De pronto se le ocurrió la manera de evitar una respuesta directa y al mismo tiempo obtener lo que más necesitaba pero no estaba a su alcance: una copia de las huellas que la policía había recogido del coche de Dan Ford. Era arriesgado, porque si Kovalenko se volvía contra él lo podía perder todo y acabar de golpe en manos de la policía parisiense. Pero se trataba de una oportunidad que no había esperado y, por muy grande que fuera el riesgo que corría, era absurdo no intentarlo.
– ¿Y si le digo que Dan Ford sospechaba que el asesino de Neuss era Raymond Thorne?
– ¿Thorne?
– Sí. Y tal vez también lo fue de Halliday y del propio Dan. Como usted sabe, los tres estaban relacionados con Thorne, cuando estaba en Los Ángeles.
En los ojos de Kovalenko apareció una chispa que Marten no le había visto antes. Eso le indicó que estaba en el buen camino, y decidió seguir adelante.
– Neuss es asesinado en París. Halliday aparece para investigarlo. Y Ford ya está en la ciudad como corresponsal del Los Ángeles Times. Ninguno de ellos reconoce a Raymond porque se ha hecho la cirugía estética, pero él los conoce a todos y se están acercando demasiado a lo que sea que tiene entre manos.
– Eso significa que acepta usted que Neuss era su principal objetivo, señor Marten. -Kovalenko cogió el vodka como si formara parte de su brazo, repartió lo que quedaba entre el vaso de Marten y el suyo y le acercó el vaso a Marten-. ¿Tenía Ford alguna teoría sobre lo que ese Raymond Thorne podía querer de Neuss, antes, en Los Ángeles, o ahora, en París? ¿O del motivo de su asesinato?
– Si la tenía, no me la dijo.
– En resumen -Kovalenko dio un largo trago de vodka-, lo que tenemos es a un sospechoso sin rostro, sin móvil conocido para asesinar a Neuss, ni móvil conocido para asesinar a Ford o a Halliday, aparte del hecho de que ambos lo conocían de su encarnación anterior. Además, la versión oficial es que está muerto. Incinerado. La cosa no tiene demasiado sentido.
Marten tomó un sorbo de su copa. Si pretendía desvelarle el resto a Kovalenko, ése era el momento. «Confía en el ruso -se dijo-. Confía en que tiene su propia agenda y no te entregará a Lenard.»
– Si fue Raymond quien dejó la huella en el coche de Dan, lo puedo demostrar de manera incuestionable.
– ¿Cómo?
Marten levantó su copa y se la terminó.
– Halliday hizo una copia informatizada de la ficha del LAPD del arresto de Raymond. ¿Cuándo? No tengo ni idea, pero la foto y las huellas de Raymond están en ella.
– Una copia informatizada; ¿quiere decir en un disco?
– Sí.
Kovalenko se lo quedó mirando con incredulidad.
– Y usted lo ha encontrado en su agenda.
– Sí.
57
Rue de Turenne, 15:45 h
El dependiente puso la botella de vodka en una bolsa, junto a un trozo grande de gruyere, un paquete de salami recién cortado a lonchas finas y una barra de pan. También puso un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un paquete de maquinillas de afeitar y un bote pequeño de espuma de afeitar.
– Merci -dijo Marten, mientras pagaba la cuenta antes de salir de la pequeña tienda de barrio para subir por la rue de Normandie hasta el hotel de Kovalenko. En las últimas horas se había levantado un viento muy frío y el cielo se había cubierto de nubes negras, cargadas de una densa nieve. Marten tenía las manos frías y se podía ver el aliento. Tenía la sensación de estar en Manchester o en el norte de Inglaterra, no en París.
Kovalenko lo había mandado a por provisiones y a comprarse los artículos de aseo que necesitaría para pasar la noche… y para -estaba seguro-, tener tiempo de mirar la agenda de Halliday y la carpeta de Ford y ver qué podía descubrir sin la ayuda de Marten. Los dos hombres sabían que Marten podía, sencillamente, largarse, con o sin pasaporte, y desaparecer en la inmensidad de la ciudad, sin que Kovalenko se enterara hasta que fuera demasiado tarde.
