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Subí a la cama de mis padres, alcé la espada de Wenceslao por encima de mi cabeza con ambas manos, cerré los ojos y mascullé una larga lista de promesas: renuncié a crecer, repudié el mundo de los adultos, aseguré que nunca haría conmigo lo que había hecho con Wenceslao, convoqué a los ángeles y las sirenas, a la fantasía y la imaginación, a todo el poder de los niños para que penetrara en mi cuerpo como un espíritu protector y no me dejara nunca. Con un gesto denodadamente épico, hinqué luego la espada en el colchón -más o menos a la altura de la entrepierna de papá- y arrojé al espejo una mirada desencajada, donde convivía el miedo más atroz con el deseo más poderoso. Unos ojos supervivientes, una expresión obcecada, una mirada suplicante que perdí hace años en el espejo de mis padres y encuentro hoy en el espejo de un fotomatón sonámbulo. Una mirada atada a una promesa. Una promesa atada a una persona.

Deseé abandonar la cabina de inmediato, de repente sus angostas dimensiones me asfixiaban. Y era inútil seguir esperando a la pelirroja, ¿no? Sabía que no vendría. La pelirroja como tal ni siquiera existía. La desconocida de mis fotos era a un tiempo muchas y ninguna. Había una pelirroja distinta en cada instantánea, en algunas de ellas ni siquiera podía afirmarse que la chica que aparecía al fondo fuese pelirroja; en otras era simplemente un bulto difuso a lo lejos, un codo anónimo, una sombra que podía ser la de cualquiera… La pelirroja en cuestión, la pelirroja de mi corazón, mi pelirroja, era una invención de mi mente. Sí, un producto de mi imaginación, otro más. Y aquello sólo era el principio. El principio de un etcétera largo y aterrador que la negación de la pelirroja había comenzado a desgranar sobre mí, un disparatado desfile de fantasmas que Javi encabezaba alegremente, vestido de gorila y agitando un banderín grotesco.

Descorrí la cortina y salí, trémulo, aturdido, a la luz del alba, al mundo de los mayores. Como balas de heno, un millón de fotos mías tamaño carnet se agolpaban en torno a la cabina. Me abrí paso entre ellas tambaleándome, como si hubiese recibido un navajazo en las entrañas, hasta alcanzar la farola más cercana, a la que tuve que asirme para no desplomarme. El descubrimiento de aquella promesa lejana, bajo cuyos efectos había estado viviendo casi quince años, me había sumido en una especie de estado de shock. Aquello explicaba muchas cosas, demasiadas. Aquello lo explicaba todo. Explicaba por qué me había negado a ver las continuaciones de Star Wars a pesar de que me moría por hacerlo, explicaba por qué ninguna chica me duraba demasiado, explicaba por qué mi padre había desistido casi enseguida de inculcarme su doctrina de la vida a pesar de ser su único hijo, figurándose que para conducir mi crecimiento se necesitaba la habilidad propia de un cuidador de bonsais. Explicaba tantas y tantas cosas, muchas más de las que en aquel momento quería entender. No quería parecer apocalíptico, pero aquello era el fin del mundo tal y como lo conocía…

Coral había dado en el clavo: en el mundo no existían las sirenas ni los ángeles y La Muerte vivía dentro de nosotros esperando el momento de salirnos por los ojos y Javi no era otra cosa que el revulsivo contra una infancia demasiado solitaria. El mundo de verdad, el mundo auténtico era tal y como yo había reconocido el día de mi examen, y era un mundo desolador e injusto, lleno de trabas indispensables, lleno de dolor, un dolor del que ninguna anguila psicodélica me rescataría. Y si yo veía algo diferente a eso, tenía un enorme problema.

Coral se había aproximado bastante a la verdad, después de todo. El enemigo se encontraba en mi propia cabeza, tal y como me había advertido la noche de su regreso, una especie de emisor de interferencias alojado en mi cráneo que no sólo no nos dejaba amarnos, sino que había demostrado que podía tener consecuencias terribles. Sin embargo, yo no podía pararlo. Yo, a pesar de no estar loco, era incapaz de verlo. Para llevar a cabo su misión de la forma más eficiente posible, aquel mecanismo, nacido de una temeraria promesa infantil, se había visto obligado a refugiarse en algún recóndito doblez de mi cerebro, desde el cual había ido emitiendo su influjo con absoluta inmunidad, distorsionando mis percepciones sin yo saberlo, siguiendo una lejana e irrevocable orden que yo mismo le había dado para prevenir los golpes que me depararía el futuro, una especie de póliza psíquica que no recordaba haber firmado.

