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Marten sintió que el corazón se le aceleraba. Respiró hondo una vez y otra y encendió el ordenador de Armand. Metió el disquete y lo seleccionó. El único archivo que contenía se llamaba Tonterías, como si fuera algún tipo de juego de ordenador, o de archivo con chistes que alguien le hubiera pasado a Halliday y él se lo hubiera guardado en la solapa de la agenda y se le hubiera olvidado.

Desanimado, seleccionó de todos modos el archivo. Una décima de segundo más tarde se le abrió en la pantalla y su desánimo se disipó.

– Dios mío -suspiró. TONTERÍAS era una copia del expediente de Raymond que había desaparecido del archivo de detenciones del LAPD. En él había fotos claras de frente y de perfil y sus huellas digitales. Por la información que tenía Marten, éstas eran las únicas copias de sus huellas digitales que seguían existiendo.

5:50 h

Marten sacó bruscamente el archivo del ordenador y lo apagó. Luego volvió a guardar el disco entre las tarjetas, las volvió a atar con la goma elástica y las metió de nuevo en la agenda de Halliday, que ató a su vez con las gomas más grandes. La pregunta era qué haría ahora. Tenía que dormir, al menos un rato, pero también tenía que proteger aquella información. Entonces se acordó del patio que había junto al comedor del apartamento de Armand, que estaba en una planta baja.

Se levantó rápidamente, cogió la agenda de Halliday y el archivador de Ford, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo a oscuras.

48

Al cabo de unos segundos Marten entró en el comedor y miró el pequeño patio que separaba el edificio de Armand del vecino a través de los grandes ventanales. No era mucho, pero era suficiente, en especial si la policía -con Kovalenko, que ya desconfiaba de él, y una vez registrado el apartamento de Dan Ford palmo a palmo con un equipo científico- tenía alguna sospecha de que algo no estaba bien, o faltaba, o no estaba como debería estar y venía a hacer preguntas, tal vez incluso con una versión francesa de una orden de registro.

Era un americano que vivía en Inglaterra, atrapado en una serie de asesinatos turbios en Francia, y conocía a dos de las víctimas personalmente. Si la policía encontraba el material de Ford y Halliday en sus manos, Lenard no sólo lo arrestaría de inmediato por ocultar pruebas, sino que se pondría lo bastante furioso como para mandar su foto y sus huellas a la Interpol para ver si había alguna orden de captura contra él en otros países. ¿Y quién sabe si sus amigos del LAPD no habían sacado ya un aviso de búsqueda de Código Amarillo/Persona desaparecida en la Interpol, con la esperanza remota de que alguien pudiera identificarle? Y entonces ¿qué? Todo saldría a la luz; quién era, dónde estaba, la situación de Rebecca, todo. Hasta Hiram Ott en Vermont podía quedar expuesto y ser denunciado por haber pasado ilegalmente la identidad de un muerto a otra persona.

Y entonces ocurriría lo que había temido antes. En muy poco tiempo, pene VerMeer o algún otro enviado o enviados llegarían a ejecutar la venganza por aquellos que en el LAPD seguían considerándolo todavía responsable de las muertes de Polchak, Lee y Valparaiso y por destruir la brigada. Era algo que no podía permitir que pasara. Por otro lado, seguía siendo su guerra. Lo que había descubierto en los archivos de Dan Ford y en el disquete de Halliday le acercaba más que nunca a ella.

La esposa de Armand conservaba su pequeña cocina limpia y bien ordenada, y a Marten le llevó muy poco tiempo encontrar lo que buscaba, una caja de bolsas de basura opacas. Sacó una, metió dentro la agenda de Halliday y el archivador de Ford, la cerró con una goma elástica y volvió a entrar en el comedor. Allí encendió una lamparita, abrió las puertas de cristal y salió al frío aire de la madrugada. Con la tenue luz de la lámpara podía ver el patio, que medía apenas cuatro por siete metros, con un muro de tres metros de altura al fondo que lo conectaba a los edificios de apartamentos de ambos lados. El propio muro estaba lleno de parras desnudas con unos cuantos arbustos perennes delante y una fuente grande de ladrillo que en invierno no se usaba, muy arriba.

Avanzó cinco pasos y Marten alcanzó el muro y empezó a treparlo. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y podía ver un callejón estrecho al fondo con varios cubos de basura en el suelo, inmediatamente debajo. Se giró un poco y miró en la fuente. Aparte de unas cuantas hojas caídas que tenía acumuladas al fondo, estaba vacía. Rápidamente, metió la bolsa de basura dentro y la tapó con las hojas. Entonces se dio la vuelta y saltó al suelo.

