Etcétera, etcétera, etcétera…
Y así hasta enamorarnos. Creo que ha quedado suficientemente claro que nuestro romance siguió los cauces más tradicionales. Fue un amor políticamente correcto.
El fantasma de Blanca, por supuesto, flotaba sobre nuestra relación, que se formaba pieza a pieza, como un mecano, evaluando cada situación como una maestra severa. Algún idiota dijo que las comparaciones son odiosas. Puede, pero son sobre todo reveladoras, necesarias e inevitables. Comparar es la única forma de saber. Y yo quería saber, y por eso comparaba. Y como Artemisa, si es que alguna vez había sido algo, ya era historia, Coral y Blanca iniciaron un inopinado duelo en mi cabeza, dos luchadores de sumo en huelga de kilos que trataban de expulsar al rival del círculo de arena.
Si amar a Blanca había sido exactamente eso, amar, amar a una mujer sin pasado, sin ataduras, amar únicamente lo que veía en aquel momento, un ser de humo, estimulante como la marihuana y espontáneo como los cuentos de Boris Vian, un ser cristalino al que comprendía como si lo hubiese creado yo mismo, amar desde el primer momento, con un sentimiento uniforme, que no crecía día a día porque era algo infinito, y saber con absoluta certeza que yo era amado de la misma forma, sin tener que anunciarlo con besos ni te quieros, sin explicaciones, sin dudas; amar a Coral era, sin embargo, luchar por meter el amor en una maleta llena de cosas que ella consideraba imprescindibles, amar a Coral era tratar de orientarse desesperadamente en las conversaciones con su padre, de enarbolar una sonrisa educada durante la cena de los domingos, de sobrellevar con su hermano, un rebujo de músculos fanático del Madrid, una camaradería falsa, era exiliar las manos a los bolsillos cada vez que su hermanita, un pastelito que haría las delicias del mismísimo Nabokov, se me tiraba encima en la piscina, era lidiar con sus amigas e incluso con algún ex novio que me dedicaba guiños y sonrisas, como si fuéramos miembros de alguna fraternidad, era percibir un molesto rastro de beligerancia cuando intercambiábamos opiniones, era rebuscar a diario en sus más banales comentarios el indicio de un amor que sólo se le subía a la cabeza en contadas ocasiones, cuando había velas o luna llena o nada mejor que hacer, y que durante el resto del día uno debía creer que estaba allí, como un espíritu maligno que esperaba una orden suya para poseerla. Era soportar su mal humor, sus manías, sus broncas y sus reconciliaciones, porque una mujer, a excepción de Blanca, no podía dedicar al amor todo su tiempo. Y, ¿cómo saber qué forma de amar era la válida? El amor de Blanca era tan perfecto que sonaba a espejismo, a ficción, a mitología. Coral, por su parte, me ofrecía un amor imperfecto, aquejado de dudas, emponzoñado de realidad y miseria, un mejunje de necesidad, egoísmo e inseguridad, y todo ello me obligaba a aguar mis sentimientos, a olvidarme de locuras y desafueros y perder las riendas, a dedicarle una mínima parte de todo el amor en el que me hubiera gustado ahogarla. Y sin embargo, sabía que ella me quería, que cada día me iría queriendo más, y me gustaba que fuese así, que fuese un amor hecho a sí mismo, que peligrase por cualquier cosa y que tuviese un extrarradio lleno de suburbios infectos, porque la vida no era un camino de rosas sino un sendero de cabras embarrado y el amor no podía ser gratis porque nada lo era. Mi alma y la de Coral no encajaban para nada, eso era evidente, y nunca lo harían. Debíamos recurrir al papel celo, a realizar un apaño y rezar para que aguantase… Y eso era el amor, ¿no? El amor de los desafortunados, de los que nunca encontrarían su mitad. Un amor que tenía que bastarme, como le bastaba a los demás.
