Выбрать главу

Al certificar eso, un calambre de excitación y vértigo me recorrió de arriba abajo, y mi mano diestra, que el primer arrumaco había situado en la cornisa de su cadera, se estremeció de gozo, como un peregrino harto de senderos angostos que de repente desemboca ante la inmensidad de una llanura vasta y sobrecogedora, toda para sus míseras sandalias. Sentí un cosquilleo perverso en la punta de los dedos, sabedores de que esta vez no habría aduanas, de que esta noche se emborracharían de texturas nuevas y arderían hasta la muerte, y los noté encogerse dolorosamente, como intimidados por los secretos encantos que le esperaban. Me pregunté de refilón si no habría sido la prohibición lo que en otro tiempo los había vuelto tan temerarios, y acabé por sonreír como un niño goloso que pide permiso para estropear la tarta. Ella me devolvió la sonrisa y hundió su rostro en mi cuello, como una leona en la carroña, incitando a mis hormonas a la rebelión. Luego buscó mis ojos para comprobar los estragos, y torció ligeramente la cabeza, no sé si algo decepcionada por mi envaramiento.

Apreté los dientes. Tenía que reaccionar, reponerme de la sorpresa. Llevaba soñando con aquel momento casi desde siempre y ahora los nervios se me amontonaban en el estómago. Sentía deseo, sí, pero también muchas otras cosas que no tenía tiempo ni fuerzas para estudiar. Cerré los ojos y respiré hondo, ascendiendo a un nirvana improvisado que extendió el hielo picado de la relajación por mis miembros. Abrí los ojos. Me tocaba mover. ¿Por dónde empezar? Tiré de mis agarrotados dedos hacia arriba, hacia el hermoso bodegón de sus pechos, tantas veces vedado, arrastrándolos trabajosamente, como un arado por los surcos de su jersey. Coral entrecerró los ojos. Se la veía confiada, manejando la situación con un aplomo dulce. Sentí cómo mis yemas se quemaban y ardían a medida que se aproximaban al objetivo, lentas y enajenadas, abriéndose como tulipas de cristal sobre la anhelada redondez.

En ese momento sonó el teléfono. Ambos nos sobresaltamos y lo fulminamos con la mirada. Recordé que era jueves y mascullé una maldición.

– Debe ser mi madre -informé sin intención de ir a cogerlo-. Me llama todos los jueves… Ya se cansará.

Esperamos a que eso sucediera sin mover un solo músculo, mi mano detenida a un paso de su pecho, su boca empuñando un beso que no llegaba, mirándonos con esa ansiedad con que los niños contemplan tras la ventana un aguacero que les prohíbe salir a jugar. El teléfono continuó sonando con insolencia, condenándonos a aquella proximidad mareante, haciendo que el deseo se agitara en mi estómago como un pulpo atrapado en una rejilla eléctrica. Me imaginé a mi madre al otro lado de aquellos timbrazos castradores, sentada pacientemente en su mecedora del salón, decidida a hablar conmigo como todos los jueves. Y supe que estábamos a su merced; pensé incluso que su radar de madre le había advertido de lo que estaba sucediendo en mi apartamento y pretendía abortarlo a toda costa. Entonces, con la misma brusquedad con que había comenzado, el aparato cesó de incordiarnos, y quedó sobre la mesita mudo e inútil, ridículamente circunspecto, como estéril. Y por fin, tras unos segundos de sobreponernos al repentino silencio que cayó como una losa sobre el apartamento, mis dedos abordaron con decisión la pospuesta orografía de sus pechos, acariciaron y oprimieron, devoraron con un algo de planta carnívora, sintiéndoles responder a través de los sedimentos de la ropa, y Coral se extendió sobre mí como un crespón de seda, como un caldo caliente, como un aceite hirviendo, acariciada y acariciante.

