Me felicité por el discurso, que aparte de informarla de que el monigote sobre el que se había desahogado también sangraba si se le pinchaba, le daba a entender que estaba disponible, que llevaba una vida perra y que necesitaba que alguien me consolara. No pareció en absoluto conmovida.
– Así que para colmo necesitas una explicación… -dijo, casi para sí misma, como si con mi ignorancia acabase por defraudarla del todo.
– Me ayudaría, sí -respondí, cortante.
– De acuerdo. A mí, aunque te suene raro, no me gusta que me den plantón.
¿Qué cojones quería decir con eso?
– No sé de qué me hablas -dije. No se puede ser brillante siempre.
– ¿Ya no te acuerdas de mi pelo de whisky? -me preguntó, pasándose una mano rápida por sus cabellos-. ¿Y de mi sonrisa de anís? -Trazó una sonrisa tipo Jim Carrey-. Me tuviste esperando casi una hora en la Plaza Nueva, estúpido.
Creo que me estaba perdiendo algo. Me encogí de hombros, y mi desconcierto debió parecerle de lo más sincero, pues el furor de sus ojos amainó de pronto.
– Pues sí que estabas trompa… -comentó, dándole a sus palabras un tono de regañina que me sacó los colores.
Me contó entonces una historia disparatada. Al parecer, el sábado pasado yo le había regalado un poema y le había propuesto una cita a la que no había tenido el detalle de acudir. Escuché sus explicaciones con media sonrisa. Me sentí halagado de que aquella belleza inventara todo ese tinglado para atraer a un tipo como yo. Ahora que sabía su juego, podía hacer dos cosas: pasar o jugar. La muñeca merecía el riesgo. Decidí tirar los dados.
– Me llamo Álex -dije con una amplia sonrisa-. Y sí, estaba trompa perdido y no te recuerdo. Debía ser un buen whisky si consiguió que me olvidara de una cara como la tuya. ¿Te gustó el poema?
Se puede ser brillante casi siempre.
– Puede -respondió ella, con una sonrisa recelosa.
La refunfuñante mole del autobús dobló la esquina. Ambos lo miramos avanzar hacia la parada. Al parecer ya habíamos agotado nuestro tiempo.
– ¿Cómo te llamas? -me apresuré a preguntarle.
– Carolina -respondió ella, haciéndole una señal al autobús-. Coral, es más corto.
– Coral -repetí, saboreando el exotismo del nombre, pensando en corsarios intrépidos y tesoros bien enterrados. Era un nombre que incitaba a la aventura, idea que secundaba su cuerpo de trapecista.
El maldito autobús se detuvo ante nosotros y abrió sus puertas. El conductor me obsequió con una mirada entre maliciosa y divertida, contento de que su tedioso trabajo le otorgase al menos cierto poder sobre las vidas ajenas: los conductores de autobuses, como confirmará cualquiera que no disponga de coche, pueden desbaratar conversaciones con toda impunidad, forzar a los enamorados a concluir con un beso rápido o incluso interrumpir discusiones en los momentos más álgidos. Me refiero, claro, a los de la vida real. Los conductores de las películas suelen ser infinitamente más pacientes e incluso algunos de ellos hacen gala de una increíble complicidad.
– Bueno, ha sido un placer -se despidió Coral, poniendo un pie en el primer peldaño del autobús.
– Espera… -dije, obligándola a dejar a medias la subida-. ¿Y si nos vemos otro día?
Coral acabó de subir al transporte, pero se quedó en el primer peldaño.
– Mañana -dijo, regalándome una sonrisa ladina a través de las puertas que el conductor se apresuró a cerrar-. En la Plaza Nueva. A las diez.
No me gustó la forma en que lo dijo, pero no me costaba comprobar si aquello era una cita o una venganza. A la hora de espera en la Plaza Nueva, ya lo sabía. Dejé de hacer el panoli y eché a caminar hacia mi casa, consolándome con el argumento de que de no haberme presentado, nunca hubiera sabido que no me perdía nada.
