En realidad, aunque no lo aparentase, los apocalípticos mensajes de Blanca me apenaban. Desde mi huida, sus llamadas se hicieron frecuentes. Al principio, sólo quería saber por qué. Yo me limitaba a improvisar variantes sobre lo expuesto en la nota de ruptura. Pero aquellas respuestas no la convencían. Quería la verdad. Quería que al menos fuese lo suficientemente hombre como para contarle la verdad. Pero la verdad, ay, era horrible y disparatada, y nos quedaba demasiado grande a los dos. Luego, ante mi inexpugnable silencio, optó por el dramatismo. Pero sus avisos de suicidio resultaban poco creíbles. Reconozco que la primera vez me alarmé, y me hubiera plantado en su casa de no ser porque a los cinco minutos me volvió a llamar quejándose de que no tenía somníferos. Al día siguiente, me comunicó que ya los había comprado en la farmacia. Me contó que la dependienta la había liado a preguntas y que no salió muy convencida con lo que había adquirido, pero se animó al leer en el prospecto que dosis extremas de aquello podían causar paros cardiacos. Le dije que me alegraba mucho de que no hubiese tirado el dinero.
A mí me exasperaba aquella situación. En el fondo, yo seguía queriendo a Blanca. La echaba de menos. Muchísimo. El cielo pesaba más de lo debido sobre mi cabeza y los cuadros de Cy Twombly nunca me habían dicho tanto. De noche, embaucado por el sueño, la buscaba a mi lado infructuosamente, hasta que caía en la cuenta de que lo nuestro había terminado. Sus insultos, cuando los había, me conmovían. Blanca era como una niñita encantadora tratando de amenazarme con una pistola o una navaja, algo que resultaba incongruente en sus manos. Blanca, ya lo decía su nombre, era blanca como la espuma y la nata, como las cigüeñas y el luto de los chinos, y sus mentiras eran blancas, y su amor había sido blanco, y el único odio que sabía ejercer era aquel emplasto de hastío e ironía que empleaba contra el mundo en general, aquella perversidad insensata de panfleto clandestino. No había en su corazón resquicio alguno para la verdadera maldad, para esa furia despechada dirigida hacia algo o alguien en particular. Sus llamadas no pasaban de una dulce pataleta. Y ahora, con mucha mayor claridad que antes, veía cuánto me amaba ella, lo imprescindible que yo había llegado a resultarle. Nadie me querría así nunca. Nadie. Nunca.
Confortado por la cerveza, salí del bar e ingresé en una riada de personas que, aprovechando mi falta de decisión, me arrastraron calle abajo, hasta depositarme en una esquina desde la cual, con un poco de imaginación y dinamitando algunos edificios de escasa relevancia como la catedral, podía apreciarse a lo lejos el estudio de Blanca. Me la imaginé asomada a la ventana con el tubo de pastillas, haciendo un brindis macabro a la ciudad y llevándoselo a los labios, para escupirlas luego, porque en el fondo, le bastaba con ese gesto tétrico y el suicidio le sobraba. Éramos tan iguales…
Barajé la posibilidad de hacerle una visita. Decirle algo así como que yo no merecía todo aquello, que el mundo estaba plagado de tíos que esperaban su oportunidad de conocerla, qué se yo… Pero presentarme en el estudio empeoraría las cosas, estaba seguro. Desde el principio. Blanca se había limitado al teléfono, sus motivos debía de tener para ello, y yo no podía rebasar aquella especie de línea de tiza tras la cual había decidido protegerse, si no era para borrarla definitivamente. Además, una vez allí, ¿qué me impediría abalanzarme sobre ella y abrazarla, hacer que nuestros labios se encontrasen de nuevo, mandarlo todo al demonio y aceptar feliz mi destino, que no era otro que desintegrarme en sus brazos, que morir de amor?
