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De nuevo, Marten advirtió la expresión de sorpresa en la cara de Kovalenko.

– Depende -le dijo.

– ¿De qué?

– Del contexto en que se utilicen.

– Están en las notas de Halliday en las que busca la pista de Raymond y de su cirujano plástico en Argentina.

– ¿Un cirujano llamado James Patrick Odett?

– ¡Sí que ha revisado usted la agenda de Halliday!

– Sí, pero sólo para encontrar el disco.

– Entonces, ¿cómo sabe lo de Odett?

– El día que mataron al detective Halliday, el doctor Odett murió en un incendio en un edificio de oficinas alquiladas de Rosario, Argentina. El inmueble entero quedó reducido a escombros. Murieron varias personas más. Todo lo de dentro quedó destruido.

– Incluyendo los historiales médicos, las radiografías…

– Todo fulminado, señor Marten.

– Exactamente igual que todo el resto de datos médicos y expedientes judiciales.

Kovalenko asintió:

– La información me llegó a través de mi oficina en Moscú. La recibí al volver de la escena del crimen de Halliday y poco antes de salir a vigilar el apartamento del señor Ford.

La mirada de Kovalenko se quedó perdida, como si estuviera en medio de un proceso muy laborioso, como si hubiera algo que le preocupara mucho.

Marten tenía la sensación de que parte de la información de Kovalenko era nueva, y eso lo incomodaba. El resto era cuánto, si es que había algo, podía revelar a Marten. Finalmente, la mirada del ruso se recuperó. Tenía los ojos agitados pero, a la vez, llenos de una sinceridad, o tal vez fuera una vulnerabilidad, que Marten no había visto antes, y entonces supo que el ruso había decidido incluirlo.

– ¿Le gustaría saber cómo y por qué dispongo de esta información? Por el mismo motivo que le he dicho que las iniciales ALC dependían del contexto en que se utilizaban. James Patrick Odett era un cirujano plástico que trató a un solo paciente, de manera exclusiva. Se llamaba Alexander Luis Cabrera. Fue acribillado y gravemente herido en un accidente de caza en los Andes, cuando su escopeta le explotó en la cara al disparar contra un ciervo.

– ¿Cuándo -Marten hizo una pausa como si ya supiera la respuesta- ocurrió esto?

– En marzo del año pasado.

– ¿Marzo?

– Sí.

– ¿Quién lo acompañaba?

– Nadie. Su único compañero de caza estaba mucho más abajo. -La actitud de Kovalenko se endureció de repente. No era que hubiera dicho demasiado, era más bien que no quería creérselo-. Sé lo que está pensando, señor Marten, que se trata de una historia inventada. Que el accidente no fue ningún accidente. Y que no ocurrió en los Andes, sino en Los Ángeles, en un tiroteo con la policía. Pero el hecho es que no es así. Existen documentos del personal médico de urgencias que lo rescató en un helicóptero, historiales médicos de su estancia allí, expedientes de los médicos que lo trataron… Hay muchas pruebas.

– Podrían ser historiales falsos.

– Es posible, excepto por el hecho de que Alexander Cabrera es un empresario prominente y legítimo de Argentina y de que el accidente recibió mucha atención mediática en su país.

– Entonces, ¿por qué le seguía el rastro Halliday? ¿Por qué lo metió aquí? -Marten empujó la agenda de Halliday hacia Kovalenko.

– No tengo esta respuesta. -Kovalenko sonrió-. Pero puedo decirle que Alexander Cabrera no es sólo muy importante, sino que su negocio es extremamente próspero. Es propietario de una empresa global de viaductos, con oficinas en todo el mundo. Mantiene despachos y suites permanentes en hoteles de cinco estrellas en una docena de importantes ciudades del mundo, incluida una aquí en París, en el hotel Ritz.

– ¿Cabrera está aquí en París?

– No estoy al tanto de su paradero actual, sólo le he dicho que tiene una suite aquí. No trate de ver coincidencias donde no las hay, señor Marten. Me costaría mucho pensar que Cabrera puede ser el mismo que su infame Raymond Thorne.

– Halliday lo creía.

– ¿Lo creía, o se trata simplemente de una anotación, de algo que tenía previsto preguntarle al doctor Odett?

– Obviamente, es algo que no sabremos nunca porque los dos están muertos.

Marten miró a Kovalenko en silencio, luego se acercó a la ventana y miró afuera. Por un largo instante se quedó sencillamente allí, frotándose las manos para paliar el frío y mirando la nieve que caía formando remolinos.

