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Tú también necesitas pensar, había dicho. Y era una afirmación que me hacía sentir incómodo. En el instituto, la Física me resultaba intragable. Yo siempre la dejaba para septiembre, confiando en que durante los meses estivales mi mente desarrollara algún tipo de clarividencia que la capacitara para resolver aquellos malditos problemas usando la fórmula adecuada. Durante el curso, para no levantar sospechas en casa, me presentaba a los exámenes como todos. Mientras los demás procedían al asedio de los cuatro o cinco problemas dictados echando mano de las fórmulas que creían más aptas, yo miraba aquellos castillos infranqueables con frustración, sin decidirme nunca por ningún muro en especial, pues todos me parecían de la misma altura. Cuando pensaba en el amor me invadía una sensación de impotencia muy parecida a la que sentía ante aquellos problemas tan herméticos. No sabía por dónde entrarles, no sabía a qué fórmula acogerme, ni siquiera sabía entre cuántas fórmulas podía escoger. Yo quería a Coral, y aunque no fuera cierto me daba lo mismo. Si en realidad no la quería, si aquello que sentía hacia ella no era amor ni de lejos, acabaríamos por darnos cuenta. Era incapaz de autoanalizarme. Era incapaz de emprender una autopsia como la que ella pensaba llevar a cabo. Que alguien me defina qué es el amor y entonces le diré si estoy o no enamorado. Sabía que lo que sentía por Coral era muy diferente a lo que había sentido por Blanca, pero, ¿acaso debe el hombre dar siempre el mismo amor aunque tenga destinatarias diferentes? Blanca enviaba a mi corazón mensajes distintos a los de Coral, y mi corazón los traducía en algo que se ha dado en llamar amor para simplificar. Coral me enviaba sus propios mensajes, y obtenía por tanto una traducción distinta. Cada una recibía de mí el amor que ellas mismas provocaban, y yo, por tanto, estaba exento de culpa en aquella relación de causa y efecto… Era un buen intento de justificación, pero no serviría ante un tribunal. Sin embargo, por ahora no tenía nada mejor.

De una cosa sí estaba seguro: no quería que se fuera, y disponía de dos horas para disuadirla. La oí trastear con las perchas. Luego oí saltar el cierre de una maleta, la maleta que un buen día (¿cuándo?) había aparecido en lo alto del armario sin levantar en mí la más mínima sospecha, como si Coral pensara utilizarla para cualquier cosa menos para lo que realmente servía: para decir adiós… Yo siempre me había tenido por un tipo avispado. De pequeño, en el colegio, fui el primero de la clase en detectar la homosexualidad latente entre Epi y Blas, pero al parecer Coral me estaba vedada. Joder, ni aunque se hubiese vestido de hombre anuncio para informarme de lo paradisíaco de las playas de Barcelona, lo hubiera captado. ¿Cómo había podido estar tan ciego…? Ahora que ya lo sabía, los últimos días se me revelaban sobrecargados de detalles con los que ella intentaba advertirme de su huida, quizá con los que incluso buscaba un motivo para no tener que llevarla a cabo. De todas formas, yo había actuado como siempre, tal vez no le hubiese dado ningún motivo para quedarse, pero tampoco ninguno para irse, aunque esto último no podía asegurarlo, claro. ¿Habría cerrado siempre la pasta de dientes? Me encogí de hombros y suspiré. Por qué no sería un caballero jedi con el único problema de extirpar el mal del universo.

Quizá si remontaba la corriente de los recuerdos, si desmenuzaba cada instante de nuestra relación encontrara mil motivos que justificasen su conducta. Si no siempre podría volver a desempolvar la armadura, escondida de los racionales ojitos de Coral en el armario del lavadero.

Rememoré la tarde en que le hablé de Blanca, no sé por qué; quizá al detallarle nuestra relación la había herido sin percatarme de ello. Cuando uno narra a la mujer con la que está una aventura pasada debe medir cada palabra, no vaya a saltar alguna astilla que ella reciba como un cuchillo. Tal vez el mero hecho de hablarle de Blanca fuera por sí solo una imprudencia. No lo hubiera hecho de no ser por la cuestión del apoyo.

