– De acuerdo -dijo con una leve sonrisa.
Oí música y el cielo se llenó de fuegos artificiales. Ya la tengo, me dije, sabiendo que en realidad era ella la que me tenía cogido por las pelotas, que es el sitio donde veranea el corazón.
El bar era una tasca de mala muerte: una barra cochambrosa y cuatro mesas mal colocadas. No había un alma. Un televisor, encumbrado sobre la puerta de los servicios, hacía gárgaras con las noticias. El camarero, acostumbrado a los parroquianos habituales, nos miró con cierta sorpresa, incluso con temor, como si fuésemos alienígenas desocupados en su invasión terráquea. Pedimos unas cañas y tomamos la mesa más recoleta. El camarero agregó unas aceitunas daltónicas por cuenta de la casa. Coral las apartó discretamente a un lado cuando éste regresó a la barra. El mugriento decorado, en vez de perjudicar nuestra cita, forjó entre nosotros una solidaridad de náufragos. Entre muecas divertidas y risas disimuladas yo tendía con naturalidad mi escala hacia su torre.
– Cuéntame el principio de la peli -pedí, encaramándome a su balcón.
No hay método más infalible que ése para averiguar si uno podrá o no enamorarse de la chica que le atrae. Eso la vuelve un poco comediante, embaucadora, y nos da una idea aproximada de su inventiva, un ingrediente ornamental que luego, al ir adentrándonos en otras parcelas, agradeceremos. Enlacé mis manos, improvisando un atril para mi barbilla, y la observé escoger las palabras más adecuadas, resaltar los hechos que verdaderamente importaban y desechar lo anecdótico, recrear el suspense de la escena con pausas y aspavientos, intentar transmitirme la misma emoción que la embargó a ella… Sí, podría enamorarme de Coral. Vaya si podría. Bueno, para ser sinceros, llevaba cuarenta y ocho horas dedicado a ello.
Cuando Coral acabó su narración el silencio aprovechó para instalarse de nuevo entre nosotros, pero esta vez era un silencio agradable y dulzón, cómodo como un viejo sofá.
– Siento la putada de la cita -dijo ella al rato.
Así que aquella chica también podía ser amable. íbamos progresando.
– Olvídalo.
Intercambiamos los cromos de nuestras tontas sonrisas durante unos segundos.
El camarero empezó a barrer a nuestro alrededor, aventurando la escoba de tanto en tanto entre nuestros pies, asegurándose de que captábamos la indirecta. Pagamos y salimos del tugurio para no volver en lo que nos quedaba de vida. Coral no parecía de esa clase de chicas que aceptaría seguir la charla en casa, con una copa y la cama sonriendo maliciosa por entre la puerta entornada del dormitorio, así que no dije nada y esa noche no follamos. Pero, tachán, quedamos para mañana.
La noche siguiente le propuse ir a cenar a un mexicano. Coral pidió una ensalada, no soportaba el picante. Tenía una hermana pequeña que se llamaba Lucía y que ese mes estaba enamorada de Brad Pitt; también un hermano que practicaba la natación. Yo tenía dos padres y una vez había tenido un gato que se llamaba Jedi y su fuerza todavía me acompañaba. No entendió el chiste y le pedí una foto suya. Su padre, que era cirujano, opinaba que el cordón umbilical no debía desecharse tan a la ligera y ella había estado en París el verano pasado. Yo le hablé de Javi y le conté algunas cosas divertidas que nos habían pasado juntos, cómo habíamos tratado de montar una empresa con los comemierda o cómo nos emborrachábamos en tascas de mala muerte. Sorprendentemente me dijo que le gustaría conocerle. Rematamos con un helado que tomó despacio, escurriéndole el frío a cada cucharada antes de abrirle la aduana de la garganta. Esa noche tampoco follamos.
