Выбрать главу

Gare du Nord. El mismo jueves 16 de enero, 10:15 h

El inspector Roget y dos de los agentes uniformados de Lenard escoltaron a Nicholas Marten y a lady Clem a través de la multitud de pasajeros que esperaban, hasta el andén del Eurostar, el tren de alta velocidad París-Londres que cruza por debajo del canal de la Mancha.

Marten andaba como si estuviera esposado y dentro de una camisa de fuerza, incapaz de hacer nada más que lo que le ordenaban. Al mismo tiempo vigilaba de cerca de lady Clem, que estaba a punto de explotar pero de momento se las había arreglado para mantenerse en silencio, por mucha ira que tuviera dentro. Probablemente porque sabía que la amenaza que Lenard les había hecho sobre la prensa sensacionalista británica era cierta. Era una prensa que se alimentaba básicamente de noticias como ésa, y con ellos se pondrían las botas. Y Clem sabía que su padre se sentiría más que avergonzado, se pondría furioso y exigiría saber qué demonios había estado pasando. Cuando lo descubriera, sería capaz de exigir una disculpa pública por parte del gobierno francés, lo cual no haría más que avivar el fuego de la prensa sensacionalista y complicar al máximo su vida en Manchester, hasta el punto de que, debido a las normas de la universidad, o Clem se vería obligada a abandonar su puesto, o él a marcharse de la facultad, o las dos cosas a la vez. Además, tendrían a los paparazzi a la puerta de casa y sus fotos aparecerían por todas partes, hasta en la prensa norteamericana. Y para Marten eso significaba el riesgo de que algún miembro del LAPD lo viera. De modo que, si ahora las cosas estaban mal, amenazaban con volverse mucho peores si Clem llegaba a explotar. Por suerte, no lo había hecho. Era obvio que Lenard había sabido qué teclas tocar para mantenerla, a ella y a todo el asunto, en silencio.

Por otro lado, los dos datos más importantes de información -los archivos de Raymond del LAPD hallados en el disquete de la agenda de Halliday y la huella digital que, de alguna manera, Dan Ford había obligado a su agresor a dejar marcada en el cristal del Peugeot- quedaban atrás; uno en la bolsa verde de basura oculta en la fuente del patio de Armand; el otro, en los archivos de la investigación de la policía parisina. Juntos habrían revelado una verdad definitiva: o bien que las huellas coincidían y el asesino de Dan Ford había sido, en efecto, Raymond; o que no coincidían y que el criminal real era alguien totalmente distinto. Pero no lo sabría nunca si no entregaba sus pruebas a la policía. Y eso era algo que no podía hacer. Si lo hacía, sus pruebas serían confiscadas de inmediato y él sería encarcelado por, como Lenard había dicho, «retirar pruebas de la escena de un crimen». Eso lo colocaba fuera de juego de inmediato, atrapado en la maquinaria de la jurisprudencia francesa, y lo más probable, lo acabaría enfrentando a alguien del LAPD que llegaría para interrogarlo. De modo que, los archivos, al menos en el momento en que salió del apartamento, seguían ocultos y él se iba de camino a abandonar el país.

De pronto, Roget se detuvo junto al vagón número 5922.

– Ya estamos -dijo, mientras se volvía bruscamente hacia Marten-. Su pasaporte, por favor.

– ¿Mi pasaporte?

– Oui.

Al cabo de sesenta segundos Marten y lady Clem estaban sentados en sus butacas de clase turista, mientras Roget y dos agentes de uniforme en el pasillo hablaban de la situación en francés con el revisor y uno de los agentes de seguridad. Finalmente, Roget le entregó el pasaporte de Marten al revisor y le dijo que le sería devuelto cuando el tren llegara a Londres. Luego les deseó un mordaz bon voyage, miró a lady Clem y se marchó, acompañado de los dos uniformados.

Acto seguido, el agente de seguridad y el revisor los miraron, se volvieron y se marcharon, pero se dieron la vuelta para mirarlos de nuevo antes de alcanzar el fondo del vagón y cruzar la puerta corredera de acceso al vagón siguiente.

– ¿Qué fue eso? -dijo lady Clem, mirando a Marten.

– ¿Qué fue qué?

– La policía te estaba mostrando todo el rato las fotos y luego, cuando hablabas con ellos, pasaba algo entre Nadine y tú.

– No.

