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Coral, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Ca-ro-li-na: la punta de mi lengua baja la escalinata de tu nombre, desde el fondo de la garganta hasta el borde de los dientes, de lado y con tacones, como una vedette de revista. Co. Ral.

Era Pecado, sencillamente Perdición, por la mañana, un metro sesenta y nueve de curva y sueño en busca de la ducha. Era una erección bajo las sábanas cuando se enfundaba los vaqueros. Era Carolina Fernández en el trabajo. Era @ cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Coral.

Agosto. Morir de amor en agosto. Morir y contarlo. Morir y seguir vivo. El cielo de agosto es un fogón azul, una tibia llanura sin nubes, una fruta celeste y gratuita, una bayoneta de sol que me mata lenta, inmisericorde, un moscardón amarillo que sobrevuela mis sábanas y me encuentra siempre despierto, siempre con los ojos extraviados en el techo, siempre solo, siempre sin ti, despreciado y despreciable, náufrago en la lepra triste de tu recuerdo, loco y radiactivo, codificado y escaso, torturado por el envés de tus caricias, por todos esos besos que nos dimos en otra vida, con aquella ligereza del tanteo, con aquella impertinencia de exploradores.

Me levanto. Me levanto, sí, me levanto y voy al baño y salgo del baño y miro la hora y vuelvo a la cama y cierro los ojos y doy una vuelta a la izquierda y la deshago cinco minutos después con un giro a la derecha y me levanto y cojo el teléfono y me lo llevo al sofá y marco el número de tus tíos, ése que me diste por si surgía alguna emergencia, esas nueve putas cifras que me dijiste que sería mejor que no marcase, y lo dejo sonar una vez, una sola vez, y luego cuelgo. Un solo timbrazo, una sola señal cada día desde que te fuiste, para arañar perrunamente la puerta al otro lado, para que sepas que soy yo, que te echo de menos y no puedo decírtelo, para que sepas que me he suicidado veintitrés veces desde que me dejaste y me estoy gastando una pasta en bombillas, para que sepas que estoy arrepentido de haber quemado tu postal, aquella postal que limpió el polvo de mi buzón a la semana de tu ausencia, aquella postal de las Ramblas, ¿recuerdas? Aquella postal de letra espaciada donde me decías que habías llegado bien y que tus tíos eran encantadores y decías y decías para no decirme nada.

Dime, Coral, amor mío: ¿sabes ya si me quieres? ¿Sabes que sigo aquí, en el sofá, creyendo que regresarás algún día para amarme y apagar la tele? ¿Sabes que un día estaré muerto, frío como la piedra, quieto como el olvido, triste como la hiedra? ¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?

¡Coral! Invoco tu nombre… ¡Coral! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora tu imagen ante mí! Oh, sílfide, vuelve, vuelve y envuélveme en tus brazos y dame ese cariño tuyo tan discutible y pide una pizza, si es eso lo que quieres, pero vuelve, vuelve y dime que ahí fuera la vida sigue igual. No consigo acabar tu carta, la empecé hace dos meses, en un renglón te digo lo mucho que te quiero y en el siguiente lo mucho que te odio, y así hasta casi doscientos folios, la monotonía negruzca y enrevesada de quien se niega aún a llorar. Vuelve, no soporto ver la tele sin ti. Vuelve y deja que te muerda la boca.