Pero esa noche Coral y yo teníamos una cita, y el que ella no hubiese acudido sólo era un detalle sin importancia, de lo más nimio, porque esa noche a todo ese azahar que flotaba en la brisa le faltaba la h. Hay un escritor americano que convierte sus novelas en sinceras apologías sobre el azar, esa fuerza inescrutable que nos gobierna con mano invisible y que deberíamos escribir con mayúsculas. Ese tipo hubiera disfrutado con lo que sigue, una cadena de decisiones aparentemente inocuas y arbitrarias que, en contra de todo pronóstico, acabaron por conducirme hasta Coral. Hacía una noche demasiado agradable para meterse en casa. Decidí meterme en un cine, estrechando sin saberlo el cerco en torno a la chica que había comenzado mi periplo y a cuyo lado acabaría. Tiré hacia el más cercano, un multicines. Debido a la temporada veraniega, la cartelera estaba saturada de títulos infantiles. Examiné con detalle las tres o cuatro alternativas que tenía. Durante el trayecto hasta el cine, deprimido por la cita fallida, tras varios circunloquios, mi mente se saltó la regla número uno de la casa y me descubrí pensando en Blanca. Eso decidió la película: me metí a ver Cosas que nunca te dije, una película española que había sido rodada con un presupuesto anoréxico en Estados Unidos, una carambola que, según decían las revistas, estaba saliendo bastante rentable. El cartel hablaba por sí solo: mostraba a los enamorados en una lavandería, esperando que la colada terminase, nada de besos ni abrazos empalagosos, nada de posturitas made in Hollywood, aquello prometía una historia de amor sin trucos, de las de verdad, de ésas en las que uno busca reconocerse y tal vez aprender algo más constructivo que cómo follar con filtros azules, una historia de amor con ropa sucia incluida. Entré en la sala a oscuras, buscando una butaca libre, cosechando murmullos de fastidio cuando mi zarpa invadía alguna bolsa de palomitas o manoteaba un muslo confiscado. Al fin di con una butaca desocupada, y, aunque la cogí empezada, la película no tardó en subyugarme. Era, en efecto, un romance sin glamour, envuelto en lluvia y cielos penumbrosos, ribeteado de soledad y desesperanza, y deseé enormemente recibir aquellas imágenes con la mano de Blanca entre las mías, sintiendo a través de sus dedos cómo se le conmovía el alma. Fue la primera película que Coral y yo vimos juntos, y la única en la que no nos cogimos de la mano.
Salimos del cine envueltos en un embarazoso silencio. Y tomamos la misma calle, una de esas calles extralargas sin bifurcaciones. Estábamos condenados a seguir juntos hasta el centro. El destino se empeñaba en ejercer de celestina.
– Está bien -dijo ella, resignándose a lo inevitable-. ¿Cómo coño lo supiste? No me digas que fue casualidad.
– Fue el azar -contesté en un alarde lírico que no entendió. Me miró de tal forma que tuve que dejar a un lado la poesía a riesgo de perder la vida-. La casualidad, quiero decir.
– Ya -susurró.
No me creía en absoluto. La casualidad rige nuestra vida, pero nadie se percata oye ello. En el cine, la casualidad delata la incapacidad del guionista para resolver situaciones. Puede que Dios no sea mas que un guionista mediocre y chapucero, reflexioné.
Seguimos caminando sin decir nada más, y cada paso que dábamos era una derrota. No había duda: Coral era una princesa cautiva en una torre demasiado alta para mí, un caballero sin suerte ni blasón.
– Ha estado bien la peli, ¿verdad? -comentó ella de pronto, aunque sin demasiado entusiasmo. El camino era largo y era mejor hablar que soportar el silencio.
Me agarré a aquel principio de conversación como un trapecista a su trapecio. Pronto, casi sin darnos cuenta, nos encontramos comentando la película con fervor. Le arranqué un par de carcajadas y eso me envalentonó. Eché mano de todo mi ingenio. Yo sabía que, dadas las circunstancias, comentar la película no era más que un pretexto, una cortina de humo, que en realidad de lo que se trataba era de hablar de nosotros, de enseñar un poco el alma en cada opinión. Agradecí de corazón a Isabel Coixet, la artífice de aquella maravilla, los múltiples meandros que proponía su argumento. Improvisé algunas teorías sobre la soledad, la melancolía, y ricé el rizo hablando del azar, cuyo tentáculo había emergido de la pantalla para envolvernos a nosotros, pues por qué estábamos allí, caminando por aquella calle semidesierta, si no era por capricho del azar. Coral me dio la razón. El final de la calle nos sorprendió, poniendo un maldito cruce delante de nuestras narices. ¿Y ahora? Los dos nos detuvimos, sin saber qué hacer. Sólo existía un 25% de posibilidades de que tomáramos el mismo camino. El primero que diera un paso en su dirección contaba con un ancho 75% para asesinar sin piedad la conversación, para abortar nuestro futuro, cualquiera que éste fuese. Atisbé un bar en una de las esquinas y, antes de que lo insostenible de la situación la forzara a recurrir a la salvadora despedida, le propuse continuar la charla ante unas cervezas. Me miró como quien mira una ecuación de tercer grado. Tragué saliva. Si ella rechazaba la oferta, no confiaba en que el destino se tomase más molestias por nosotros.