Hicimos el amor casi dos meses después, una noche trémula de finales de septiembre, ese mes de tránsito, esa treintena de días con problemas de identidad, donde todo tiene un regusto pasajero que parece incapacitarle para soportar sucesos importantes. El verano agonizaba sin prisas, el otoño apenas se insinuaba con alguna brisa más fresca de lo normal y la ciudad, desde cualquier sitio que se la mirase, cobraba ese aire de relicario encantado, ese aliento inexplicable que la publicidad, tan sabia ella, había denominado líricamente duende. Coral estaba sentada en el sofá, hojeando una revista, y de repente deseé liberarla de esa costra mundana y verla brillar bajo las estrellas, como si yo fuese un pigmalión ocioso. Pensé, idiota, en un paseo en coche de caballos. Habíamos pasado por una de esas semanas tontas y esa noche quería la revancha, la quería romántica, la quería para mí, sin tener que compartirla con la tele ni robársela al sueño.
– ¿Y si cenamos fuera? -propuse.
Nada más plantearlo, llamaron a la puerta.
– Demasiado tarde -dijo ella con una sonrisa misteriosa.
Fui a abrir y me encontré con una pizza sin anchoas. El pizzero insistía en sus miraditas por encima de mi hombro. Le arrebaté la pizza y le cerré la puerta en las narices. A la mierda mi noche romántica… Arrojé la pizza sobre la mesita del salón.
– Te he dicho mil veces que no pidas nada a la pizzería del barrio -mascullé, enojado.
– Pero, ¿por qué? Es la más cercana, es lógico que…
– No me gusta ese tipo -expliqué, acercándome a la ventana-. No estoy seguro, pero creo que me vigila.
– Mira que eres paranoico… -se burló ella-. El Mundo contra Alejandro Alcina. Siempre ha sido así y así siempre será.
Pasé de contestarle. Descorrí la cortina con cuidado. El repartidor se encontraba bajo la ventana, sentado en su moto, tomando frenéticas notas en un grueso cuaderno. Cuando acabó, lo guardó satisfecho en la caja de las pizzas, miró hacia la ventana, inclinó la cabeza en una especie de saludo enigmático y arrancó. Paranoico, ¿eh?
Tomamos la pizza en el sofá. Ya cenados, cogí el mando a distancia, resignado a una noche insulsa huyendo de bazofia en bazofia en un zapping tedioso, y me encontré con la mano de Coral sobre la mía, como una sorpresa tibia y agradable.
Se acercó a mí gateando por el sofá y me besó. Aún no está todo perdido, pensé mientras respondía a su beso, un beso que progresaba inusitadamente en mi boca, que se demoraba demasiado, que se desdoblaba contra mis labios, un beso prolijo, frondoso, húmedo y peleón que me dejó una herrumbre oscura y delictiva en las comisuras. Miré sus ojos y entonces supe. Supe que aquella noche sucedería, que la pizza había sido la última pieza de un montaje meticuloso. Supe que aquella noche, que para mí era una noche cualquiera perdida en el calendario, para ella era La Noche, una noche escogida entre muchas otras, una noche que de alguna manera había calculado que cerraría una jornada tranquila, una mañana laboral sin demasiados ajetreos y una tarde desocupada en la que poder relajarse y disipar cualquier preocupación, cualquier tensión que supusiera un lastre para el disfrute que se avecinaba, una noche que probablemente había estado anhelando y temiendo durante toda la semana sin que yo tuviera la más remota idea. Lo comprendí sin dificultad, estaba escrito en sus ojos con una caligrafía reluciente y clara que distaba mucho de la letra de médico que solía encontrar en sus pupilas, no sé si para que yo pudiera leerlo sin problemas o porque se sentía incapaz de esconder una decisión así, lo cierto es que allí estaba aquel brillo que publicitaba amor, o al menos su materia prima, algo que debía ir manufacturándose con los días, madurado en tardes de cine y parques como el vino al arrullo del tiempo, y que al parecer había sido juzgado como suficiente para entregarse a mí al fin sin tener la impresión de estar cometiendo una imprudencia, algo de lo que luego habría de arrepentirse.