de las personas les costaba conseguir. Blanca y yo, incapaces de repelernos, nos aproximábamos inexorablemente el uno al otro, encaminados al más perfecto de los ensamblajes, a la más atroz de las ósmosis. ¿Y qué ocurriría entonces? Nos fundiríamos en un solo ser. Ya nos estábamos fundiendo… Blanca estaba mudando sus cosas a mi interior, por así decirlo; estaba trasladando sus sentimientos y sus pesadillas, sus borracheras y su alergia, pronto ni ella ni yo existiríamos por separado, seríamos un solo ser, una única alma. ¿Habría empezado yo también a abordarla y ella aún no se había percatado? ¿O acaso disimulaba? ¿O acaso aquél era un pulso donde sólo sobreviviría el alma más fuerte, la más preparada, la más sensible y rica, la única merecedora de tal nombre? Qué sería de mí en tal caso. En cualquier caso.

Deseé una última comprobación. Pensé: mandolina, y salí a buscar a Blanca. La encontré en la cocina, exprimiendo limones.

– Dime la primera palabra que te pase por la cabeza -pedí. Ella me miró sin entender.

– Dímela -repetí.

Blanca se encogió de hombros ante mi insistencia, cerró los ojos, los abrió y dijo:

– Mandolina.

Ahí lo tenía. Mandolina, mandolina. Mira que se lo había puesto difícil, y sin embargo, no podía ser de otra forma. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Ni mucho menos. Llegada la hora de sentir en mis entrañas el terror más puro, de ir pensando en una esquela ingeniosa, sólo fui capaz de sentir un terrible hastío. Mi corazón había perdido su capacidad de maravilla.

– Tómate esto -me dijo Blanca, poniendo entre mis castigadas manos un vaso de zumo de limón-. Voy a comprar unos materiales. Volveré enseguida para seguir cuidándote.

Me lanzó un beso -ése no cuenta, pensé- antes de cerrar la puerta y desaparecer.

Tenía el tiempo justo. Me acerqué al fregadero y arrojé el zumo por el desagüe. Luego busqué papel y lápiz y escribí cuatro tonterías. Pegué la nota en la puerta del frigorífico, arranqué mi póster de Star Wars de la cabecera de su cama y me marché. Enfilé hacia mi apartamento con la cabeza gacha, el cuello pegajoso de pomada y los ojos llenos de lágrimas que ya no eran de alergia. Nadie me vio huir en la unánime mañana.

9

Me jode ir al Insomnio los sábados por la noche porque está siempre hasta el culo de gente que me pregunta por Artemisa. No hay una puta mesa libre y hace un calor insoportable. Richi, que está currando en la barra, suda como un cerdo. La melena rubia, de día sana y aleonada, como de surfista californiano, desfallece de noche sobre sus ojos turbios, como un alien de trapo que deba apartarse cada dos por tres con sus gestos de maricón antes de que le haga suyo. Nos abrimos paso hasta él, sudorosos y ebrios, por entre la gelatina de cuerpos, buscando siempre los desfiladeros que forman los traseros y escotes más desprendidos y menos vigilados. Los sábados la noche ya no es oscuridad, ni armarios llenos de monstruos horribles, ni insomnio, ni estrellas cursis, ni películas subtituladas en la tele, la noche, en sábado, es un gran galeón sin rumbo en un mar encabritado, una libertad nacida en las entrañas, breve y loca, que teme el insecticida de la alborada, nueve horas para no ser tú, nueve horas sin tiempo donde quemar los recuerdos y cobrar una virginidad momentánea que te impida reconocerte contra un cuerpo tibio, de paso por una boca desconocida, desvalijando un sostén, derramándote abruptamente contra la puerta de cualquier servicio, surcada de confesiones obscenas y demandas disparatadas, oyendo un número de teléfono que no será recordado, y el alcohol, el carburante imprescindible, el antifaz obligado, haciendo que todo ello parezca un sueño, un desvarío, algo terriblemente lógico.

César, novelista que busca la fórmula del best seller, todo huesos y risa tonta, malherido por la bayoneta de la noche, se contonea hasta alcanzar la barra y vuelve con un mini de whisky con Cocacola y tres pajitas rayadas que nos buscan el hígado, y sobre las que nos abalanzamos Julio y yo, deseosos de seguir muriendo con disimulo entre miles de cómplices en esta macroautoinmolacion colectiva que muchos aseguran que es la verdadera vida.

Y de pronto el maldito nombre, la herida que no cicatriza: ¿Artemisa? Está en la sierra. No, de camping no, informo a una tal Sara, larguirucha y dentuda que se me presenta como amiga de la susodicha, está enterrada bajo tierra, desmembrada, ¿por qué parte determinada preguntas? La pájara se larga, indignada, en busca de un macho, de unas manos que le tasen las estrafalarias nalgas y una lengua que haga de pez en la desafortunada pecera de su boca para que cuando expire la noche se sienta con fuerzas para continuar. Julio y César, tentetiesos rellenos de alcohol, se deshacen en carcajadas, me palmean la espalda, dicen no sé qué sobre lo bien que lo llevo, y yo río con ellos, doy un trago del brebaje y vuelvo a reír, siguiendo con esta comedia alienante, con esta farsa hueca, deseando estar en cualquier otro sitio, viendo amanecer en alguna playa perdida y solitaria, desenmascarado de música e incongruencia, esperando a que alguna ola arroje a mis pies una sirena que se enamore de mí y me lleve consigo al fondo del mar, lleno de llaves y corales, donde nunca sea sábado por la noche y para amar no se necesite más herramienta que el corazón.

¿Artemisa? Arte hace la calle en la Alameda; Arte está en el Tíbet, ofreciendo a los monjes una alternativa de nirvana más rápido y grato… Ahora un mini de cerveza, un crepúsculo amortajado en el interior de un enorme vaso, y sé que hay algo más aparte de beber y bailar y hacer muecas, sé que hay algo detrás de todo esto, aunque no pueda verlo ahora. César me aporrea el hombro y me dice que él también es un fanático de la saga de Star Wars y se pone a comentarme su escena favorita y yo pienso en ti, Javi, pienso en que me gustaría cruzar la noche a tu lado, siguiendo tus instrucciones, y miro los rincones con la esperanza de verte bailando con alguna chica, fingiendo ser uno más pero sin que nada de esto te toque más de lo necesario. Enciendo un cigarrillo mientras Solo refugia a Luke entre las calientes vísceras del tauntaun y huyo a la barra con cualquier excusa, y me esfuerzo en pensar en ti, Blanca, porque por muy contradictorio que suene necesito pensar en ti ya que he salido a olvidarte y olvidarte así, sin que medie en ello mi voluntad, no vale; me concentro, intento dibujar tu rostro selenita en este aire pegajoso y entonces aquella chica, la morosa panorámica de su mirada, insinuadoramente lenta al llegar a mí, y la mía, reaccionando por inercia, juguetona y lúbrica, un diálogo de pupilas, una tasación rápida a través del mimbre del humo. Pelo castaño, ojos grandes, verdes, soleados, labios airosos, distorsionados por el carmín; está sentada en una mesa, nuestra mesa, Arte, atrincherada por las amigas, pero su cuerpo se entrevé flexible, amazónico, frutal en los dientes, sabio en la cama. Da una calada de Fortuna y deja escapar un humo blancuzco, que la sabe por dentro mejor que cualquier hombre, nos miramos más, con descaro, con algo que es ansia, curiosidad y noche.