– ¿Diga? -volvió a preguntar tras una pausa, sin irritarse lo más mínimo ante mi silencio. Aprecié cierto servilismo en su requerimiento, como si le acabaran de poner el teléfono y deseara inaugurarlo con una conversación que se le resistía. ¿Por que no?, pensé. Si la enojaba mi carencia de motivos para llamarla, siempre podía colgar, si no podría mitigar mi tedio con una charla agradable. Podía incluso, si me mostraba lo suficientemente ingenioso y la chica en cuestión vivía cerca, arrancarle una cita. Me aclaré la garganta y di señales de vida.
– Hola -saludé. Mi voz, con el eco de la suya aún en mi oído, se me antojó terriblemente agarbanzada y nasal, de una virilidad amenazante.
– Hola -respondió ella con aplicada rapidez, y luego guardó silencio.
Se hizo una pausa incómoda.
– Hola -repitió con entusiasmo, como animándome a seguir hablando.
Mi interlocutora resultaba de una impericia telefónica encantadora. ¿Dónde estaban las preguntas tradicionales, el inevitable por quién preguntas o el automático no me interesa comprar nada? Al parecer aquello corría de mi cuenta. De acuerdo. Me mordí el labio inferior, devanándome la cabeza en busca de alguna pregunta o comentario que nos encauzara hacia la esquiva conversación.
– Me llamo Alejandro -anuncié con una solemnidad absurda. Había que empezar de alguna forma.
– Alejandro -repitió la voz, estremeciendo cada letra de mi nombre.
– Eso es -confirmé, apaciguando la erección que amenazaba con desbordar mi slip con un puñetazo irreflexivo que me dejó fuera de juego unos minutos-. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? -pregunté, una vez restaurado en la medida de lo posible.
Hubo unos instantes de duda y luego oí algo parecido a: Sariel. El nombre no me sonaba español. ¿Italiano?
– Alejandro… -seguía repitiendo ella por su cuenta, mordisqueando maravillada cada letra de mi nombre-. Eres… eres entonces… ¿un hombre?
– Sí- asegure, algo confundido por lo innecesario de su observación.
¿Dónde diablos había llamado? A juzgar por las misteriosas reacciones de mi interlocutora bien podía tratarse de la comunidad Amish, de un convento de carmelitas perdido por algún sitio o algo por el estilo. Había dicho hombre con una curiosa mezcla de sorpresa y excitación. ¿Un grupo de brujas que necesitaba semen con urgencia para completar su último hechizo? Yo siempre tan oportuno.
– Espera un momento… -ordenó.
Oí el golpe del auricular al ser depositado sobre una superficie dura, una mesa, supuse, y luego me llegaron una serie de portazos rápidos, como si se hubiera apresurado a cerrar todas las puertas y ventanas de la habitación en que se encontraba.
– ¿Cómo has conseguido tú este número? -preguntó con ávida curiosidad, una vez concluida su labor de aislamiento.
Buena pregunta. Seguí el rizado cable del teléfono hasta el armazón, que se encontraba panza arriba sobre la mesa, como una tortuga incapaz de volverse del derecho, despidiendo ligeros tirabuzones de humo.
– No lo sé -dije-. Creo que ha debido producirse un cruce de líneas.
– ¿No sabes entonces dónde has llamado? -preguntó ella, algo decepcionada.
– No… -respondí con cautela-. Ni idea.
– Bien… -La oí chasquear la lengua, indecisa-. ¿Estás sentado?
– Sí -aseguré, levantándome del sofá. Tanta reserva empezaba a alarmarme. Era, admití, el aliciente de su hermosa voz lo que me mantenía aún con el auricular enarbolado junto a la oreja.
– Has llamado… has llamado… -Parecía incapaz de decidirse por una palabra. Consumió casi un minuto en descartar varias, apenas representadas por la resbalosa ambigüedad de sus primeras letras, para optar por-: Arriba.
Me descubrí alzando la mirada hacia el techo, en uno de esos estúpidos actos reflejos. Y me sentí más estúpido aún al recordarme que vivía en un ático, que todos mis vecinos, que la mayor parte de la ciudad, quedaba por debajo.
