La cosa venía de lejos. Antes, como ya me había explicado, que los ángeles se dejaran caer por la tierra era algo casi cotidiano. El hombre estaba construyendo el mundo, necesitaba supervisión, sugerencias, recomendaciones. Ahora, ¿cómo decirlo con suavidad?, en el Cielo no importaba demasiado el destino de la humanidad. Su arraigada tozudez se contemplaba con estoicismo en las alturas y nadie hacía ya nada por tratar de aleccionarle; de vez en cuando, se festejaba algún logro de la civilización, pero por lo general se la dejaba hacer, esperando quizá a que cometiera el Ultimo Error, ése que lo dejaría todo hecho unos zorros y favorecería un nuevo comienzo. Aunque tal vez ni entonces se tomaran más molestias, dándonos por perdidos. Excepto los pocos serafines que ejercían como ángeles de la guarda, a los que se les veía afanándose en sus centralitas por enderezar el mundo, como ingenuos idealistas a los que uno no tardaba en encontrar en la cantina, maldiciendo a la humanidad entre los efluvios del alcohol con un odio impropio en una criatura celestial, el resto hacía gala de una absoluta indiferencia. Eran otros tiempos, sí. Ya no había misiones in situ. De vez en cuando, algunos arcángeles, movidos por el romanticismo de antaño, intentaban volver a poner de moda las apariciones y los resultados eran más que desalentadores; los contactos humanos con extraterrestres, sin embargo, experimentaban un considerable auge.
Por todo ello, para las nuevas generaciones, el mundo de los hombres resultaba un lugar misterioso, exótico, alcanzando ribetes de leyenda. Me contó cómo de pequeña no dejaba de fisgonear por los comedores de las ánimas, recolectando información de quienes no tenían reparos en menoscabar su inocencia con episodios de su vida, fomentando en ella la fascinación por el Hombre, ese ser a medias benévolo y mezquino, a medias ángel y demonio. Cuando alcanzó la edad requerida para poder bajar, fue ese mismo entusiasmo lo que le cerró las puertas. Uriel, su tutor, un arcángel severo y conservador, la consideró demasiado impulsiva para encomendarle apariciones en Lourdes o en algunos de esos pueblecitos devotos donde debían dejarse ver aproximadamente una vez al año por compromiso, manifestándose con tedio junto a angostos altares caseros repletos de velas, como una estrella del rock acabada ante los pocos fans que aún la recuerdan.
Temeroso de que su empecinada curiosidad pudiera propiciar entre los ángeles más jóvenes movimientos subversivos, Uriel intentó apaciguarla decorándole su estancia con muebles y utensilios humanos, que ella no necesitaría ni sabría utilizar, pero que tal vez acabaran por mermar sus ansias de conocimiento con el hastío de lo cotidiano. De ahí el teléfono, un teléfono al que obviamente nadie iba a llamar jamás y cuyas teclas nunca se atrevería a marcar. Y ahora, tres años después -ciento veintidós por nuestro calendario, calculé-, cuando los continuos obstáculos habían relegado la idea de conocer nuestra civilización a un oscuro rincón de la periferia de su mente, aquel teléfono que no podía sonar había sonado.
– Y no pienso dejar pasar esta oportunidad -afirmó, rotunda-. Voy a largarme de aquí. Nadie notará mi falta por unos días. Y tú tienes que ayudarme.
Yo no supe o no pude o no quise negarme, y antes de darme cuenta la oí trazar un plan que, aunque tenía cierto aire de improvisación, debió constituir su divertimiento de muchas noches, antes de que la vencieran las circunstancias.
Nos despedimos con un cómplice hasta entonces. Seguí un rato en el sofá, los rayos del sol pendiendo sobre mi cabeza, reacios a coronarme con un halo que en tales circunstancias resultaría gratuitamente angelical. La conversación me había anegado el pecho con el desasosiego dulce del delito y la aventura, con el presagio de riesgos y recompensas oscuras. Me resultaba extraño haber pasado a formar parte en cosa de minutos de una especie de conspiración, y sin moverme del sofá. No sabía de qué forma podía acabar aquello o si yo estaría a la altura de las circunstancias, pero lo cierto es que me había implicado sin reflexionar, diríase que alegremente, asqueado de tanta rutina. Era, cuanto menos, un contratiempo que me haría olvidar a Coral por el resto del día, y con un poco de suerte también por el resto de la noche.
