Выбрать главу

Y sin embargo, a pesar de su dedicación, todo el mérito se lo llevaba la pelirroja, que no era más que un fantasma. Pero, ¿era eso cierto? ¿No había sido Coral después de todo quien me había impelido hacia el fotomatón? ¿No había sido mi temor a enfrentarme a ella, a prestarme a su inevitable inspección con el corazón anubarrado de culpabilidad, a reanudar una relación que se adivinaba complicada en extremo, lo que me había hecho consagrarme a la búsqueda de la pelirroja? Además, ¿qué le hubiese costado a mi mente, experta en crear sirenas de la nada, concederme también una pelirroja? De alguna manera, Coral, con aquel discurso tan oportuno, había desencadenado un movimiento sísmico en el interior de mi cabeza. Me imaginaba mi corteza cerebral sometida a corrimientos casi telúricos, elaborando conexiones inimaginables de las que yo mismo quedaba excluido. Los designios del subconsciente son inescrutables, admití.

Pero no importaba qué oscuras estratagemas hubiesen empleado las dos caras de mi cerebro, la sana y la infectada, por la posesión de mi cabeza. Lo único que importaba era que el resultado de aquel batallar feroz, de aquellas intrigas palaciegas surgidas gracias a un fotomatón inoportuno en cuyo espejo se había clavado una mirada igual de inoportuna que remitía a ciertos recuerdos traspapelados de mi infancia, había sido positivo. Todo había acabado: ahora mi percepción del mundo era correcta. Veía lo que había, ni más ni menos… Y a pesar de que el nuevo mundo se me antojaba terriblemente insípido y tosco, un cuchitril angosto y frío donde estábamos todos apretados, mirándonos las caras, soñando quizá con una calefacción central que nos alegrara la existencia, mientras contemplábamos con envidia cómo algunos se calentaban con cerillas baratas o mecheros de lujo, me sentí feliz de tener la oportunidad de enfrentarlo, de jugar al Gran juego de la Vida sin cartas en la manga, de buscar la libertad que aguardaba tras sus inevitables trabas, contento sobre todo de saber que si las cosas se volvían demasiado complicadas cualquier día, podía recurrir a algún antídoto de fabricación casera, pero esta vez por propia voluntad.

¿Qué habrá sido de Wenceslao?, me pregunté al enfilar por Menéndez Pelayo. A estas alturas de la vida, Wenceslao debía rondar los treinta y pocos y podía ser cualquier cosa. ¿Seguiría en Madrid? ¿Se habría casado? Imposible saberlo. Era extraño lo que sentía hacia él ahora, después de tanto tiempo. Aunque sin ser consciente de ello, Wenceslao había hecho conmigo algo terrible: como aquellos cabrones del siglo XVII que fabricaban bufones para los reyes y sultanes mediante el horrible procedimiento de encerrar a niños en jarrones, bloqueando así su desarrollo, reconduciéndolos hacia la monstruosidad requerida para la hilaridad de la corte; Wenceslao había obstruido mi crecimiento. Había utilizado métodos más sutiles, de acuerdo, pero con resultados muy similares. No me atrevía a emparentarme con monstruos de barraca, pero sí había debido resultarles a las personas de mi entorno una criatura bastante exótica.

De todas formas no le guardaba ningún rencor, no lograba ver su presencia en mi vida como perniciosa por más que me empeñase. Yo también había tenido mi parte de culpa. Ambos habíamos estado a merced de las circunstancias. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De nada sirve lamentarse. Era mejor aceptar todo lo sucedido como necesario. Mejor, como imprescindible.

Los jardines de Murillo se encontraban minados de vasos de plástico y botellas variadas, sobras de nocturnidad juvenil que sumadas a aquel silencio lácteo y a aquellos balbuceos lumínicos otorgaron una inquietante atmósfera onírica a mi espontánea peregrinación. Allí, escasas horas antes, se había comercializado con sueños, ilusiones, pastillas y sexo, como un mercadillo ambulante y oscuro que ahora esperaba agazapado en algún sitio el regreso de las tinieblas para volver a montar sus irresistibles tenderetes. Crucé por entre todo ello como un resto más olvidado por la noche, como un fantasma o un apestado. La caminata parecía estar sentándome bien. Mis pies habían perdido aquella premura inicial, aquel carácter de huida, y adquirido cierto aire de paseo. Mi mente tampoco se parecía ya a aquel desbocado congreso de pensamientos homicidas, se asemejaba ahora al escritorio de un abogado o un médico, un paisaje ordenado y pulcro, donde cada asunto esperaba en su lugar correspondiente de la mesa el momento de ser tratado. Era un pensar algo lento pero seguro, tonificantemente lúcido. Consulté el cielo, que empezaba a llenarse de los primeros cuajarones de luz. El amanecer era inminente. Decidí, ya que iba ser testigo de él, escoger el lugar con delectación de gourmet. El puente de San Telmo me pareció el sitio más adecuado y reconduje mis pasos hacia el río.

Mi errática trayectoria concluyó sin incidencias unos diez minutos después en una de las balaustradas del puente anteriormente mencionado. Había llegado justo a tiempo: la noche pendía de un hilo, las sombras vacilaban como la ceniza de los cigarrillos, y una de las pocas cosas hermosas que podían verse gratuitamente en este mundo iba a ocurrir de un momento a otro ante mis ojos. Introduje la mano en el bolsillo de mi chaqueta y extraje un pendiente de cristal verde en forma de lágrima, bastante hortera para mi gusto. Repasé sus contornos con afecto. Me alegraba de verlo. Estoy en el mundo adecuado, pensé con nostalgia, y lo arrojé al río. Cayó despaciosamente en un largo arco, destellando en lo posible, y soldó su verde al de las aguas con una rosa de vidrio vista y no vista. Metí la mano luego en el otro bolsillo, intrigado por descubrir cuál había sido el soporte real del certificado de mi amañada madurez. Sonreí al descubrir de qué se trataba. Era una de esas cartas publicitarias del Club del Libro. La abrí y desplegué el folleto de su interior. Anunciaba una nueva edición de El Quijote, obra cumbre de las letras españolas, de lujosa estampación y precio verdaderamente módico. Iba a rasgarlo y tirarlo al río, pero me lo pensé mejor: de pequeño nunca me había interesado aquella voluminosa obra. La historia de un tipo que traducía la realidad a su modo siempre me había resultado un poco tonta, como muy cogida por los pelos. Sin embargo, aquel discutible argumento parecía funcionar estupendamente. Me animé a darle una oportunidad y volví a guardármelo en el bolsillo: empezaba el espectáculo.

Hay cosas que no pueden describirse con palabras, pensé ante aquel cielo parturiento. Sin embargo, aquello no eran más que chorradas, excusas de escritor mediocre. Cualquiera que disponga de una guía de colores Pantone puede precisar con exactitud qué colores tiene este cielo, me dije. Desgraciadamente, yo no suelo llevarla encima.