Desnudé despacio su cuerpo de majorette, cuya deliciosa arquitectura ya había adivinado en sueños y pajas trasnochadas y que ahora, al capricho de mis manos, me sorprendía con los detalles, con un antojo en forma de bellota cayendo en mitad de su espalda, con una levísima quemadura infantil en el muslo derecho, con un enternecedor asedio de lunares en torno al ombligo o con unos senos de emperatriz, de diseño firme y arrogante, condecorados por dos medallas rosáceas y delicadas. Me sentí violento, arruinando con mis dedos aquella piel satinada, aquel cuerpo escultural que afortunadamente venía con el lote, un cuerpo de violonchelo al que yo debía oponer el garabato del mío. Ella me abrazó sin reparar en tan ridícula carcasa, y me sentí mendigo en sus brazos de gobernanta, contento de que mi cuerpo, afortunadamente, también viniese con el lote y no fuese el producto principal. Si el cuerpo de Blanca me había resultado escueto y manejable, una formalidad que había que rebasar para llegar a su alma, mis caricias encontraban ahora una geometría pavorosa, un relieve imponente que exigía recorrerse por puro amor al arte. Y me entregué a ello, repitiéndome una y otra vez que aquel manoseo era legal, que me lo había ganado con noches de ingenio y ternura, que lo merecía, pero no logré dejar de sentirme como una inmunda salamandra correteando por el techo de la Capilla Sixtina.

Esa noche supe muchas cosas. Muchas. Supe que Coral no era de las escandalosas. Coral, no sé si por vergüenza o timidez o porque en el amor, como en todo, le gustaba ejercer el mayor control posible, acostumbraba a dejar caer la cabeza sobre la almohada y recibir el placer en silencio, dejando escapar tan sólo algún suspiro tembloroso cuando yo descerrajaba una zona recóndita de su interior, mientras el rostro se le iba iluminando por dentro como una lámpara de mesilla. Supe que hacer el amor con Coral, esa vez y todas las que siguieron, era sobre todo placer, un placer vivido por separado que culminaba en un orgasmo desacompasado, en un éxtasis frívolo que nos hacía sentir culpables sobre el otro, que en vez de unirnos nos repelía, por muy abrazados que siguiéramos. Y supe con absoluta certeza que yo nunca conseguiría rebasar el rompeolas que era su cuerpo y alcanzar su alma, y que ella, por mucho que indagase en mis ojos, nunca sabría de mis pensamientos más profundos, ésos que se llevan pegados al corazón. Sí, Coral y yo nunca nos fundiríamos en un solo ser. Siempre seríamos dos, dos seres que no encajaban ni encajarían nunca y que insistían en amarse a pesar de todo.

Esa noche, abrazados en la cama, comulgando de su sudor, supe que nunca sabría nada, que con ella todo me pillaría por sorpresa, que nada era descartable, que un buen día, mientras se secaba el pelo, podría decirme, por ejemplo, que se iba a Barcelona por una temporada indefinida, a casa de sus tíos, a replantearse nuestra relación. Y yo sólo podría asentir y ayudarla a preparar el equipaje.

6

– Pensar mis tíos a una casa, marcharme en lo nuestro voy temporada de para, necesito Barcelona.

– ¿Que…?

Coral apagó el secador y repitió:

– He dicho que voy a marcharme una temporada a Barcelona, a casa de mis tíos, para pensar en lo nuestro.

¿En lo nuestro…? Al oír aquello me apresuré a pulsar el botón de pausa del vídeo, con la ingenua esperanza de congelar también los acontecimientos que estaban sucediendo fuera de la pantalla. En la caja tonta, Obi Wan Kenobi nunca llegaría a recibir la luminosa hoja de Vader, detenida a un palmo de su rostro. En la dura realidad, sin embargo, nadie me libraría a mí de la estocada.

Me levanté del sofá y me acerqué al baño, a través de cuya puerta entornada Coral me había pasado aquella información. Abrí la puerta del todo, y aparte de encontrarme con Coral envuelta en su toalla rosa, sentada sobre la bañera y desenredándose el pelo, una de esas estampas que se graban a fuego en la retina y en los, bajos del vientre, también me encontré con mi rostro en el espejo, y por un momento creí que había otro tipo en la ducha. Me costó reconocerme en aquellos ojos desorbitados, en aquella boca floja y temblorosa, desvalijada de expresión, en aquella palidez súbita. Aunque mi interior no había tenido tiempo de absorber la noticia, un batiburrillo de sentimientos trataban de acomodarse en el rostro arrasado que, entre los descosidos del vapor, me mostraba el espejo.