Dediqué la tarde a escarbar entre las estanterías del Corte Inglés en busca de todo aquello que creí necesitar para llevar a cabo sin problemas mi correspondiente parte del plan. Luego volví al sofá a esperar la noche, preguntándome excitado qué pinta tendría un ángel; bueno, un serafín, para ser exactos. Ahora me reprobaba mi falta de atención ante esos coloquios tan en boga sobre el sexo de los ángeles. Si la madre naturaleza era justa y tenía sentido de la métrica, tras aquella voz sólo podía esconderse el obligatorio soporte de un cuerpo delicado, quizá perfecto, y un rostro ineludiblemente nínfeo. Sin embargo, ahí estaban los cactus, con aquellas flores grandes como pompones con que nos advertían de que la madre naturaleza también se permitía algún que otro sarcasmo…
La noche se hizo de rogar. Maldito agosto, augusto y agotador. Tuve que pasarme todo un depresivo metraje de tarde incendiada tratando de sobrevivir con la foto que Coral me había dado los primeros días de nuestra relación cosida a los dedos. En ella aparecía Coral, por supuesto, pero también mi fiel pelirroja. Ese hecho era casi predecible en parte, pero me sorprendía porque la foto había sido tomada en París, a las faldas de la Torre Eiffel, en un viaje que Coral había realizado un verano. La pelirroja se estaba tomando muchas molestias para ponerme al corriente de su existencia. Y yo empezaba a albergar ligeros sentimientos hacia ella. A veces extraía la foto para mirar a la pelirroja en vez de a Coral, a quien ya tenía muy vista. La pelirroja estaba de espaldas, medio encorvada a causa, de una mochila paquidérmica, pero tenía la cabeza lo suficientemente ladeada para dejarme ver parte de su perfil, en una especie de recatada revelación a paso de foto. No era un perfil en absoluto decepcionante, y sus piernas, desenmascaradas gracias a unos shorts color crema, se presentaban torneadas y lechosas, como buena pelirroja. Fantaseando con la mitad de ella me sorprendió la noche.
Un poco antes de la hora acordada, lo guardé todo en una bolsa y subí a la azotea. Aunque con las llaves del piso me habían entregado también una de la azotea, era la primera vez que subía hasta allí, demasiados escalones y pocas coladas. Y, a juzgar por el estado de abandono en que se encontraba, el resto de los vecinos tampoco debía considerarla un lugar lo suficientemente interesante como para rentabilizar la remontada de la escalera. Era un inmenso rectángulo que, como todas las grandes azoteas, no podía evitar desorientar a sus visitantes con esa sensación chocante producida por el descubrimiento inesperado de tanto espacio libre entre la apretada configuración de la ciudad. A excepción de las antenas de televisión, que se apretaban a un lado, como una bandada de asustadizas aves zancudas, y los mástiles para la ropa, en cuyos cordeles anoréxicos persistía alguna pinza olvidada como un recuerdo de tiempos mejores, antes de la irrupción en el mercado de esos tenderetes portátiles que cabían en cualquier rincón, la civilización parecía estar representada únicamente por una serie de objetos inextricables, de ésos que no deben faltar en ninguna azotea y que uno nunca sabría enumerar con exactitud, amontonados junto a la puerta como embajadores aburridos de su cargo.
Sus excesivas e impúdicas dimensiones, sumadas a la brisa nocturna que me desordenaba el pelo y la falta de edificios que rivalizaran con su altura, me hicieron sentir como el único sobreviviente de un apocalipsis fulminante, y necesité acercarme al borde de la azotea para constatar que Sevilla seguía allí. La panorámica era sobrecogedora. Desde aquella altura la ciudad, con su acupuntura de luces, adquiría una engañosa sensación de movilidad, como si la trabazón de sus calles y edificios se meciera como un paso de Semana Santa colosal. El río, al fondo, presidía con su engreído brillo de charol el paisaje abrupto de los tejados. Muy cerca yacía la catedral, cetácea y oscura, y a su lado se alzaba la Giralda, como un rebuscado falo embadurnado en la vaselina naranja de los focos.