Me reclino en el sofá, respiro hondo, trato de serenarme. Miro por la ventana, y qué veo: la ciudad embrutecida por el verano, espumarajos de luz sobre los muros, una jalea de desconocidos fluyendo cansinamente por las aceras como acertijos irritantes, anuncios de playas con barbas blancas, chicas esculturales surgiendo de las aguas, una invitación en sus brazos extendidos, en el milagro de sus senos airosos, morenos, húmedos de mares lejanos, donde se hunden las miradas resignadas de los que esperan el autobús. Me miro a mí mismo: hueco, difuso, dolorido, un slip ridículo y una camiseta sucia de Star Wars, una boca desértica, unos ojos insomnes. Miro el teléfono entre mis manos, mudo, inútil, un pájaro muerto, una caracola sofisticada. Basta que mis dedos bailen sobre las teclas en el orden adecuado para conjurar tu voz en mi oído, para reparar tu imagen, tan raída por las pajas y desdibujada por la memoria, para hablar contigo, para dilucidar un poco ese misterio de tu vida allí. Lo descuelgo entonces, arrebatado, marco el prefijo, el dos, el cero, el tres, el seis, otra vez el dos, el ocho y el bizcocho, y de nuevo el tres, creyendo que esta vez sí, que esta vez resistiré al otro lado de la línea, pero no, una vez más huyo de ti, y lo cuelgo, entre vencido y burlón, a la primera llamada, y en una casa que no consigo imaginar, quizá en una mesita baja entre dos sillones, quizá sobre un aparador color caoba, un teléfono rojo, puede que blanco, lo mismo uno de ésos con forma de banana o algo todavía más ridículo, asesta una única cuchillada al silencio del hogar y luego calla, y una familia que tampoco consigo imaginar mira hacia el aparato con desdén, hartos ya de aquella maldita nota que no cesa de puntear su rutina desde el día que llegaste a Barcelona. Llámalo putada, pero es tan sólo amor, y el que lo probó lo sabe.

Me recuesto en el sofá. Ah, el teléfono… Se siente uno menos solo con un teléfono a su lado. Se siente uno poderoso con un teléfono en las manos. El país, el mundo en la punta de los dedos. Puedo teclear un número, tu número, puedo hacerte dejar lo que estás haciendo, puedo hacer que se queme tu comida, puedo abortar tu ducha y tu siesta, puedo joderte un orgasmo con sólo mover mis dedos. Soy tu Dios y ante mí responderás, literalmente. Pero soy un Dios misericordioso y me basta con escoger un número, una vida, e informarle de que existo con un acorde solitario, una especie de Morse a lo largo del globo terráqueo, desde Japón a México, esparciendo el confetti de mi dolor, me llamo Alejandro y sufro y una vez amé y fui amado como poca gente es amada y otra vez amé y fui amado como la mayoría de la gente es amada…

Muevo los dedos y el mundo se levanta a coger el teléfono. Pero es demasiado lento. Las yemas de mis dedos corretean veloces y caprichosas por las teclas, por hogares y oficinas en una sangría de números que hace que el aparato se retuerza sobre sí mismo como si fuera presa de furiosas cosquillas. Rinnng… Y el puño del marido borracho se detiene indeciso ante el magullado rostro de la sufrida esposa… Rinnng… Y durante un segundo la pareja infiel se siente más culpable y sucia… Rinnng… Y Chen Tong interrumpe su harakiri con un bufido de fastidio… Rinnng… Y por un brevísimo instante una sonrisa ilumina el apergaminado rostro de una anciana de Manchester al creer que su hijo, a pesar de dos largos años de silencio, aún se acuerda de ella… Rinnng… Y Giuseppe Piovani descerraja un tiro en la nuca equivocada… Rin…

– … ¿Diga?

Me quedé paralizado, una voluntariosa estatua de sal que ni siquiera necesitaba de la mortífera mirada del basilisco, el auricular pegado a la oreja y una mueca de me pillaste arrugándome la boca. El sol mismo parecía detenido, sus rayos congelados, apuntándome a la cabeza como mosquetones dispuestos. Alguien había logrado responder al teléfono antes de completarse el primer aviso, como si llevase años esperando mi llamada. Y era la voz más hermosa que había escuchado nunca.

– ¿Diga? ¿Quién es? -insistió.

Y yo cerré los ojos y me dejé arrobar por el delicioso tono de su interrogatorio, recibiendo cada palabra como una caricia jabonosa en mis oídos, cada letra como una luciérnaga moribunda que expiraba en mi alma, y traté de imaginar quién podía ser la dueña de aquella voz a la que no le hacían justicia ni la miel ni el terciopelo, y que para describirla con el mayor rigor posible había que recurrir sin rubor al churrigueresco símil de un ménage á trois entre mariposas sobre un nenúfar que zascandilea al atardecer por un torrente cristalino, escoltado por una flota de barquitos de papel confeccionados por muchachas impúberes con los manuscritos de Bécquer.