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– ¿Todos los serafines tenéis tu pinta? -le pregunté, una vez Richi, que había saltado aguerridamente la barra para servirnos, se retiraba con una mueca idiota en el rostro.

– No, no. Así sólo me ves tú. Alcé las cejas.

– No entiendo.

– Somos materia neutra -explicó, deslizando su dedo índice por el borde del bloody mary que yo le había sugerido-. Tomamos la idea de belleza que tiene la persona que nos mira. En el Renacimiento, por ejemplo, algunos venecianos…

– ¿Sabes tú entonces cómo yo te veo? -la interrumpí.

– No -sonrió-, pero apostaría a que soy la mujer mas bella que has visto nunca.

– Ya -murmuré, echando un vistazo a la platea-. Como la de todos esos desgraciados.

Me bastó un rápido escrutinio a aquellas sonrisas babeantes para deducir que yo debía encontrarme sentado junto al último desplegable del Playboy, o junto a Pamela Anderson envainada en su bañador rojo, o junto a la vecina del quinto, cuyas bragas debían de caer con frecuencia, como una mariposa torpe y fatigada, sobre los tiestos de alguno de aquellos especímenes, y que Sariel, según se mirase, era una brasileña de sangre caliente, una alemana escultural, puede que incluso una japonesita de bolsillo, si es que por allí había algún adicto al manga. Y también comprendí, con el consecuente rubor, que nunca volvería a comerme una rosca en el Insomnio, pues para aquella congregación de chicas estupefactas yo debía estar haciendo manitas con Tom Cruise o Enrique Iglesias o algún negro de pelo trenzado con un paquete inmenso.

Durante los días siguientes, contagiado por su ávida curiosidad, seducido por el cascabel de su risa, arrobado por la letanía indócil de sus plumas, llené el depósito del coche y procedimos a diseccionar la ciudad: se lo mostré todo en una órbita loca, con ella siempre radiante y arrebatada a mi lado, pegada a la ventanilla para que no se le escapase ningún detalle. Era un placer pisar el acelerador en busca de nuevos hallazgos que transfigurasen su rostro de ángel, incapaz de lidiar con más de una emoción al mismo tiempo. Me hice con una guía de ocio y consumimos largas mañanas en museos y galerías, retozando entre lienzos y esculturas, muestras de que alguno de nosotros acertaba de vez en cuando a sintonizar con la Divinidad; visitamos invernaderos, donde el Hombre corregía la naturaleza, y jardines parcheados de verde en los que el sol se derramaba manso, acaramelado sobre la hierba y los enamorados, y desde las balaustradas de los puentes, observamos el trasiego del río, las arrugas que trazaban las barcazas turísticas y los descosidos que las piraguas producían sobre su jaspeada superficie. Recorrimos los suburbios, sus calles viscosas, crispadas de adolescencia y navajas, olorosas a madriguera; rebuscamos en la oscuridad amoratada de los portales los trémulos cristos de la heroína, con sus brazos huesudos reducidos a hipódromos engañosos y los ojos velados, desprendidos hacia dentro; seguimos a los fastuosos coches de los profanadores de niñas putas de regreso a sus urbanizaciones de lujo, y observamos a alguno de ellos desde las sombras reingresar, aureolados de vicio y mugre, en un hogar aséptico, ocupar su puesto ante la tele y la familia, soportar con desgana al perro y sus festejos cargantes, acariciar, como última obligación del día, el cuerpo rancio de su mujer con las mismas manos con que golpeó horas antes a la puta, justo antes de correrse y limpiarle la sangre de la nariz con un billete de cinco. Apostamos el coche en los juzgados, donde el pecado perdía su complexión próxima y ruin para quedar traducido en un par de datos fríos, límpidos, inocuos sobre un formulario de despacho. Nos difuminamos en pubs y nos solidificamos en las pistas de las discotecas, bajo la lluvia dura y agresiva de sus luces; investigamos los servicios, donde la coca subía a la nariz para fustigar la mente y el amor era distorsionado en sus angostas cabinas, una vibración apresurada de carne y soledad contra la obscena poesía que teñía sus puertas. Nos codeamos con indigentes, ecologistas, timadores, funcionarios, con ludópatas menopáusicas que ya no sabían acariciar más que el frío contorno de las tragaperras, con saltimbanquis y músicos callejeros que un día habían decidido abolir todos los tiempos verbales a excepción del presente. Visitamos los multicentros, las salas de fiesta, las guarderías, la catedral, con su útero de mármol y sus retablos llenos de erratas, donde el Hombre copiaba el Cielo como un estudiante desmemoriado. Y finalmente, visto todo lo que teníamos a mano, la senté ante la tele y le enseñé a manejar el mando a distancia, y allí, las alas desplegadas abarcando la totalidad del sofá, los ojos desorbitados, la boca aterrada, supo el resto; a ritmo de vértigo, el zapping amontonó sin piedad en sus retinas ingenuas coros de niños famélicos y amarronados, océanos emborronados de residuos, ballenas y focas descuartizadas, bosques calcinados, guerras sin sentido, atentados casi rutinarios, polución política, atrocidades y masacres que alguien justificaba desde algún panfleto, niñas violadas, desechadas luego en pozos o zanjas… Y Sariel, entre suspiros y exclamaciones, supo por qué Arriba ya nadie movía un dedo por nosotros.