Para protegerse de esa posibilidad, el ruso le había dado un dato en el momento en que abría la puerta para salir: la policía de París lo estaba buscando. El Eurostar había llegado a Londres sin él hacía tres horas y media, y la policía londinense había informado a Lenard a los pocos minutos. Furioso, Lenard llamó a Kovalenko de inmediato, no sólo para informarle sino para desahogarse, diciéndole que consideraba la conducta de Marten como una afrenta personal y que había puesto a la policía de la ciudad en alerta para que lo arrestaran.
Kovalenko le dijo sencillamente que era algo que creía que Marten tenía que saber y tener en cuenta cuando saliera a comprar. Y luego, tal cual, lo mandó a la calle.
De alguna manera, Kovalenko no tuvo demasiada elección. Unos instantes antes de que Marten saliera, Kovalenko le había pedido a Lenard que le mandara un duplicado del expediente del asesinato de Dan Ford a su hotel de inmediato. Un expediente completo, enfatizó, que incluya una fotocopia clara de la huella digital hallada en su vehículo. De modo que era obvio que Marten no podía encontrarse en su habitación cuando Lenard o alguno de sus hombres vinieran a entregar el expediente.
Era igual de obvio, pensó Marten mientras caminaba, con la cabeza gacha para protegerse del viento y de los gruesos copos de nieve que ahora caían, que debía estar muy alerta a la policía que lo buscaba.
Entró en el deteriorado vestíbulo del hotel Saint Orange cautelosamente, mientras se sacudía la nieve de la cabeza y los hombros. Al fondo, una mujer baja y escuálida con el pelo canoso y un suéter negro se sentaba tras el mostrador y hablaba por teléfono.
La vio mirarlo cuando pasaba y luego volverse mientras él llamaba al ascensor. Pasó casi un minuto hasta que llegó y entonces la vio mirarlo otra vez. Entonces la puerta se abrió y él entró y tocó el botón de la planta de Kovalenko.
Un instante más y la puerta se cerró y el ascensor empezó a subir. Crujía y gemía mientras se elevaba, y Marten se relajó. Solo en el ascensor, al menos por un momento, quedaba protegido de la mirada pública. Eso le dio un segundo para pensar. Aparte de lo evidente -Kovalenko, la presión de la policía francesa-, había otra cosa que le preocupaba desde esa mañana, y deseó tener la tranquilidad mental para hablar con lady Clem del asunto. Era una sensación creciente de que Rebecca no le había contado toda la verdad cuando finalmente habló con ella en el hotel Crillon, la noche anterior; de que su excusa de que se había tomado una copa de champagne y se había quedado dormida en la bañera había sido sólo eso, una excusa y, en realidad, había estado haciendo otra cosa.
Qué era aquello de lo que no podía o no quería hablarle -si había estado con un novio, o con un amante, incluso con un hombre casado-, no importaba. No era un buen momento para que su hermana estuviera haciendo el tonto despreocupadamente, no si Raymond era realmente quien estaba por ahí; de alguna manera, tenía que hacerle comprender que, sencillamente, ahora ya no podía permitirse actuar como si la vida fuera como antes. Tenía que ser muy consciente de dónde estaba y con quién. Era muy importante.
La fuerte sacudida del ascensor al alcanzar la planta interrumpió los pensamientos de Marten. La puerta se abrió y él echó una ojeada al pasillo. No había nadie. Con cuidado, salió y empezó a caminar hacia la habitación de Kovalenko.
De pronto, se sintió inseguro. Fuera no había visto ningún coche de policía, y se preguntó si el mensajero de Lenard todavía no había venido, o tal vez ya se había marchado. O… ¿y si había utilizado un vehículo de camuflaje y estaba todavía en la habitación con Kovalenko?
Se acercó a la puerta y escuchó.
Nada.
Esperó un momento más y luego llamó. No hubo respuesta. No se había ausentado mucho tiempo, y Kovalenko no le advirtió de que tuviera que salir. Volvió a llamar. Nada. Finalmente, probó el pomo. La puerta estaba sin cerrar.