Coral, como ya he dicho repetidas veces, no siempre era la dulce princesa enamorada a la que le bastaba con la felicidad de mis brazos, no; ella, ingenua o luchadora, como se prefiera, aspiraba a obtener una felicidad similar en las restantes parcelas de su vida, y claro, el mundo la zarandeaba a su antojo. Cuando, al anochecer, volvía a mis brazos, lo hacía sin gracia, como un guerrillero que se desploma al alcanzar la trinchera, fatigada, preocupada, irritada, ultrajada o conteniendo un llanto que siempre acababa por vencerla. Y como yo no sólo estaba allí para recoger la fruta dulce e ignorar la amarga, me deshacía de mi traje de amante y me ajustaba el de compañero sin la menor dilación. Así que allí estaba mi hombro, presto a recibir sus lágrimas, allí estaban mis masajes, prestos a ahuyentar la tensión de su espalda, allí mis palabras de caramelo, prestas a limar las aristas de la realidad, a corroborar un mundo despiadado o a construirle uno más afable y hermoso, según me diera. Pero, ¿y yo? Yo también tenía problemas. Sin embargo, me mostraba reacio a utilizar su hombro. Dado que yo aún no había encontrado trabajo, que el contacto con mi familia se reducía a las llamadas de los jueves y que, dejando a Javi a un lado, no tenía amigos que me contagiaran sus desgracias, los problemas que yo pudiera tener se reducían al ámbito de la metafísica. Su marcado carácter existencial imposibilitaba pues la acción de cualquier bálsamo. Mis problemas, en comparación con los suyos, carecían de peso, y no me avalaban para el cobro del consuelo que me debía.

No era culpa de ella. Coral se desvivía por mí cuando yo tenía uno de esos días en que no pasaba de ser un guiñapo boqueante ante el televisor. Entonces se producían diálogos tan raros como éste:

Coraclass="underline" ¿Qué te pasa?

Guiñapo (encogiéndose de hombros): Nada.

Coraclass="underline" Venga, Alex. Sé que te pasa algo. Por qué no me lo cuentas.

Guiñapo: Quiero ser otra persona, para resumir.

Coral (en tono afectado y recostándose sobre mi regazo): ¿Sí? ¿Quien?

Guiñapo: El correcaminos. El tío de Expediente X. Tom Sawyer, me da lo mismo. Cualquiera.

Coral (abrazándome): Tonto. Con lo que a mí me gustas así.

Guiñapo:…

Coraclass="underline" ¿Sabes? Hoy he tenido un día de perros en el trabajo.

Guiñapo (perdiendo el papel protagonista): ¿Qué te ha pasado?

Éramos un abrelatas defectuoso y una conserva sin anilla de la que tirar, ola y roca, torre y viento, patatín y patatán. Por eso le hablé de Blanca. Necesitaba saber de la blandura de su hombro, necesitaba saber si podía adaptarse a mi cabeza como una de esas almohadas de las farmacias, y el affaire Blanca era en aquel momento la espina más extirpable de mi corazón. Además, suponía matar dos pájaros de un tiro, ya que ceder a alguien la parte trasera de mi cruz aliviaría en buena parte mi caminar. Se lo conté todo, suicidios frustrados incluidos. Y aún hoy no sé cómo tomarme su reacción.

En lo referente al mes que pasamos juntos, fui lo más discreto posible, tanto por Blanca como por ella. No era cuestión de vanagloriarme de mis dotes de amante ni de desvelar intimidades, me limité a resaltar únicamente lo que me interesaba: el perfecto entendimiento que desde el primer momento había gobernado nuestra relación. Fue complicado, ya que no me atreví a exponer tan a las claras mi teoría sobre el trozo de puzzle que cada uno llevábamos en el pecho, no fuera a tomárselo como un reconocimiento velado de que lo nuestro nunca alcanzaría la perfección, de que la copa de nuestro amor sólo contendría el zumo ácido de unas naranjas fuera de temporada.