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En el largo y bizantino linaje de familias divididas y de ramas familiares, la gran duquesa Catalina estaba segura de que sólo había un auténtico heredero, y éste era su hijo, el gran duque Sergei Petrovich Romanov. Había hecho grandes esfuerzos para asegurarse de que, cuando llegara el momento, como parecía haber llegado ahora, no habría dudas sobre ello.

Desde la caída de la Unión Soviética, ella, su madre y el gran duque Sergei habían viajado cada año a Rusia desde su domicilio en Madrid, y en sus visitas habían entablado amistad con dirigentes clave de la política, la religión y el ejército, aprovechando siempre cualquier ocasión para flirtear con la prensa. Había sido una maniobra hábil y cuidadosamente orquestada para crear la impresión duradera y muy pública de que Sergei, y sólo Sergei, era el legítimo heredero del trono.

Si su estratagema había sido audaz y descarada, también había logrado dividir a la familia desde el principio, puesto que, aunque muchos apoyaban al gran duque Sergei en el complejo laberinto de aspirantes y pretendientes al trono, había otros que reclamaban el mismo derecho. El más notable era el príncipe Dimitri Vladimir Romanov, quien, a la edad de veintisiete años, era el tataranieto del emperador Nicolás I y primo lejano de Nicolás II que, como cabeza de la familia Romanov, estaba considerado por muchos como el auténtico heredero. Que su domicilio parisino en la avenue Georges V fuera el escenario elegido para la reunión de esta noche dificultaba mucho las cosas si los seguidores del gran duque Sergei cambiaban de pronto de opinión y decidían alinearse con el príncipe Dimitri.

Catalina descansó la vista sobre su madre, que se había quedado dormida entre ellos dos, y luego miró a su hijo, que tenía la luz de pasajero encendida y estaba absorto en un solitario en el ordenador.

– ¿Cuándo llegaremos a París? -le preguntó de pronto a Octavio, el chofer, en español.

– Si no encontramos problemas, sobre las cinco de la tarde, gran duquesa.

Octavio la miró por el retrovisor; luego ella vio cómo levantaba la vista hacia algún punto distante detrás de ellos y supo que se estaba asegurando de que el Saab negro seguía detrás de ellos.

Fuera, las primeras mechas del amanecer en el horizonte eran todavía débiles y la promesa de un día frío de invierno. A lo lejos pudo ver las luces de la ciudad de Toulouse, que en el siglo V había sido capital de los visigodos y ahora era un centro de alta tecnología y sede de los gigantes de la navegación aérea y espacial, Airbus y Aerospatiale.

Toulouse.

De pronto la invadió una ola de melancolía. Hacía veintitrés años, y cinco años antes de la muerte de su esposo, Hans Friedrich Hohenzollern de Alemania, el gran duque Sergei había sido concebido ahí, en una suite del Grand Hotel de l'Opéra.

Vio otra vez a Octavio mirando por el retrovisor.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó rápidamente. Esta vez su voz reflejaba preocupación.

– No, gran duquesa.

Ella miró por encima del hombro. El Saab seguía allí, con dos coches entre medio. Se volvió, encendió la luz de su asiento y sacó un crucigrama de su bolso para matar el tiempo y para alejar la preocupación que iba creciendo en ella a cada kilómetro que avanzaban. Este era el motivo de la presencia de los guardaespaldas y del pesado medio de transporte: un tren nocturno desde Madrid a San Sebastián, el breve tren de cercanías hasta Hendaya, y luego el trayecto de diez horas en coche hasta París; cuando un vuelo de Madrid a París llevaba poco más de dos horas.

Viajaban de esta manera agotadora y laboriosa porque, a pesar del relativo secretismo que envolvía la reunión de esa noche, había gente que estaba al corriente, y los brutales asesinatos de cuatro expatriados rusos en América un año antes todavía coleaban. Cada una de las víctimas había sido un destacado Romanov -un dato que poca gente, fuera de los propios familiares, conocía, pero sabido y protegido por los investigadores rusos que aterrizaron en la escena de los crímenes por miedo a que se convirtiera en una bomba política, tanto en el país como en el extranjero-, y todos ellos fervientes y acérrimos seguidores del gran duque Sergei. Además, los asesinatos tuvieron lugar en un momento en que los rumores de reinstauración de la monarquía circulaban con casi tanta fuerza como ahora. Incluso se había organizado una reunión familiar para hablar del asunto pero, a causa de los asesinatos, había sido bruscamente cancelada.

En aquel momento ella protestó ante el gobierno ruso, insinuando que los asesinatos habían sido cometidos para silenciar a las voces familiares leales al Gran Duque, pero de esta suposición no se hallaron nunca pruebas. En cambio, los crímenes fueron atribuidos al loco Raymond Oliver Thorne, quien se encontraba en todos los escenarios en el momento de los asesinatos y que había muerto a manos de la policía de Los Ángeles. En el mismo período, las conversaciones a favor de la restauración monárquica quedaron en silencio, y durante bastante tiempo no sucedió nada.

Luego, justo en los últimos días, habían tenido lugar los asesinatos de dos prominentes expatriados rusos, Fabien Curtay en Mónaco y Alfred Neuss en París. Aunque ninguno era miembro de la familia real -y se desconocía su filiación hacia alguno de los candidatos-, los asesinatos pusieron nerviosos a los Romanov, en especial si se tenía en cuenta que Neuss había sido un objetivo conocido de Raymond anteriormente, y que la reunión familiar a la que iban a asistir se celebraba en la misma ciudad en que había sido asesinado.

– Alteza. -Octavio sonrió y le señaló un gran rótulo colgado encima de la autopista: París-. Nos estamos acercando.

– Sí, gracias. -La gran duquesa Catalina Mikhailovna intentó no pensar en lo que le esperaba y se distrajo concentrándose en el crucigrama que tenía en el regazo. Resolvió rápidamente una de las palabras. La siguiente estuvo a punto de dejarla sin aliento por su ironía.

Era el 24 horizontal y pedía la palabra de ocho letras con la que se designaba al futuro zar. Sonrió y, rápidamente, en bolígrafo, escribió la respuesta: Z-A-R-E-V-I-C-H.

50

París, 7:50 h

Desde algún lugar lejano Nicholas Marten oyó el timbre de una puerta. Sonó una vez, y luego otra. Luego volvió a sonar con la misma impaciencia, sin parar. Finalmente se quedó en silencio y él pensó que oía voces, pero no estaba seguro. Al cabo de un momento alguien llamó a su puerta y Armand entró, vestido con una camiseta y unos pantalones de montar a caballo, mientras se limpiaba la espuma de afeitar de la cara.

– Creo que será mejor que salgas.

– ¿Qué ocurre?

– La policía.

– ¿Cómo? -Marten se despertó de repente.