Y es que Javi lo tenía todo a su favor. Empezando por el físico y terminando por la mirada. Su cuerpo poseía la delgadez justa del rebelde, era flexible y nervudo como ala de murciélago, uno de esos cuerpos a los que le sienta bien cualquier talla, y exhalaba seguridad por todos sus poros. Luego estaba su rostro, ovalado y de una llamativa sencillez, con aquella boca remisa, díscola, y aquellos ojos alacranados e insondables, aliados ambos en una expresión de sagacidad oscura, de sabiduría peligrosa y callejera. Y aquellas manos delgadas y ágiles, como de estrangulador de novicias o ginecólogo de espectros. Para colmo, el pelo, siempre revuelto, le otorgaba cierto desaliño seductor. Javi era uno de esos tipos que podían ir solos al cine o a las fiestas sin despertar piedad, sin que nadie se aventurara a tacharles de solitarios. Con un físico así, pensé una vez más, podía hacerse cualquier cosa.
– ¿Has traído uno? -le pregunté de inmediato, obviando el protocolo.
– ¿Tú qué crees? -sonrió-. Siempre me acuerdo de coger uno cuando vengo a visitar a Álex, el gran mártir del siglo XX. Por si las moscas.
Javi traía consigo una gran bolsa de plástico azul. Rebuscó en ella y me mostró el bote. Era uno de esos botes de aceitunas tamaño familiar. La anguila se encontraba en su interior, ovillada en su fondo, emitiendo a su pesar un lechoso resplandor púrpura.
– Estupendo -celebré, levantándome del sofá y dirigiéndome con paso tambaleante hacia el baño-. Voy a llenar la bañera.
Despejé el interior de la bañera de cajas de pizzas, puse el tapón y abrí al máximo el grifo. Javi y yo la contemplamos llenarse en una especie de silencio reverencial. Una vez llena lo justo para que al albergar mi cuerpo no se derramase una sola gota, me desnudé lentamente y me metí dentro. Javi abrió el bote de aceitunas, echó la anguila al agua y abandonó el baño, pues sabía que con el tiempo yo había llegado a preferir gozar de intimidad durante el transcurso de la ceremonia.
De pequeño, los padres de Javi, en uno de sus muchos amagos de divorcio, le hicieron los regalos de cumpleaños por separado. Su padre le regaló un Quimicefa; su madre, una anguila para su acuario. Javi fue incapaz de jugar con ninguno de los dos sin sentir que menospreciaba al otro. Finalmente optó, como si de esa forma pudiese reconciliar a sus padres, por jugar con los dos a la vez. Preparaba extrañas mezclas químicas y se las inyectaba a la anguila con una jeringuilla. Le divertía ver cómo la anguila respondía alterando sus colores y comportamiento. La anguila, que empezó siendo verde oliva como todas las anguilas, acabó convertida en un jirón de cortina amarillo y púrpura que intimidaba al resto de los peces, por lo que Javi se vio obligado a adquirir un acuario más pequeño para ésta. Al ir a cambiarla de pecera, la anguila, que había pasado toda la semana ovillada y apática en una esquinita, le mordió en un dedo. Ocurrió uno de esos días otoñales de cielos grises que a uno le hacen sentir inevitablemente melancólico. Diez minutos después de la mordedura, Javi corría con su bici bajo la lluvia, preso de un paroxismo de alegría incontrolable.
Cuando un par de días después, requerí su hombro para descargar mis lágrimas semanales, Javi no se lo pensó dos veces. Me mostró su pequeño acuario, con la anguila como muerta en su fondo, emitiendo un suave crepitar malva, y me invitó a introducir la mano. La anguila tardó en percatarse de la presencia intrusa de mis dedos. Al hacerlo, pareció desperezarse con gran dificultad. Yo aguardé, intrigado. Tras un par de minutos, el bichejo se acercó a mis dedos con cierta timidez, en una especie de movimiento sensual, como de apareamiento. Y lanzó un imperioso mordisco que me hizo retirar la mano de inmediato.
– Mierda -mascullé, sacudiéndome el dedo mordido-. Esto no tiene gracia, tío.
– ¿No notas nada? -quiso saber Javi-. ¿Sigues sintiéndote mal?