El cielo estaba todavía oscuro cuando volvió a entrar en el apartamento y cerró la puerta del patio. Al cabo de tres minutos estaba en el sofá, en el despacho de Armand, tapado con una manta y con la cabeza apoyada en la almohada. Tal vez se hubiera protegido de la policía, tal vez no. Tal vez ni siquiera llegaran a venir y hubiera sido demasiado cauto. Al menos tenía la tranquilidad de saber que los archivos de Dan y la agenda de Halliday estaban escondidos en un lugar difícil de encontrar y del que los podía volver a recuperar más tarde, desde el callejón, si le era preciso. Respiró hondo y se dio la vuelta. Lo único que quería hacer ahora era dormir.

49

Hendaya, Francia. Estación de tren de la frontera francoespañola.

Jueves 16 de enero, 6:30 h

Estaba todavía oscuro cuando tres hombres y dos mujeres bajaron del tren cruzando por en medio del grupo de pasajeros que embarcaban. Se dirigieron hacia un Alfa Romeo sedán gris oscuro estacionado en el parking de la estación. Iban vestidos con sencillez y hablaban en español; tenían todo el aspecto de ser españoles de clase media a punto de entrar en Francia. Los dos primeros hombres eran más mayores y llevaban las maletas de las mujeres además de las suyas propias. El tercero tenía unos veintidós años, era delgado y aniñado, y llevaba su propia maleta. Las mujeres eran su madre y su abuela. Los otros hombres eran guardaespaldas.

Al llegar al coche, uno de los guardaespaldas retrocedió para vigilar lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El otro metió las maletas en el maletero. Al cabo de dos minutos el Alfa salía del parking. Cinco minutos más y se encontraba acelerando por la autopista A63, alejándose de la frontera española hacia la localidad costera francesa de Biarritz, con los guardaespaldas sentados delante y las dos mujeres y el hombre más joven detrás.

Octavio, el hombre que conducía, de pelo oscuro y con una estrecha cicatriz en el labio inferior, ajustó el retrovisor. Unos doscientos metros detrás de ellos vio un Saab negro de cuatro puertas que los seguía. Sabía que el Saab seguiría allí cuando salieran de la A63 en dirección este, y también cuando se pusieran en dirección norte y pasaran por Toulouse por la A20, dirección París. Dos coches, cuatro guardaespaldas que protegían a los tres que habían llegado tan discretamente desde España: la gran duquesa Catalina Mikhailovna de la familia imperial rusa Romanov en el exilio; su madre, la gran duquesa María Kurakina, viuda del gran duque Vladimir, un primo del zar Nicolás II; y su hijo de veintidós años, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, el hombre al que las casas reales de todo el mundo reconocían como el heredero legítimo del trono de Rusia, el cual, si la monarquía llegaba a restaurarse, se convertiría en el primer zar de Rusia desde que Nicolás Alexandrovich Romanov, Nicolás III, fuera asesinado con su esposa y sus cinco hijos el principio de la Revolución rusa, en 1918.

La gran duquesa Catalina miró brevemente a su hijo y luego se volvió hacia atrás, a mirar al Saab que los seguía y luego al oscuro paisaje exterior. En poco más de doce horas estarían en París y en una reunión muy formal y muy secreta de la familia Romanov en una residencia privada de la avenue Georges V. La reunión había sido convocada por uno de los más altos enviados de la Iglesia ortodoxa rusa, que les pedía que la familia designara al legítimo sucesor a la corona y era, a todos los efectos, una señal clara de que Rusia estaba preparada, de alguna manera, para restablecer la monarquía, lo más probable como una monarquía constitucional en la que el zar sería poco más que una figura decorativa. Con todo, era un día por el cual la familia Romanov había suspirado al unísono -y había luchado para que llegara, a menudo con desesperación y rabia, apartando a un pretendiente al trono tras otro- durante cerca de un siglo. Con aquella reunión, todos lo sabían, llegaba la batalla final, la elección del sucesor sobre el cual toda la familia debería estar de acuerdo: el Romanov que era el auténtico sucesor de acuerdo con las leyes fundamentales del trono ruso, que establecían que el trono debe pasar del último emperador a su hijo mayor, y del hijo mayor al nieto mayor, y así, de generación en generación.