Pero fue todo ello como un safari inolvidable, como una luna de miel en la que cambiamos las cataratas del Niágara por la miseria social. Al principio yo rehusaba su contacto, esas manos de raso que buscaban anclarse en la mía ante las atroces estampas de la realidad, pero luego mandé al infierno el qué dirán y Sariel y yo no escatimamos esas muestras de afecto a que nos conducía tanta complicidad, tanta aventura, tanta fuga; hubo abrazos por las esquinas, besos que nos insonorizaban contra el fragor de la noche, que nos transformaban en estacas inmóviles, absortas, contra el huracán de la muchedumbre. Hubo tal exhibición de zalamerías que me sorprendió no recibir ninguna misiva del colectivo gay local informándonos de que habíamos sido nombrados miembros honorarios.

Y es que yo era incapaz de ver a Sariel con otro aspecto que no fuera aquel cuerpecillo frágil de senos resbalosos y caderas a medio hacer y aquel rostro hermosísimo, de sonrisa asalvajada e inocente, de ojos terriblemente azules, que no sabían mirar las cosas más que directamente, con la insolencia propia de los niños, ahora coagulados de calamidades; y sobre esa imagen y no otra deslicé mi cuerpo desnudo, en el colofón más apropiado que pude encontrar a nuestra agotadora tesis sobre el alma humana.

– Ahora voy a hacerte el amor -informé al regresar a casa tras una tarde en que habíamos ido a visitar el cementerio.

Ella asintió sin inmutarse y se tendió sobre la cama con las alas recogidas a los costados, abriendo ligeramente las piernas, entregándoseme con la franqueza de un lenguado servido en un plato. Abrochaba sus labios una sonrisa de expectación infantil, sumamente provocadora. Me demoré al desvestirme, exhibiendo mi desahogada espalda, la parte de mí que más le atraía, en una especie de striptease púdico, por no decir idiota. Me aproximé a la cama con una altivez impostada -con alguna que otra excepción-, la que siempre me sobrevenía al quedar desnudo ante el sexo contrario, y me tumbé a su lado con naturalidad, como si me preparase para una siesta o una operación. Estuvimos mirando un rato el techo, en silencio.

– ¿No íbamos a…? -empezó a decir ella.

Su piel era extremadamente suave y resbalosa, como si conservara el rastro de algún linimento aplicado con anterioridad. Mis dedos la recorrieron contenidos, temerosos de dañarla, sintiéndome estrepitoso sobre ella, histriónico en mis jadeos y sudores frente a su réplica tranquila. Adentrarme en ella, entre sus muslos serviles y quebradizos, fue como dejar caer una plomada en un tarro de compota. Me envolvió con sus alas, y sentí la textura firme y cervantina de sus remeras escribiendo sobre mis nalgas. Sariel se dejaba llevar con una sumisión enternecedora por la corriente de mi deseo, un deseo que, debido a aquella forma de abandonarse a mis sacudidas, tan dócil y subalterna, comenzó a espesarse, a oscurecerse en mis entrañas. Traté de asearlo como pude, de reorientarlo. Hasta que, repentinamente, Sariel se volvió belicosa: replegó las alas y clavó sus uñas en mi espalda, recorriéndola de arriba abajo en una tortura dulce; sus besos se amotinaron en mi boca, su lengua acorraló la mía con un apasionamiento súbito y sentí sus incisivos cerrarse sobre mis labios con fuerza, hasta que una hilacha de sangre me corrió por la barbilla. Deduje que aquel despliegue de fogosidad equivalía a un golpe de timón, a deshacernos de la seguridad del rumbo y virar hacia aguas desconocidas. Sus ojos, enardecidos, ansiosos, confirmaron mis sospechas. Sariel ya había conocido aquella faceta del amor en su recámara celestial, sobre las edénicas praderas que debían congestionar la superficie del Cielo; no le interesaba más de lo mismo. Supe lo que quería de mí, algo que tal vez había intentado buscar sin éxito en sus polvos celestiales. Dejé de luchar contra el deseo avieso y desenfocado que me pretendía y lo sentí voltearme el alma, mostrando la otra cara; renací sobre ella prisionero del arrebato más irracional, de la lujuria más tirana. La forcé entonces a posturas casi gimnásticas, absurdas en su composición, y contemplar la mansedumbre con que Sariel se prestaba a aquellos alambicamientos me volvió déspota y a ella esclava, y seguimos hundiéndonos en la podredumbre del sexo, yo guiando, autoritario, desatado, y ella acatando, insoportablemente sumisa. La tomé sin miramientos, con saña, con caricias que le llegaban distorsionadas, crueles; rellené sus castos oídos de obscenidades y mordiscos, y cuanto más se quejaba ella, más me envilecía yo. Su belleza virginal, la inconsciencia de sus músculos, sus gemidos, sus súplicas, todo aquello me irritaba y tiraba de mí hacia la jurisprudencia del dolor. La cópula cobró tintes de ultraje, de violación. Pero no era suficiente: el placer tiene infinitos dobleces y Sariel quería conocerlos todos. Se los fui enseñando uno por uno, aprendiéndolos de paso, mientras la tarde moribunda replegaba su luz y sumía nuestros actos en la oscuridad.