– Oh, sí, algo pasaba. -Clem levantó la vista hacia los pasajeros que subían al tren y luego volvió a mirar a Marten-. Nicholas, este tren, como la mayoría que viajan hacia o por dentro del Reino Unido, viaja con puntualidad. Saldrá exactamente a las 10:19, lo cual significa que tienes -Clem miró su reloj- exactamente treinta y cinco segundos antes de que las puertas se cierren y empiece a avanzar.

– No sé de qué demonios me estás hablando.

Clem se le acercó más y bajó la voz, con su acento británico cada vez más afilado:

– El inspector Lenard ha ido al apartamento de Armand en busca de la agenda del difunto señor Halliday. Es obvio que el contenido de esa agenda es importante; de lo contrario, tú o Nadine no lo hubierais escondido.

– ¿Qué te hace pensar…?

– Treinta y cinco segundos.

– Clem, si se lo hubiera dado -Marten susurraba-, en estos momentos Nadine y yo estaríamos en una cárcel francesa, y es muy probable que tú estuvieras con nosotros.

– Nicholas, tal vez el inspector Lenard haya encontrado la agenda, tal vez no. Pero sé que eres un hombre muy agudo y que la habrás escondido bien. De modo que es más seguro suponer que no la ha encontrado y hacer un último intento por recuperarla antes de que lo haga. Tienes veinte segundos.

– Yo…

– Nicholas, levántate y baja del tren. Si el revisor o el de seguridad vienen les diré que estás en el baño. Cuando lleguemos a Londres le diré a la policía que sufres una terrible claustrofobia y eras incapaz de sobrevivir un trayecto de treinta millas por debajo de un túnel que va a cuarenta y cinco metros por debajo del Canal de la Mancha sin sufrir un ataque de ansiedad. No tuviste más remedio que bajar del tren antes de que arrancara, prometiéndome antes, y prométemelo, que cogerías el siguiente vuelo que saliera para Manchester y que informarías al inspector Lenard al instante que llegaras.

– ¿Cómo quieres que vuele a Manchester? ¡No tengo pasaporte!

– Nicholas, ¡baja del puto tren!

53Peter Kitner observó el sedán Citroën negro que cruzaba las puertas y subía por el camino hasta su enorme residencia de cuatro plantas de la avenue Victor Hugo. En él debía de ir el doctor Geoffrey Higgs, su guardaespaldas personal y jefe de inteligencia. A estas alturas Higgs ya sabría si su mayor temor era cierto: que el hombre que le había hablado desde la oscuridad, detrás de los focos de la prensa en el hotel Crillon, era quien finalmente se había confesado a sí mismo que podía ser.

– ¿Cómo podía saber lo de Davos? -le había preguntado su hijo Michael en la limusina mientras abandonaban el Crillon. Y él le contestó: «No tengo ni idea».

El problema era que sí lo sabía. Y ya entonces lo había sabido, aunque se negara a reconocerlo incluso a sí mismo. Pero finalmente lo hizo y le pidió a Higgs que averiguara todo lo que pudiera, y lo antes posible, en especial si el autor de la pregunta planeaba también asistir a Davos personalmente.

Alfred Neuss y Fabien Curtay estaban muertos, y la navaja española y la bobina de película de 8 mm que Neuss había protegido durante tanto tiempo habían desaparecido a manos del asesino de Curtay. Aparte de Neuss y del propio Curtay, sólo dos personas más conocían la existencia del arma y de la película, las dos personas que él estaba convencido que ahora los tenían: la baronesa Marga de Vienne y el hombre del que había tenido la custodia legal la mayor parte de su vida, Alexander Luis Cabrera. Y era Cabrera, estaba seguro, quien le habló desde detrás de los focos.

Las palabras de Michael volvieron a sonar en su cabeza: «¿Cómo podía saber lo de Davos?».

Kitner se sentaba detrás de su enorme mesa de despacho de cristal y acero inoxidable. Tal vez fuera una suposición, pensó. Tal vez Cabrera tan sólo asumió que asistiría al Foro Económico Mundial en Suiza, algo que no había hecho en muchos años, y quiso jugar con él excitando a la prensa. Tenía que tratarse de esto, porque no tenía ninguna manera de saberlo. Ni siquiera la baronesa, con sus extensos contactos y antenas, era capaz de saberlo. Lo que iba a pasar realmente en Davos era demasiado secreto.