No, es una historia acabada, me dije, reafirmando mi postura con un giro brusco, dispuesto a encaminarme hacia mi apartamento con decisión. Lo cual me llevó a tropezar con uno de los muchos viandantes que transitaban por la atestada acera. Mascullé un perdón y estaba a punto de seguir mi camino cuando reparé en que la colisión había hecho que al accidentado se le cayera una cuartilla de las manos que casi me llevaba arrastrándola con el zapato. Caballerosamente, me apresuré a recogérsela. No pude, mientras lo hacía, evitar la indiscreción de leerla. Era una lista de nombres, siete u ocho, escritos con una bella caligrafía gótica. El primero de ellos se encontraba tachado con Edding rojo. Blanca Cárdenas Tejedor, mi querida pintora, ocupaba el segundo lugar de la lista. Alcé la vista hacia el propietario de la enigmática cuartilla. Mis ojos hubieron de trepar por una túnica negra, una ladera escarpada y flamante rematada en las alturas por una siniestra capucha de verdugo, y más allá aún, por una guadaña de aspecto feroz, tan grácil y reluciente que daban ganas de ofrecerle el cuello. Del cavernoso interior de la capucha planeó hacia mí la mirada impasible de unas cuencas vacías y la sonrisa excesiva de una boca privada de labios. Me incorporé, y apenas le tendí respetuosamente el papel, una mano -un ruinoso manojo de falanges, para ser exactos- me lo arrebató con gesto airado, visiblemente molesta por mi intromisión. Luego echó a andar con rapidez, sin dar las gracias. Le observé cruzar la calle con la guadaña en ristre, a grandes zancadas, hasta detenerse en una parada de autobús que había enfrente, la que, si no recordaba mal, tenía una escala justo debajo del estudio de Blanca.
Así que Blanca por fin se había decidido… Me invadió un escalofrío. Me la imaginé tirada en el suelo, con los ojos llenos de vidrio y la boca ribeteada de espuma, esperando a la muerte. Y La Muerte acudía a su cita en autobús como tu y como yo, sin el glamour que le prestaba el caballo blanco de los grabados, pero dispuesta a arrebatarle la vida como la profesional que se veía que era. En ese momento, el autobús se plantó ante la parada, lanzando su sempiterno bufido de dragón fatigado, y una jauría de personas se dispuso a obstruir sus puertas. La Muerte, entre codazos y empellones, bajando la guadaña para que no golpease en el dintel, logró pasar a su interior, aunque se quedó sin asiento. El autobús, con temblor de epiléptico, ingresó de nuevo en el congestionado tráfico.
Ver perderse el autobús por la avenida me hizo superar la parálisis que me inutilizaba. Me precipité entre el tráfico en busca de un taxi, haciendo desesperados aspavientos entre pitidos, y a punto estuve en varias ocasiones de engrosar la lista que La Muerte llevaba encima. Finalmente, me hice con un taxi y vociferé la dirección de Blanca, atisbando el trasero del autobús a unos cincuenta metros por delante, contoneándose sin gracia entre barricadas de coches.
La carrera distó mucho de las espectaculares persecuciones a que nos tiene acostumbrados Hollywood. El tráfico fluía con la viscosidad del esperma, y no bien rebasábamos al autobús, quedaba empantanado el taxi y éste nos adelantaba trabajosamente, con la precariedad majestuosa de las barcazas japonesas, los pasajeros apelotonados como hamsters y La Muerte entre ellos, tratando de que en los balanceos su guadaña no hiciera horas extras. Tanto mi frustración como mi entusiasmo se traducían en frenéticos golpes contra el asiento del conductor, los cuales acabaron por exasperar al taxista, uno del tipo canoso y tripón, que no tardó en despotricar entre dientes contra el abuso de drogas al que tan alegremente se entregaba la juventud. Afortunadamente, en el último tramo del recorrido, el autobús encalló en una rotonda y pudimos pasarlo. Cuando nos detuvimos enfrente del estudio, lo hicimos con una ventaja aceptable, pero su llegada era inminente. El taxista me informó del coste del viaje con cara de pocos amigos y yo introduje los dedos en los bolsillos sólo para descubrir lo vacíos que estaban. Nos miramos durante unos segundos, como personajes de un spaguetti western. Era cuestión de rapidez. Abrí la puerta y eché a correr hacia el portal de Blanca. El taxista intentó placarme sin conseguirlo. Le oí llamarme cabrón mientras subía los escalones de dos en dos. Alcancé la puerta del estudio y, resoplando, rebusqué entre los tres o cuatro tiestos que adornaban la pared, pues sabía que Blanca escondía una copia de la llave en alguno de ellos. Mis dedos revolvieron violentamente entre los geranios, despanzurrándolos en su mayoría, hasta que dieron con la llave. La introduje en la cerradura y abrí la puerta. La cerré apresuradamente a mis espaldas, decidido a hacerme fuerte en su interior. La tarde se rendía y una luz desharrapada había tomado el estudio. Traté de localizar a la pintora entre la bandada de cuadros.