Ahora, el episodio de la pelirroja había puesto de manifiesto la compleja maquinaria al completo, ésa que yo había estado tratando de desactivar desde dentro, como un infiltrado, sin demasiado éxito. Había usado su propio poder de distorsión para transmutar unas oposiciones cualesquiera -como había transmutado a Sara en Sariel, la marcha de Wenceslao en Javi, mi primer bosquejo del amor, blanco y casto, en una sirena asexuada llamada Leia, el vino en sangre y el pan en verbo- en unas ficticias convocatorias a la madurez, donde conseguir un aprobado, única forma de detener el artefacto. Un plan, como se había visto, de lo más desastroso. El certificado había resultado insolvente. El mundo que yo veía continuaba siendo, usando las palabras de Coral, una rudimentaria Disneylandia. Había sido un encomiable intento por mi parte, una bonita forma de sacrificio amoroso, pero condenado de antemano, algo parecido a combatir el tifus con el bacilo de Koch.

Una vez desvelada la máquina culpable, había resultado sin embargo de lo más fácil apretar el botón de apagado. Podía decirse que, al aceptar que ninguna desconocida de pelo rojo irrumpiría nunca en el fotomatón, le había dado sin querer con el codo. Y las interferencias desaparecieron abruptamente, mostrándome el mundo tal cual era, sin tapujos, en toda su crudeza. Había tenido lugar ante mis ojos un efecto similar al que se produce en una de esas transparencias de anatomía insertadas en las enciclopedias, cuando se retiran las sucesivas capas de órganos y sistemas, desabrigando la figura, prescindiendo de la frivolidad de la piel, hurtándole el hígado, los pulmones, el bazo, arrebatándole todo cuanto encubre la ineludible verdad de los huesos.

Aunque me sentía exhausto, eché a andar, impelido hacia los adoquines por la catarsis, como si el movimiento de mis pies evitase que mi mente desfalleciera. Caminé sin rumbo, olvidando que me encontraba enfrente de casa, dejando a mi ensimismamiento la elección de las calles. El cielo parecía un cristal ahumado. Debían de ser las seis y media o así, esa hora en la que cualquier persona que recorriera las calles sería inevitablemente considerada sospechosa de algo. A mí me venía de perlas aquel desierto momentáneo, en el que mis evoluciones de borracho apenas desconcertaban a algún que otro gato errabundo.

Resultaba realmente curioso que hubiese remontado quince años con aquella discapacidad -no sabía cómo llamarla- sin recibir más que pequeñas amonestaciones por parte de mis padres y allegados. Quizá ésa había sido la causa de la deserción de Artemisa, incluso también la causa de su vuelta, al comprobar que el abominable parásito de mi mente podía incitarme a ejecutar ante los atónitos ojos de todos empresas de indudable valía romántica. ¿Y Blanca, mi querida pintora? Blanca me había amado precisamente por eso, supongo, por estar maldito para el mundo. ¿Acaso no había en toda ella, en su rabiosa forma de vivir y pintar, un rechazo de la realidad, una pugna diaria por traducirla a su modo que no era más que otra variante de mi enfermedad? Sí, Blanca había tenido la suerte -o la desgracia, dada mi aborrecible actuación- de toparse en vida con el hombre de sus sueños, un hombre que no pasaba de ser el sueño de un niño. ¿Y si no hubiese huido de ella?, me pregunté. ¿Y si hubiera tenido el valor de plantarme en aquella carta y no pedir ninguna más? No lograba emitir ningún pronóstico sobre nuestra posible relación. Tal vez hubiésemos perecido aplastados por un mundo que no entendíamos, que no toleraba alternativas personales. O tal vez hubiésemos sobrevivido juntos, generando con cada coito sobre los tubos de óleo una poderosa fuerza centrípeta capaz de desgarrar la realidad y hacernos caer de bruces en un mundo perdido, habitado por setas cabezonas y ciempiés con mostachos de general. Esta última posibilidad se me antojaba menos factible, sobre todo porque yo no disponía de ningún talento artístico que me permitiera seguirla a ella sin actuar de lastre. Mejor volaba sola… Y por fin, Coral. Había tenido que ser ella la encargada de pararme los pies. Coral, mi dulce cabecita cuadriculada, aferrada a su razón como a un crucifijo, creyendo que una mente lógica implicaba una vida lógica, una realidad sin estridencias, donde todo era medible, seguro, exacto, donde nada ocurría porque sí. Yo representaba todo cuanto ella detestaba, todo cuanto había tenido que dejar atrás -¿de ahí ese largo año de convivencia?-, yo era el absurdo, lo indemostrable, la anarquía, el caos, el cubismo, un cerebro del revés, un trabalenguas con dislexia. Se fue a Barcelona para decidir si abandonarme o cambiarme. Y había acabado haciendo las dos cosas.