Decidí simplificar un poco las cosas. Miré el teléfono y pensé: ¿y si no la llamo? ¿Y si no la llamo ni ahora ni más tarde, ni mañana, ni la semana que viene? ¿Y si no la llamo durante el resto de mi vida? ¿Qué podía pasarme? ¿Qué me ocurriría? Así, de entrada, no se me ocurría nada. Me sentiría un poco solo los primeros días, nada que no pudiese solucionarse con volver al ruedo de la noche, con pavonearme un poco por el Insomnio, halagar algunos ojos y aflojar la cartera con alevosía. La vida seguiría su curso inexorable. Descubrí que lo que sentía por ella no era amor, era demasiada poca cosa para ser amor. Ni siquiera el calvario al que Artemisa me sometió con su huida podía asegurar la existencia de amor en mi corazón. Aquella conducta mía se me antojaba ahora viciada por los clichés y los tópicos, algo así como una reacción conductista.
Resumiendo: había estado a punto de decirle a una chica a la que no quería que la quería.
Me encogí de hombros. ¿Ya está?, me dije, ¿así de sencillo? Parecía que sí. Acababa de ahorrarle a Coral y a mí mismo una relación fallida, y todo por un chicle. Sin embargo, no parecía en absoluto lógico que un vándalo atascacabinas supiera interpretar mis sentimientos mejor que yo mismo. Era tan absurdo que me obligaba a desdeñar todas las reflexiones anteriores y empezar de nuevo desde el principio, desde la desaparición de la moneda. Como no tenía intención de hacerlo, me obligué a creer que aquel chicle salvarrelaciones lo había puesto yo, que era el mismo chicle de hacía dos años. Era absurdo, lo sé, pero era la única forma de que el mundo pareciera lógico.
– Oiga, ¿piensa telefonear o no? -protestó alguien a mi espalda.
Le miré sin entender.
– ¿Va a usar el puñetero teléfono o no? -insistió.
Era un hombrecillo enchaquetado y tripón, uno de esos tipos que recorren las calles con un maletín y una estridente corbata de diseño como si la ciudad les perteneciera, cuando son ellos los que pertenecen a la ciudad. Era un ganador, rufianesco y torvo, convencido de que el mundo era incapaz de negarle nada. ¿Y quién era yo para llevarle la contraria?
– No -dije, cediéndole la cabina con una sonrisa de lo más cortés-. Llame usted.
Abandoné los aledaños del río, oyéndole maldecir a mi espalda, e ingresé de lleno en la vorágine de la mañana. El cielo lucía un azul luminoso y placentero, y no pude más que corresponderle con una sonrisa indómita. Me sentía rabioso por empezar, enormemente intrigado por mi futuro, que ahora más que nunca dependía de mí. De alguna manera, no efectuar la llamada me había hecho libre, un hombre sin pasado. Atrás quedaban muchas cosas, muchos aciertos y errores, muchos besos, muchas calamidades, casi veintiséis años de vida que ahora me costaba reconocer como míos. Había muchas cosas que recriminar. Me dolía en el fondo reconocer que yo había tenido algún parentesco con aquella hilera de yoes que, cogidos de la mano como esos monigotes de papel, formaban mi existencia. He sido tantos otros hasta concluir en éste, pensé, y tampoco éste será el definitivo, también de éste me tocará renegar. La transición permanente es el estado más noble del hombre.
Coral se apartaba de mi vida para vivir la suya y me asignaba un horizonte inmenso y misterioso donde todo era posible. Artemisa, Blanca, Coral… Aún me quedaba todo un abecedario de desconocidas en las que continuar buscándome, persiguiéndome, ordenándome, tal vez, ¿por qué no?, entendiéndome. Esperaba tan sólo no tener que aguardar hasta la z. El único nombre con z que me sonaba era Zenobia, y era hindú, y, a pesar de que como he dicho antes podía pasarme cualquier cosa, un viaje a la India tal vez fuera la excepción de la regla. O tal vez no. ¿Me esperaba en ese dobladillo del cielo que es el horizonte una desconocida que respondía por ese nombre? ¿Habría en alguna parte alguna chica llamada Zenobia esperando a que yo me cruzase en su camino? Podía ser. Lo mejor de todo era que no lo sabía y eso me mantendría vivo. La vida, como el alba, tiene la estructura de la promesa.