La noche siguiente dimos un paseo por los aledaños del río, que estaban alfombrados de coches con los maleteros abiertos, congestionados de botellas. Coral había pasado casi dos años fuera de casa, compartiendo piso con una amiga que el mes pasado se había ido a vivir con un tipo doce años mayor que ella, obligándola a regresar al nido. Le dije que Dios nos había colocado entre las hormigas y las estrellas, para que cada uno decidiéramos hacia dónde mirar y ella me contó que tenía un primo en Barcelona que había dejado embarazada a dos chicas el mismo mes sin que su novia se enterase y yo asentí como si comprendiera de qué rara forma enlazaba aquello con mi comentario. Presenciamos, desde una distancia prudente, una gresca entre un par de chavales pastilleros. Coral trabajaba de secretaria para un amigo de su padre, poniéndole al día los archivos y esas cosas; no le pagaba mucho, pero tampoco le metía mano. De regreso a casa, yo tampoco le metí mano, así que esa noche tampoco follamos.
La noche siguiente fuimos al concierto de Ketama. Coral brincaba y coreaba todas las canciones, yo daba saltitos y movía los labios, como hacía de pequeño en misa con el padrenuestro. Su primera vez fue en verano, en una playa de Málaga, y fue por amor, por el amor de un extranjero que se llamaba Salman y que no le había mandado una puta carta después de aquello. Mi primera vez fue en el gimnasio de mi instituto, y fue por aburrimiento, sobre una colchoneta que apestaba a abdominales y con una dispensada como yo, mientras el resto de la clase se partía el pecho dando vueltas al campo de fútbol. En realidad mi gran amor de aquel entonces era una sirena, pero ni ella tenía por dónde entrarle ni yo dinero para encargar un traje de submarinismo con aberturas especiales. Coral aborrecía las películas de Woody Allen y coleccionaba cajas de cerillas y en el portal de su casa me besó y yo arriesgué una caricia, pero esa noche tampoco follamos.
La noche siguiente fuimos al cumpleaños de una amiga suya supersimpática que se llamaba Sara y que por las puñetas de la vida y los retruécanos de la amistad resultó ser la misma Sara con que Artemisa me había sorprendido en la cama, ahora enrollada con un gigante amenazador llamado Ricardo, al que de entrada no parecí caerle bien, no se si porque sabía que mi cosita se había alojado con anterioridad donde ahora reinaba su COSA, o sencillamente porque sí, porque en este mundo amar al prójimo no es una ley sino sólo una sugerencia. Coral le regaló a la festejada unos pendientes de cristal verde con forma de lágrima y yo me dediqué a huir de su pertinaz acoso durante toda la noche, mientras la gente se emborrachaba, follaba en el baño, vomitaba en el fregadero y comentaban lo moderno y solidario de encargar a Sebastián, un tío que había tenido la mala suerte de nacer sin brazos, la labor de pinchadiscos. Esa noche no follamos, ni falta que hacía.
La noche siguiente, sábado, iniciamos una ronda de bares que acabó en el Insomnio. A Coral no le gustaba cocinar y de pequeña creía que su vecino era un vampiro porque vestía siempre de negro, llevaba el pelo muy engominado y sólo salía por las noches. Era gigoló; y en aquel entonces, aquella palabra sin significado que te llenaba la boca de chicle al pronunciarla, la aterrorizó aún más. Me cogió la mano y me pidió que le recomendara algún libro de poesía, pues estaba atravesando un estado en que le parecía que cualquier poema hablaba de ella, y lo hacía con mucho más tino. No sé qué imagen mía se había formado, pero mis ojos no acostumbraban a pacer demasiado en los verdes campos de la poesía, y sacar el nombre de alguno de esos poetas que nos hacen odiar en el instituto me pareció vulgar y ridículo; tuve que escurrir el bulto: le dije que la mejor poesía era la que no era consciente de serlo y le recité un titular que había leído por la mañana: Una universidad británica trata de descifrar los secretos de las auroras boreales. Esa noche fue pródiga en besos, y supe que su boca albergaba también una lengua, húmeda y juguetona como la que más. Me dio una foto suya, con pelirroja incluida, por supuesto. Al despedirnos, ella se estrechó contra mí, acuñando sus poderosas formas en mi piel derretida, y me susurró que se sentía especial a mi lado, pero esa noche tampoco follamos… en la realidad. En los privados aposentos de mi mente fue otro cantar.