– ¿Cómo ha llegado a saber tanto de Alexander Cabrera? -preguntó, finalmente.

– Es el hijo mayor de sir Peter Kitner.

– ¿Cómo? -Marten se quedó estupefacto.

– Alexander Cabrera es el hijo de un matrimonio anterior.

– ¿Se trata de algo de dominio público?

– No. De hecho, creo que lo sabe muy poca gente. Incluso dudo de que lo sepa su propia familia.

– Pero usted lo sabe.

Kovalenko asintió con la cabeza.

– ¿Por qué?

– Digamos, simplemente, que lo sé.

Ahí estaba, la confirmación de que Kovalenko llevaba su propia agenda. Marten decidió presionar todo lo que Kovalenko le permitiera.

– De modo que volvemos a Kitner.

Kovalenko encontró su vaso y lo cogió.

– ¿Le apetece una copa, señor Marten?

– Me gustaría que me contara usted lo que pasa con Peter Kitner. El motivo por el que va a asistir a la cena de los Romanov esta noche.

– Porque, señor Marten… sir Peter Kitner es un Romanov.

59

El mismo jueves 16 de enero, 18:20 h

El ático frontal del número 127 de la avenida Hoche era amplio y estaba pintado y decorado desde hacía poco tiempo. Tenía dos dormitorios tipo suite y una zona privada para el servicio. Desde las ventanas, hasta cuando nevaba, se veía el Arco de Triunfo iluminado a dos manzanas y el intenso tráfico de última hora de la tarde que lo rodeaba.

La gran duquesa Catalina Mikhailovna y su madre, la gran duquesa Maria, compartirían una de las suites. El hijo de Catalina, el gran duque Sergei Petrovich Romanov, ocuparía la otra. La zona de servicio, en la que habían sido colocadas dos camas individuales, sería utilizada por sus cuatro guardaespaldas, dos de los cuales estarían siempre de guardia. Era la manera en que lo había dispuesto la gran duquesa Catalina, y así sería hasta que se marcharan al cabo de dos días. Para entonces, estaba convencida, la muchedumbre haría cola en las aceras de la avenida con la esperanza de poder ver a su hijo, el recién elegido zarevich, el primer zar de Rusia en casi un siglo.

– Como en Moscú -dijo su madre, la gran duquesa María, al ver nevar por la ventana del salón.

– Sí, como en Moscú -dijo Catalina. A pesar del largo viaje, las dos mujeres estaban frescas, elegantemente vestidas y ansiosas por empezar la velada. De inmediato, alguien llamó a la puerta. -Adelante. -Se volvió mientras la puerta se abría, y ella esperaba ver entrar a su hijo, vestido y listo para el breve recorrido que los llevaría hasta la casa de la avenue Georges V. Pero era Octavio, el guardaespaldas con la cara llena de cicatrices.

– Hemos registrado todo el inmueble y es seguro, alteza. Hay dos puertas que dan al callejón de atrás; ambas están cerradas. Una de ellas no lo estaba, pero ahora lo está. En la entrada principal hay un conserje apostado las veinticuatro horas del día. Su jefe está al tanto de nuestra llegada. No se permitirá el acceso al ático de nadie que no tenga nuestra autorización.

– Muy bien, Octavio.

– El coche está dispuesto, alteza.

– Muchas gra…

La gran duquesa Catalina Mikhailovna se detuvo a media frase. Miraba detrás de Octavio adonde se encontraba su hijo, bajo el umbral de la puerta, al que la luz del pasillo le subrayaba los hombros y lo bañaba en un tono dorado. Vestido con un traje oscuro a medida sobre una camisa blanca almidonada, con una corbata de seda natural de color burdeos oscuro, el pelo con la raya a un lado y luego peinado ligeramente hacia atrás, estaba más guapo de lo que jamás se le había aparecido. Más que su presencia, había en él una actitud que superaba su belleza física. Era una actitud culta, segura y majestuosa. Si antes le había cabido alguna duda, mientras lo tenía a su lado en el coche, jugando a juegos de ordenador, como un veinteañero cualquiera, el pelo alborotado, en téjanos y con una sudadera, ahora ya no tenía ninguna. El chico de antes había desaparecido. En su lugar estaba un hombre maduro, de educación refinada y totalmente capacitado para convertirse en el líder de una nación.