– ¿Arriba? ¿Al Meteosat? -pregunté, sin poder evitar la gracia, y mucho menos sin poder evitar imaginármela alejada de los dedos del Hombre en aquella esfera metálica, turbada por los sensuales balanceos de las mareas y las posesivas caricias con que los anticiclones domesticaban la piel azul del planeta.
– Más arriba -corrigió ella.
¿Más arriba?, me pregunté, ¿qué podía haber más arriba del Meteosat…?
Ah.
– ¿Quieres decir que he telefoneado al… -ahora era yo quien no sabía que palabra escoger-… Cielo? -Traté de pronunciarlo con mayúsculas, desbrozándolo del resto de sus significados.
– Ajá.
Se hizo una nueva pausa.
– Desconocía que hubiese teléfonos allí -comenté, por decir algo.
Sentí lastima por los que intentaban comunicarse con Las Alturas desgranando plegarias ante un crucifijo. No eran más que salvajes con tambores ridículos. Dediqué unos minutos a reflexionar sobre lo fácil que resultaba acceder a los ángeles en contraposición con la burocracia que había que sortear para comunicarse con los demonios. De pequeño había intentado invocar al Diablo y me habían abatido los innumerables requisitos: el solsticio de verano, el intrincado pentagrama, el cáliz consagrado con sangre de niño y en especial el semen de carnero. Uno puede tener hobbys raros, pero masturbar a un rumiante me parecía excesivo.
– En realidad no los hay -explicó Sariel refiriéndose al teléfono-. O no debería haberlos; pero yo tengo uno.
Dijo esto último sin ocultar su orgullo, como si le hubiese llevado años y sudores conseguirlo y ahora por fin podía decirse a sí misma, ya que, según el apresurado enclaustramiento al que se había sometido, no parecía dispuesta a compartirlo con nadie más, que tanto empecinamiento había dado sus frutos.
– Y qué eres tú… -pregunté-. ¿Un espíritu jasp o algo así?
– No, no, yo trabajo aquí -me corrigió-. Soy un ángel… Bueno, un serafín, para ser exactos -rectificó con forzada humildad.
Me explicó que las criaturas celestes estaban divididas jerárquicamente en nueve órdenes. Ella pertenecía a la tríada menor, junto a los tronos y querubines. Los serafines, según deduje, equivalían a los obreros y campesinos en aquella pirámide divina tan rápidamente esbozada. Para acceder a los niveles superiores, uno debía ir acumulando créditos. Hubo un tiempo, dijo con nostalgia, en que no resultaba difícil conseguir puntos, pues los ángeles eran requeridos con frecuencia para misiones de envergadura: anunciaciones, revelaciones, incluso para ejercer como modelos de algún pintor en ciernes. En la época actual, en la que desgraciadamente le había tocado vivir, la cosa estaba más difícil. Apenas salían puestos que favorecieran la promoción. Casi todas las ofertas eran para ejercer de ángeles de la guarda, que trabajaban, por así decirlo, a comisión. Había oído decir que era un trabajo frustrante. El más mínimo paso de su cliente fuera de la Senda del Bien repercutía terriblemente en su comisión. Y en el siglo XX, por desgracia, el Hombre, instado por un raro prestigio, tendía más que nunca a realizar frecuentes excursiones al lado salvaje de la vida, como había bautizado aquello que no eran más que los suburbios del Infierno, cuando no se instalaba en él definitivamente. Así era poco menos que imposible alcanzar el grado de arcángel. La animé diciéndole que la cosa estaba mal en todas partes. Aquí abajo también resultaba difícil trepar por la maldita pirámide social, tan difícil como fácil resultaba escurrirse hacia abajo al menor despiste.
Me percaté, en cierto momento, de que estábamos manteniendo una conversación. Resultaba tremendamente agradable cerrar los ojos y dejarse hamacar por la benigna brisa de su voz, remitiendo de tanto en tanto un monosílabo lleno de afecto hacia el otro lado de la línea.
– Supongo que te preguntarás -dijo ella en cierto momento- cómo es que dispongo de teléfono.
– Sí -concedí, recostándome en el sofá con una sonrisa idiota en los labios.