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Al acabar ella quiso tejer un abrazo, pero yo me escurrí del lecho como una sombra y me acerqué a la ventana. Me sentía avergonzado, confundido, asqueado; había buceado en los sumideros de mi alma, ahora sabía de lo que era capaz. Me miraba y me descubría lleno de sombras, de abismos, de posibilidades infinitas y espeluznantes. Una vez, hacía ya mucho, el Hombre había mordido una manzana prohibida: éramos capaces de cualquier cosa. Sariel yacía en el lecho, extenuada, vejada, el blanco de su piel surcado de estelas carmesíes, envuelta en la pestilencia de mi orina, el rostro magullado, la sonrisa desbaratada por la creciente hinchazón de los labios, sus oceánicas pupilas reteniendo aún mi monstruosa mueca. Y las alas -sí, también las alas, constaté apenado-, maltrechas y desgarradas, cubiertas de sangre y semen, algunas plumas esparcidas por las sábanas, por el suelo, señalando mi huida. Recordé, en el vértigo extremo del deseo, haberme frotado contra aquellos apéndices sedosos, representantes ineludibles de su condición angelical. Recordé haberlos mordido, zarandeado…

La pureza enajena al hombre, pensé, le rebasa, le agrede. Yo, desde el primer momento de ver a Sariel, de ser testigo de su desnudez ingenua, de la fragilidad de su porte, de su sonrisa sin mácula, noté en mi interior, difuminado por ese sentido de la moral impuesto desde la infancia, el terrible deseo de mancillarla, de lastimarla, de humillarla, sin saber muy bien por qué, pero intuyendo un placer infinito en su ejecución. Un deseo desplazado al lado oscuro del alma en esa especie de acto reflejo, maquinal, que llamamos decencia. Y con qué facilidad había sido liberado; con qué alegría me había entregado a él. Y ahora, el arrepentimiento. El terrible, doloroso arrepentimiento.

Voy hacerte el amor, le había dicho, y sin embargo… Quise darle al Hombre, con aquel acto, el beneficio de la duda. Y no había hecho más que condenarlo.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche, pensé. Regresé al lecho, resguardado por las sombras, y le acaricié el cabello con una ternura que se me antojó falsa, impropia de mí. Sariel se las arregló para sonreírme, satisfecha, como si todavía fuéramos cómplices, ajena a mi dolor. Supuse que para Sariel, el desconcierto en que me había sumido el conocimiento de mi propia naturaleza estaba de más. Ella me veía como Hombre, y lo ocurrido entre las sábanas no era más que algo lógico. Que yo fuera el primer escandalizado por ello debía de resultarle de lo más absurdo. El alma del Hombre, mi alma, era un eterno claroscuro, y eso revestía sus magulladuras, mucho menos dramáticas tras una ducha, de un cierto aire didáctico que las justificaba.

Al día siguiente reanudamos nuestro periplo por la ciudad, ese pozo sin fondo de inmundicia, y el episodio del lecho no tardó en volverse difuso, como si no nos concerniera, como si lo hubiésemos visto en la televisión. En vez de guardarme rencor, Sariel se arrimaba a mí con más fuerza que nunca y me miraba a veces largamente, estudiando mis actos como embrujada, y yo continuaba dando vueltas en mi ruedecita, perdido mi rango de maestro y rebajado al de cobaya. Aun así no volví a ponerle las manos encima. No quería repetir. Esa noche la volví a llevar al Insomnio, y apenas había comenzado a emborracharme, cuando ella se desplomó en medio de la pista.

La llevé a casa. De repente se había vuelto aún más pálida. Sus ojos adquirieron un brillo febril y empezó a murmurar incoherencias. No sabía qué hacer. La tendí en la cama y procedí a cubrirle la frente con paños húmedos. Aquello restableció su conciencia. Se deshizo de mis cuidados de un manotazo, saltó de la cama, tambaleante, y se dirigió al salón. Desplegó sus alas y por un instante, allí, en el centro del desordenado salón, colgada del aire con los brazos extendidos hacia atrás y las piernas juntas, tensas, formando una lanza marfileña, el cabello como un cometa, los senos diluidos en su pose aerodinámica, acariciada por la luz renacentista de la luna, que realzaba cada pluma de sus alas, allí, ya digo, a tres metros de mí pero sobrecogedoramente inalcanzable, fue más hermosa que nunca. Luego se desplomó estrepitosamente sobre el suelo.

– Sariel, ¿qué te ocurre, Sariel? -exclamé, corriendo hacia ella.

Sariel se abrazó a mí con fuerza, como un náufrago a un madero.

– No puedo volar, Alejandro -gimió, llorando contra mi pecho-. Ya no puedo volar.

No supe cómo reaccionar ante la noticia.

– Uriel me lo advirtió -dijo, secándose las lágrimas, sin poder dejar de sollozar.

– ¿Uriel? ¿Qué te advirtió?

– Me dijo que bajar ahora era peligroso, que con el tiempo cada vez éramos menos inmunes… -Me miró, los ojos anegados de lágrimas, que se desplegaban en abanico por sus mejillas sin color-. Estoy envenenada. No puedo volar, no puedo volar…

¿Menos inmune? ¿Envenenada? Como un traductor esforzado, conseguí extraer de la enrevesada madeja de plañidos que, entre temblores y sacudidas de cabeza, desgranaba Sariel la siguiente información: las alas de los ángeles, a pesar de lo que pudiera parecer, no eran más que un adorno inútil, una especie de placebo. Era la inocencia, la radiante pureza de sus almas lo que, como gas de helio, conseguía eximirles del suelo y entregarles a los vientos. Y ahora, como la heroína de una novela cualquiera, Sariel había perdido la inocencia. Había mirado hacia el abismo, y el abismo le había devuelto la mirada. La ponzoña de la sociedad la había pervertido, contaminándole el alma. Todo cuanto yo le había enseñado, todo cuanto le había hecho, había acabado por socavarla por dentro, por inutilizarla, condenándola de por vida a la tierra, a pasar sus días entre nosotros, los alegres pecadores.

La tomé en brazos y la llevé de nuevo al lecho, donde sus gemidos derivaron hacia una especie de letanía de arrepentimiento que me agolpó lágrimas en los ojos. Empecé a dar vueltas a su alrededor, impotente. Todo aquello era culpa mía. ¿Qué podía hacer? Recurrí a un exorcismo desesperado: hice una meticulosa inspección por el apartamento y regresé a su lado dispuesto a paliar la oscuridad intrusa que yo mismo había contribuido a inocularle utilizando el procedimiento inverso. Me senté a la orilla de la cama y me tiré el resto de la noche recitando incansable los poemas de Bécquer. Luego pinché una y otra vez los escasos discos de ópera de que disponía, hasta que el vecino amenazó con llamar a la policía. Mas tarde, sin arriesgarme con la tele, traje el vídeo al dormitorio y le puse el mítico España-Malta. Rematé aquella improvisada muestra de logros humanos contra la carcoma de su alma con el vídeo de Star Wars, que ilustraba mejor que cualquier otra cosa la victoria de la Luz sobre la Oscuridad.