No, ya no me sentía mal. No recuerdo cuál era exactamente mi pena de aquel día, sólo recuerdo que el mordisco me la arrancó de cuajo. Desde mi dedo herido se propagaba por todo mi cuerpo un divertido cascabeleo de júbilo, una alegría gratuita, incontrolable. Cogí la bici de Javi y estuve casi una hora pedaleando sin parar, crucé carreteras comarcales, atravesé sembrados, miné la moral de varios de aquellos perrazos perseguidores de ciclistas que nunca faltan en cualquier urbanización que se precie. Javi me encontró apoyado en un risco, jadeante y sudoroso como él mismo.
Los dos nos miramos excitados, como si acabáramos de descubrir la pólvora. Éramos jóvenes y emprendedores. Las llamamos «comemierda» e intentamos comercializarlas, pero nadie confiaba en poder dejar atrás una depresión metiéndose en la bañera con un bicho tan repulsivo, por muchos colorines que tuviera. Así que yo me convertí en su único cliente y Javi nunca se hizo rico. De sueños como ésos está hecha la vida.
Cerré los ojos y extendí mis manos sobre la única parte de mi anatomía que aún no se había vuelto inmune a las módicas dentelladas del comemierda. Cuando mi vida sea llevada al cine, pensé a modo de consuelo, estos momentos morirán en manos de la elipsis. La sentí zascandilear entre mis piernas en un roce casi sedoso, como de pluma, y pensé en Artemisa con fuerza, tentándola con mi dolor. Casi enseguida noté las punzadas de sus dientecitos por todo mi cuerpo, una acupuntura agradable que me sumió en un trance. Mi mente se volvió retráctil, buscó dentro de sí misma un lugar al que escapar, y encontró el rastro de mi último sueño, un resabio feliz donde ocultarse mientras la materia era torturada.
Me descubrí pensando en Leia, en nuestra historia de amor imposible. Las mañanas de invierno, yo solía chuparme las primeras clases e irme un rato a la playa que, descongestionada de las mansedumbres del verano que tanto la vulgarizaban, solía mostrárseme inmensa, serena y legendaria. Allí, lejos de todo, yo hacía mis pequeñas meditaciones sobre el mundo, paseaba, estudiaba condones con el pie, dibujaba sobre la arena o tiraba piedras al mar, haciéndolas rebotar contra las olas gomosas. Sin yo saberlo, las sirenas también solían merodear las costas en invierno, y una mañana, uno de mis mejores lanzamientos hizo que una de ellas emergiera de las aguas y se acercase a la orilla para pedirme amablemente que me buscara alguna actividad más provechosa para aquellas horas de ocio. Fue un flechazo. Recuerdo su rostro de virgen prerrafaelista, su larga cabellera rojiza entreverada de algas, sus senos de niña, su cola plateada y sinuosa. Dado que las sirenas carecen de nombre, tuve que improvisar uno. Ninguno me resultaba apropiado para denominar a aquella criatura exquisita a la que a través de la historia nadie se había atrevido a encerrar en un nombre. La llamé Leia a falta de otro mejor, y les propuse a mis padres dejar el colegio y embarcar en algún pesquero para estar siempre a su lado, pero, a pesar de que yo había superado con creces la edad de cualquier grumete de Stevenson, fui considerado demasiado pequeño aún para enfrentar una vida tan ingrata.
Aquel amor platónico me bastó hasta el advenimiento de la sexualidad. A partir de ahí, la carencia de sexo de Leia se convirtió en un problema insalvable. Las primeras pajas, aquellos enternecedores intentos por enfocar las lentes del deseo, me situaron durante un tiempo en sus brazos, preso en un tul de besos submarinos, hasta que empezó a resultarme frustrante que mis caricias perdieran la pista de la mujer más allá de su ombligo, donde el correoso tacto de sus escamas censuraba mis fantasías. Lentamente, Leia fue cediendo terreno ante la llegada de mis compañeras de instituto, practicables de arriba abajo, algunas de las cuales, a pesar de mostrarme en clase la más absoluta indiferencia, se desnudaban con regularidad y entusiasmo en los impúdicos recovecos de mi mente. Ocupado en no perderme nada de aquel mundo morboso y sensual de las aulas en que había desembocado el mundo rudo y discriminatorio del colegio, Leia quedó relegada al olvido. Y allí sigue, rescatada únicamente cuando uno siente con redoblada fuerza el sinsentido y la decepción de la carne.