Linterna apagada, electricidad conectada de nuevo.
Al cabo de cinco segundos subió las escaleras del sótano, abrió una puerta de servicio y salió por el callejón. Fuera tenía aparcado un furgón Ford de alquiler. Se metió dentro y se marchó. El mono azul y la peluca rubia que llevaba, junto al carnet de electricista que tenía en el bolsillo, habían resultado innecesarios. Había encontrado la puerta abierta y nadie lo vio entrar ni salir. Tampoco le había dado tiempo a nadie de que se quejara de que no había luz. Toda la operación, de principio a fin, había durado menos de cinco minutos.
Exactamente a las 3:17 de la madrugada de mañana, viernes, 17 de enero, el temporizador se dispararía, mandaría un arco de electricidad por todo el panel y el edificio entero se quedaría a oscuras. A los pocos segundos, un intenso fuego eléctrico, expandido por un perdigón de fósforo colocado dentro del temporizador, se encendería dentro del panel. El edificio estaba lleno de madera y era antiguo, como lo era toda la instalación eléctrica. Como muchos edificios memorables de París, su propietario se había gastado el dinero en yeso y decoración, no en medidas de seguridad. En pocos minutos el fuego se extendería por toda la estructura y, para cuando se disparara la alarma, el edificio entero sería un infierno en llamas. Sin electricidad, sus ascensores resultarían inservibles y las escaleras interiores estarían totalmente a oscuras. El inmueble tenía siete plantas, y dos apartamentos grandes en cada planta. Sólo sobrevivirían los residentes de las plantas de abajo. Los de más arriba tendrían pocas posibilidades de escapar. Los de arriba de todo, el ático, no tendrían ni la más mínima posibilidad de hacerlo. Era el ático frontal el que le preocupaba. Había sido alquilado por la gran duquesa Catalina Mikhailovna para ella misma, su madre, la gran duquesa Maria Kurakina, y su hijo, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, de veintidós años de edad, el hombre del que se sospechaba que, si Rusia lo permitía, se convertiría en el próximo zar. La operación de Alexander garantizaba que no sería así.
56
Hôtel Saint Orange, rue de Normandie. El mismo jueves 16 de enero, 14:30 h
Nick Marten estaba de pie junto a la ventana de la fría y vetusta habitación de hotel de Kovalenko y escuchaba el clic de las teclas mientras el detective ruso trabajaba en su ordenador portátil, redactando un informe de los acontecimientos del día que debía enviar a Moscú de inmediato. En la cama, detrás del pequeño escritorio en el que Kovalenko trabajaba, estaban la agenda de Halliday y la gran carpeta archivadora de Dan Ford. Ninguno de los dos objetos había sido abierto.
Mientras contemplaba trabajar al detective -grandote, con barba y aspecto de oso, el vientre prominente presionando el jersey azul que llevaba debajo de la americana y un arma automática que le asomaba por la funda del cinturón-, Marten tuvo la sensación de que distaba mucho de ser el hombre profesional y de trato fácil que aparentaba ser. Era lo mismo que había sentido la primera vez que se vieron en la habitación de hotel, rodeados por los hombres de Lenard y con el cadáver de Halliday tendido en la cama, y luego otra vez en casa de Armand.
Con lo buen detective que era Lenard, Kovalenko era todavía mejor. Más agudo, más independiente, más persistente. Lo había demostrado en más de una ocasión: su operación de vigilancia clandestina del apartamento de Ford, su persecución de madrugada hasta una zona rural, su reflexivo interrogatorio a Marten cuando regresaban de las escenas de los asesinatos del río; su aparente orquestación de toda la intimidación con Clem; su búsqueda precisa por el patio de Armand cuando los hombres de Lenard ya la daban por acabada, y su posterior descubrimiento de la bolsa escondida. Y luego, en vez de entregarla a la policía francesa, se apostó en la zona y esperó a que alguien viniera a recuperarla… alguien que estaba seguro que llegaría por el callejón y no por el interior del apartamento. Su principal sospechoso: el propio Marten. Marten no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado el ruso dispuesto a esperar, pero era ese tipo de actitud astuta y esforzada que a Red McClatchy le hubiera encantado.
