– ¡Blanca…! -grité, cruzando el cuarto a trompicones, pues el suelo estaba cubierto de platos y cajitas de comida china. Un débil gruñido me hizo mirar hacia la cama. Mis ojos se clavaron en el tubo de pastillas vacío que había en el suelo, junto a una mano laxa. Treparon raudos por el brazo pálido que colgaba del colchón, alcanzaron el hombro tembloroso, el cuello atormentado, hasta arribar en la pasa rosada de su boca, un géiser de gemidos entrecortados y espumarajos verdosos.
– Blanca… Oh, Dios, Blanca… -susurré, inmóvil ante la espantosa escena.
Blanca se agitaba en el lecho con los ojos turbios, la frente empapada de sudor, las facciones revueltas. Esperaba a la muerte entre retortijones. Pero yo me había adelantado. Yo había llegado antes. Debía hacer algo, y rápido. Me abalancé sobre ella y la incorporé.
¿Qué podía hacer…? Le aparté el pelo de la cara y le eché la cabeza hacia atrás. Y pensé en tejeringos. En tejeringos. Por raro que suene. En los tejeringos del bar de abajo, donde íbamos desayunar. Unos tejeringos de repugnante aspecto que sólo a Blanca parecían encandilar, tejeringos que quizá ya nadie fuese a consumir, tejeringos que crecerían en número alarmantemente, que desbordarían la vitrina donde los exhibían, que ganarían la calle, aceitosos, humeantes, como un terror sin forma.
– ¿Álex…? -musitó ella con un hilo de voz, antes de encontrarse con el inopinado ariete de mis dedos venciendo la resistencia de sus labios, profanando su boca, hincándose como garfios en la blanda humedad de su garganta, por donde minutos antes había pasado la mortífera caravana de pastillas.
Blanca lanzó una arcada y yo reafirmé la presión de mis dedos. ¿Daría resultado? Me apartó entonces de un manotazo, se dobló sobre sí misma, aferrándose al borde de la cama, y tras varios ensayos angustiosos, las entrañas le subieron por fin a la boca y Blanca pudo disparar al suelo la primera salva de vómito, que resultó tremendamente favorecida por la falta de luz. El resto fue fácil. La observé vomitar desde la ventana sin poder hacer nada, encogida y gimiente, sola contra su cuerpo amotinado. Contemplé agradecido cómo con cada viscosa descarga que descendía hacia el suelo, la vida le ascendía a las mejillas en un trueque convulso. Cuando terminó, se dejó caer sobre la cama, exhausta pero menos muerta. Yo me acerqué a ella y le limpié el residuo de vómito de las comisuras de los labios con el pico de las sábanas. Sus ojos seguían igual de borrascosos, pero se las ingenió para sonreírme. Cogí el teléfono y pedí una ambulancia. Mi voz sonó lastimera, culpable, rodeada por todos aquellos lienzos que reflejaban mediante manchurrones negros y grises el alma con que Blanca había convivido estas últimas semanas.
En ese momento llamaron a la puerta. ¿Quién será el inoportuno?, me pregunté antes de caer en la cuenta de que sabía de sobra de quién se trataba. Luché por serenarme. Me dirigí hacia la puerta sin excesivas prisas. Abrí. La Muerte se mostró sorprendida de encontrarme allí. Me dedicó una mirada extraña, con la cabeza ligeramente torcida, y supuse que era su forma de fruncir el entrecejo. Finalmente, buscó en su bolsillo y extrajo la consabida lista. La desdobló lentamente, tratando de dar la mayor solemnidad posible al acto, y de esa forma recuperar el control de la situación. Ella era La Muerte, y los demás, como bien sabíamos, no éramos nada. Eso debía haberla convertido en una ególatra de cuidado.
– ¿Vive aquí…? -se detuvo, volvió a fruncir el ceño, y leyó sin demasiada convicción-… Severiano Iglesias Cuesta?
– No es aquí- aseguré en tono triunfal-. Se ha equivocado.
La Muerte me fulminó con la mirada, cosa bastante meritoria debido a lo deshabitado de sus cuencas. Me encogí de hombros, con cara de buen chico. Allí no vivía nadie con ese nombre, era la verdad. La situación se volvió tensa. Blanca tosió y La Muerte, al oírla, intentó fisgonear por encima de mi hombro. Yo me cuadré ante la puerta, como hacen los porteros de discoteca.