Respiré hondo aquel aire ultrajado por el aroma agrio de mis prójimos y me despedí de lo vivido, de aquella etapa conclusa de mi vida que se desprendía de mí como una hoja tocada por el otoño, una etapa absurda que ahora, sometida por la perspectiva, alcanzaba cierta apariencia lógica, una etapa que si se estudiaba con detenimiento lo mismo tenía sentido, una etapa que incluso podría escribir algún día.
Si no fuera porque otro ya la estaba escribiendo por mí.
Ignición
A aquellas tempranas horas de la mañana, el Telepizza de mi barrio escaseaba de clientes y su personal se encontraba reducido a dos. Uno de ellos era una chica regordeta y feúcha, que en aquel momento estaba reclinada sobre la barra, abotargada de sueño. El otro era el tipo que buscaba. Se encontraba en una de las mesas del fondo, tecleando reconcentrado en una máquina de escribir eléctrica, aislado del mundanal ruido por las mamparas de la inspiración. Apenas unos segundos después de divisarle, se reclinó hacia atrás con una sonrisa de satisfacción y extrajo de un tirón triunfal el folio de las fauces de la máquina. Le observé releerlo asintiendo ligeramente con la cabeza, contento de cómo le había quedado.
Espabilé a la chica de la barra con la compra de unos buñuelos y avancé hacia él sin prisas, dando cuenta de mi desayuno. Se percató de mi llegada cuando ya casi había alcanzado su mesa. Estaba claro que no esperaba aquella jugada por mi parte. Ahora yo era el fisgón, el que miraba vivir. Observé su reacción con una sonrisa conmovida en los labios, como quien contempla las gracias de uno de esos perritos enanos. Su reacción fue la siguiente: nada más verme, sufrió una especie de rigor mortis brevísimo, un envaramiento de miembros y una palidez en el rostro que apenas duró un par de segundos. Luego trató de proteger o esconder sus papeles con un par de manos crispadas, hasta comprender lo vano de la empresa. Finalmente se reclinó hacia atrás en el asiento y adoptó una expresión entre abnegada y expectante. Comprendí que en el fondo deseaba que yo viese el contenido de la mesa, se sentía orgulloso de él y buscaba mi aprobación.
Me senté a su frente y tendí hacia él el cartucho de buñuelos. Negó con la cabeza, tenso como los tirantes de un luchador de sumo. El contenido de la mesa era tan variopinto que parecía el botín de un cleptómano. Sin embargo, bastaba mirar con un poco de atención para descubrir que todos aquellos objetos estaban relacionados. Relacionados conmigo, naturalmente.
Junto a la máquina de escribir había un tocho de folios mecanografiados: la supuesta novela. A su lado descubrí algunas bases de premios literarios y un pulcro listado con direcciones de editoriales: aquel chico pretendía comerse el mundo. Había también varias cassettes con etiquetas donde podían leerse mensajes tan extraños como éste: Charla con Coral, 8-10-96 (aprovechable a partir del minuto doce). No pude menos que sorprenderme. Según las referencias de aquellas cintas mi apartamento debía encontrarse plagado de micrófonos. ¿Cómo diablos había conseguido instalarlos? La respuesta no podía ser otra: las cajas de pizzas. Recordé que se amontonaban por cualquier parte sin excepción a causa de mi pereza por bajarlas a la basura. No había podido encontrar mejor escondite para sus escuchas. Aquel tipo debía saberlo todo de mí, desde si roncaba por las noches hasta qué tipo de gemidos soltaba durante la cópula, pasando por el número de eructos que emitía tras las comidas y las veces que tiraba de la cadena.