Dejando de lado su intensidad y diligencia, la pregunta era, ¿por qué? ¿Qué se proponía? De nuevo tuvo la sensación de que la presencia de Kovalenko en París tenía otro motivo, aparte del asesinato de Alfred Neuss, algo que no reconocía, ni siquiera a la policía francesa, y que trabajaba totalmente por su cuenta. Si se juntaba esto con lo que podía haber sabido a través de los investigadores rusos que habían viajado a Los Ángeles poco después de que Raymond fuera asesinado, y el conocimiento de que Halliday había formado parte del equipo de investigación del LAPD, resultaba totalmente lógico pensar que Kovalenko había relacionado claramente el pasado con el presente, y eso significaba que creía que lo ocurrido antes en Los Ángeles estaba totalmente vinculado con lo que ahora ocurría en París.
– ¿Vodka, señor Marten? -Kovalenko cerró de golpe su ordenador y se levantó para cruzar la gélida habitación hasta una reliquia de mesilla de noche en la que descansaba una botella de vodka ruso, a la que le faltaban ya dos tercios.
– No, gracias.
– Entonces beberé yo por los dos.
Kovalenko se sirvió un trago doble del líquido transparente en un vaso pequeño, lo levantó para brindar por la salud de Marten y se lo bebió.
– Explíqueme lo que hay aquí -dijo, señalando con el vaso hacia la cama con la agenda de Halliday y la carpeta archivadora de Ford.
– ¿A qué se refiere?
– A lo que ha encontrado en la agenda del detective Halliday y en la otra cosa.
– Nada.
– ¿Nada? Señor Marten, debería tener presente que no estoy del todo convencido de que usted no sea el asesino de Halliday. Ni, por lo que hace al caso, tampoco lo está el inspector Lenard. Si desea que avise a a la policía francesa, lo haré.
– Está bien -dijo Marten bruscamente, antes de acercarse y servirse él mismo un doble trago de vodka. Se lo bebió de un solo trago, sostuvo el vaso vacío y miró a Kovalenko. Seguir en silencio había dejado de tener sentido. Toda la información estaba allí, encima de la cama. Era tan sólo cuestión de tiempo que Kovalenko la descubriera.
– ¿Conoce usted el nombre de Raymond Oliver Thorne?
– Pues claro. Buscaba a Alfred Neuss en Los Ángeles. Recibió un tiro en un enfrentamiento con la policía y murió como resultado. Su cuerpo fue incinerado.
– Tal vez no.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que Dan Ford no lo creía. Descubrió que los expedientes policiales de Thorne habían desaparecido de los numerosos archivos oficiales en los que se encontraban. Además, las personas involucradas con el certificado de defunción de Thorne y con su cremación están o bien muertas, o bien desaparecidas. Al parecer, Halliday sospechaba lo mismo, porque estaba tras la pista de un prominente cirujano plástico de California que se jubiló de repente y se marchó a vivir a Costa Rica, a los pocos días de la muerte de Thorne. Posteriormente, el mismo hombre apareció en Argentina con un nombre distinto. Qué significa todo esto, no lo sé, pero bastaba para que Halliday se hubiera comprado un billete de avión a Buenos Aires. Planeaba volar allí justo después de terminar sus indagaciones aquí en París. Está todo aquí -Marten hizo un gesto con la cabeza, en dirección a la agenda que había en la cama-, sus notas y también su billete de avión.
– ¿Por qué le ocultaba usted esta información al inspector Lenard?
Esta era una buena pregunta y Marten no supo qué contestar, o al menos, qué contestar sin desvelar su identidad real. O contar lo que había ocurrido con Raymond en Los Ángeles y el motivo por el que los hombres de la brigada habían muerto.