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Tuvimos que usar las escaleras, por supuesto. Al salir del portal, me invadió un frío extremo que iba más allá del fresco de las noches de junio, el mismo que ya había percibido en el apartamento, redoblado ahora por la ausencia de luz y paredes. Me arrebujé, suplicando el consuelo de los abrigos a mi liviana camiseta, y seguí caminando tras Coral. La estación de trenes se encontraba a esa distancia socarrona que te hace desdeñar los taxis y te condena a recorrer caminando un trayecto aparentemente corto que con el peso del equipaje acaba por estirarse como un chicle. Para colmo, estaba aquel maldito frío. Y el silencio. Coral caminaba absorta, concentrada en Dios sabía qué, y yo le seguía los pasos como un guardaespaldas, con una mueca de entereza en los labios y los primeros calambres causados por la maleta recorriéndome el brazo. ¿Qué diablos llevaba Coral ahí? ¿Me había robado la plata?

La noche se afianzaba a nuestro paso y los anuncios se apresuraban a cuartearla con sus colores iracundos. Algo me golpeó ligeramente el hombro, llamando mi atención. Contemplé con sorpresa cómo un copo de nieve deshecho por la colisión me resbalaba por el pecho con esa flema propia de los excrementos de paloma. Alcé la vista, aturdido. Nevaba. Un remolino de copos de nieve caía del cielo con abigarrada lentitud, transmutándose en polen al cruzar el feudo de luz de las farolas y en huevos de pascua al recibir el resplandor de los neones, aposentándose sobre las aceras, sobre los coches, sobre los bancos, como un talco helado y tierno. Nevaba. Nevaba aquí y ahora, a principios de verano. Joder, nevaba. Me volví hacia Coral, excitado, pero al parecer no era un hecho lo suficientemente extraordinario para restablecer la comunicación entre nosotros. Coral seguía con su expresión ensimismada, dedicando de vez en cuando alguna mirada sin interés a su entorno, transfigurado ahora por la nieve.

La nevada había inmovilizado la ciudad. Los coches circulaban a velocidad de safari, dejándose harinar por aquel maná refulgente y gélido, sus ocupantes lanzaban envidiosas miradas a las aceras, donde la nieve se experimentaba sobre la piel misma. Olvidadas las prisas, sabedores de que un hecho como aquél perdonaba cualquier retraso, la gente miraba el cielo extasiada, algunos se atrevían con cierta timidez encantadora a abortar la trayectoria de los copos que pasaban al alcance de sus manos para sentir por vez primera aquel tacto tan anhelado en el sur. Coral y yo sí teníamos prisa, y atravesamos por entre aquella composición de maniquíes con paso resuelto, sin una sola concesión a esa nieve imposible que vestía de novia a la ciudad.

Una vez en la estación, mi piel pudo desentumecerse con la tibieza concentrada en su interior. Tomamos una escalera mecánica que descendía hacia los andenes, en uno de los cuales, con ese aire amilanado de las máquinas en reposo, se encontraba estacionado el tren hacia Barcelona, una larga lombriz metalizada que ya estaba siendo abordada por los que serían sus compañeros de viaje, las personas que Coral se vería obligada a contemplar durante seis horas, como una decoración ajena y de dudoso gusto.

Coral comparó su reloj con el de la estación, y supe que, aunque quedaban diez minutos, subiría al tren, como estaban haciendo todos, porque era preferible subir a apurar el tiempo con los seres queridos pendiente del imprevisible despertar del dragón, más aún cuando no tienes palabras que intercambiar con tu acompañante. Me miró y sonrió con indulgencia. Yo traté de conjugar en una mueca aplomo y comprensión, pero sin un espejo delante no puedo afirmar que lo consiguiera. Fue, al menos, merecedora de un beso, un beso conciso en su dulzura pero franco en su apoyo, un beso magnánimo, quizá el último.

Subió al tren y le tocó un asiento junto a la ventana. Consultó el reloj. Faltaban nueve minutos. No supe si irme o esperar. Coral miraba a la señora con pamela que tenía enfrente, se miraba las manos, miraba el techo del vagón, miraba su maleta, miraba hacia todos lados excepto hacia el andén. En apariencia, no parecía demasiado interesada en comprobar si yo seguía o no allí. Decidí esperar, por si acaso, mirando hacia todos lados menos hacia la ventanilla. Miré hacia el andén n° 5, que se encontraba a mi espalda, donde una joven pareja de enamorados se despedía entre miradas lánguidas y caricias para el recuerdo. Miré hacia el andén n° 7, que se encontraba enfrente, donde una joven pareja de enamorados se reencontraban entre abrazos ostentosos y besos apresurados. Ah, la vida. Miré las vías, que se perdían en el horizonte, y me vinieron ganas de tomar un tren al azar, un tren cualquiera que me sacara de allí, que me alejara del pozo de negrura hacia el que me precipitaba, pero, ¿qué iba yo a hacer en Bilbao o Zamora o Palencia? Yo no era de los que saben buscarse la vida, de los que se sienten cómodos en cualquier sitio, en cualquier cama, de los que pueden resumirse en una mochila y dejarse llevar por el viento, no. Yo no era Javi.

En realidad, lo que deseaba era alejarme de mí mismo, y ningún tren haría eso por mí, ningún tren me libraría de pensar llevándome en su interior durante días, durante semanas, durante años, brindándome esa rara protección del destino eternamente aplazado, de las responsabilidades, de las decisiones, de los fracasos que nunca llegan. No, las vías siempre acababan en un destino, en una ciudad de ésas que palpitaban en rojo furioso en las pantallas, en un lugar siempre señalado y concreto donde seguir con lo mismo, con nuevas calles que templar a pasos, con otros cuerpos donde colgar caricias, un sitio diferente donde cometer los mismos errores. De repente, el tren se puso en marcha, y lo vi alejarse hasta desaparecer en la punta de las vías, y permanecí un rato de pie en el andén, haciéndome recuerdo, quizá carta, probablemente punto y aparte en un diario, y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una puñetera carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Quien crea eso está perdido.

Me metí las manos en los bolsillos y me dirigí lentamente hacia la escalera mecánica. Pensé en la señora que la casualidad había sentado enfrente de Coral, me pregunté si el largo viaje les forzaría a hablar, me pregunté si Coral, consciente de lo transitorio de la charla, utilizaría aquella horrenda pamela para desahogarse, para abrir su corazón bajo esa batuta experimentada que el azar había colocado ante ella. Cómo son las cosas, me dije, probablemente la desconocida de la pamela acabaría sabiendo más de lo nuestro que yo mismo.

Fuera seguía nevando. Las calles se habían convertido en un carnaval espontáneo. La gente no había tardado en perder el respeto reverencial por la nieve y ahora se entregaba en una jarana colectiva a exprimir al máximo aquel hecho tan inusitado, varias personas danzaban bajo los copos, algunos se arrojaban bolas de nieve, las parejas de enamorados se dedicaban a rodar por ella abrazados, observé incluso varios muñecos en evolución, que me sonreían con sus sonrisas de botones. Crucé entre todo ello con la cabeza gacha y el paso apresurado, insensible al espectáculo, cosechando varias miradas reprobatorias. Alcancé mi portal y devoré la escalera a grandes zancadas. Que se jodieran. Yo ya tenía suficiente con ver nevar en mi interior.