– Le digo que no es aquí -repetí con la mayor insolencia posible.
La Muerte me dedicó una mirada llena de odio, se guardó la lista en el bolsillo, impotente, y volvió por donde había venido, tratando de recuperar la elegancia de su porte mientras maldecía como una ramera de barrio. Yo volví dentro.
– ¿Quién era? -quiso saber Blanca.
– Nadie. Se han equivocado.
Aunque sabía que el agrio aroma del vómito no lograría imponerse al perenne olor a pintura del estudio, abrí todas las ventanas posibles. La brisa de poniente zascandileo por la habitación. Fuera, la noche seguía su curso. Decenas de personas circulaban de un lado a otro, cada una presa de sus circunstancias. La Muerte se agregó a ellos. Parecía enojada: caminaba con resolución, aporreando con su guadaña los contenedores y las farolas que encontraba a su paso.
Recogí el tubo de pastillas del suelo y lo hice girar entre mis dedos. Había estado tan equivocado… De sobra sabía que Blanca se exponía a la vida desdeñando cualquier tipo de protección, sin armadura alguna que restase sensibilidad a su piel. Ella había escogido su propio credo: saborear cada momento intensamente, a riesgo de quedar envenenada, agotar instantes, no dejar pasar nada si podía alzar la mano y atraparlo. Y eso valía para todo, también para explorar aquellos lugares donde no llegaba la luz. Paradójicamente, pensé, las personas que más aman la vida son también las que menos temen perderla. Si Blanca no se había suicidado enseguida era porque aún esperaba una reacción por mi parte, no porque no dispusiera del valor para hacerlo. Al convencerse de que mi postura era definitiva, no dudó en dar el paso. Blanca no servía para ir archivando relaciones fracasadas con la mirada puesta en un horizonte más propicio. Quizá sí, hasta toparse conmigo; ahora, sin embargo, sabía que no podría amar a nadie como me había amado a mi, tenía pruebas suficientes -los dos las teníamos-, y, ¿qué es la vida sin amor, sin ese prisma en el corazón que, aparte de realzar lo hermoso, tiene el poder de hacer que lo neutro se incline hacia lo bello y que incluso lo horrible tenga su razón de ser? El amor es la única forma de vencer lo que de vano y transitorio tiene la vida. Blanca lo sabía y no quería sucedáneos. Ya sólo podía ser yo o nadie. Así de sencillo. Así de terrible.
Según eso, yo también debería pasarme por una farmacia y hacerme con uno de esos tubos, pensé, pues por muchas chicas que me deparase el destino, ya había conocido a la que llevaba en el pecho la mitad que me correspondía, y la había dejado pasar. Pero yo era demasiado cobarde para suicidarme en serio. Por ahora me bastaba y sobraba con los numeritos de la lámpara. Yo me encontraba a salvo de la muerte porque aún no había vivido, porque en el fondo sabía que me quedaban muchas cosas por vivir. Al igual que mucha gente, seguía aquí por pura curiosidad. Quizá, después de todo, mi tolerancia al dolor estaba por encima de la media.
Me senté al borde de la cama y le cogí la mano. Aunque no lo parecía, Blanca estaba fuera de peligro. Su nombre había desaparecido de cierta lista, y eso era lo que de verdad contaba. Le pasé los dedos por el pelo, apelmazado de sudor, por la tersura de pétalo ajado de las mejillas, por esa sonrisa que trataba de mantener el equilibrio en la cuerda floja de sus labios. Aquella postración de enferma, aquel avispero de manchas verdosas que le impregnaba la camiseta y parte del cuello, como si de la más excitante de las lencerías se tratase, despertó en mí una emoción irrefrenable. Nunca me había parecido Blanca tan frágil, tan a punto de desmigarse sobre las sábanas. Y nunca sentí mayores deseos de abrazarla que entonces, de poseerla, no sé, en un coito donde no se inmiscuyera el deseo, donde sólo estuviésemos ella y yo, rebasando aquella mísera escena, amándonos, fundiéndonos si no había más remedio, porque tal vez la vida no fuese más que amar o morir o las dos cosas juntas y deseé como nunca huir de todo, esconderme en ella, respirar con su aliento y vivir con su sangre y mirar con sus ojos…