En aquel momento, Kitner encontró la historia un poco extraña, por no decir simplemente inventada, y le quitó importancia, considerándola el resultado de las maquinaciones de una veinteañera que intentaba impresionarlo con sus conocimientos de la vida. Sin embargo, lo que lo impresionó, fuera o no cierta la historia, fue la mutilación del cuerpo del hombre. Podía comprender la venganza de su amiga contra un hombre que la había violado, incluso hasta el punto de matarlo, pero la mutilación era algo más. Matar no le había parecido suficiente, tuvo que hacer más. Por qué, o qué la llevó a hacerlo, no había manera de saberlo. Pero estaba claro que dentro de aquella mujer había algo que, cuando se disparaba, la llevaba a exigir una venganza no sólo brutal, sino salvaje.
En el momento en que vio la filmación del asesinato de Paul en el parque recordó la historia y supo que ni había sido inventada, ni le había ocurrido a una amiga. La baronesa le habló de ella misma. En un abrir y cerrar de ojos, había pasado de víctima a verdugo, y de verdugo a carnicera. Eso convertía el asesinato de su queridísimo hijo por un medio hermano adolescente del que ni siquiera conocía la existencia en algo mucho más significativo que un simple acto de asesinato, tal vez con la misma navaja. Era un frío descubrimiento de la verdad de lo que había sucedido realmente en Nápoles, ejecutado para que no le cupiera ninguna duda de con quién estaba tratando; una implacable asesina, antigua amante, totalmente decidida a destruirle el corazón y el alma.
Bíblica, shakesperiana y griega clásica a la vez, la baronesa se había erigido en una sádica diosa de las tinieblas. Demasiado mayor y prominente como para cometer el acto ella misma, con Alexander había moldeado a un nuevo mensajero, impregnándolo de su odio retorcido hacia Kitner desde su más tierna infancia. Kitner tenía que haberla matado con sus propias manos -y su propia madre, si hubiera estado viva, probablemente lo hubiera hecho-, pero, con todo lo fuerte que era, este tipo de acto quedaba fuera de su código. De modo que, en vez de ello, hizo un pacto para mantener al asesino personal de la baronesa lejos de su puerta. Durante mucho tiempo había funcionado. Pero habían regresado los dos.
Los ojos de Kitner se posaron en su propia imagen en el espejo. De pronto aparecía viejo, temeroso y vulnerable, como si de pronto hubiera perdido el control de todo. Qué terriblemente propio de la baronesa, haber mandado asesinar a Alfred Neuss en el Parc Monceau. El mismo escenario en el que Paul había muerto apuñalado. Y con Neuss, el único testigo de la muerte de Paul, muerto, y el arma del crimen y la grabación del mismo ahora, sin duda, en manos de Alexander, el pacto que había hecho con ellos ya no tenía ninguna utilidad.
Kitner estaría en Davos con su esposa y sus hijos. La baronesa estaría también allí, lo mismo que Alexander, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Estaban al tanto del anuncio y, sabiendo eso, conocerían ya su contenido. ¿Y si la Diosa de los Infiernos volvía a mandar a su mensajero, navaja española en mano, para sorprenderlo a él, o a Michael, o a su esposa, o a una de sus hijas?
La idea lo dejó helado.
A la altura de su codo había un teléfono colgado de la pared. De inmediato lo descolgó:
– Póngame con Higgs.
– Sí, señor -le contestó la voz de Barrie, y Kitner lo oyó marcar un código rápido en su teclado. En cuestión de segundos su jefe de seguridad se puso al teléfono:
– Higgs, señor.
– Quiero saber dónde están ahora mismo Alexander Cabrera y la baronesa. Cuando los encuentre, póngalos bajo vigilancia de inmediato. Utilice todos los hombres que considere necesarios. Quiero saber dónde van, con quién se encuentran y lo que hacen. Hasta nueva orden, quiero saber exactamente dónde están las veinticuatro horas del día.
– Llevará un poco de tiempo, señor.
– Pues entonces no lo malgaste. -Kitner colgó. Por primera vez desde el asesinato de su hijo Paul, se sentía presa del pánico y vulnerable. Si se estaba comportando con locura o paranoia, no importaba: se enfrentaba a una loca.
61
Hôtel Saint Orange. A la misma hora, 18:45 h
– Hábleme de Kitner. -Nick Marten se inclinaba sobre el pequeño escritorio de Kovalenko, con toda su atención concentrada en el ruso-. Es un Romanov pero no utiliza el nombre. Y tiene un hijo que vive en Argentina y que utiliza un apellido español.
Kovalenko se sirvió un dedo más de vodka en el vaso y lo dejó reposar.
– Kitner se divorció de la madre de Cabrera antes de que éste naciera, y en el mismo año se casó con su actual esposa, Luisa, prima del rey Juan Carlos de España. Catorce meses más tarde, la madre de Cabrera se ahogó en un accidente naval en Italia y…
– ¿Su madre? ¿Quién era?
– Cuando Kitner la conoció estudiaba en la universidad. En cualquier caso, a su muerte, su hermana se convirtió en su tutora legal. Poco después, la hermana se casó con un filántropo francés, aristócrata y muy rico. Más tarde, cuando Cabrera entraba justo en la adolescencia, se lo llevó a vivir en una hacienda que tenía en Argentina. Él mismo adoptó el apellido Cabrera, supuestamente en honor al fundador de la ciudad de Córdoba.
– ¿Por qué Argentina?
– No lo sé.
– ¿Sabe Cabrera que Kitner es su padre?
– Eso tampoco lo sé.
– ¿Sabe que es un Romanov?
– Lo mismo le digo.
Marten miró a Kovalenko unos instantes y luego señaló el ordenador portátil del ruso.
– Tiene un buen disco duro; ¿mucha memoria?
– ¿Qué quiere decir?
– Si, como ha dicho, era a Kitner a quien Raymond pretendía matar, probablemente tenga usted un archivo sobre él en su base de datos, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y probablemente contenga todo tipo de información, tal vez hasta fotos de Kitner y su familia. Y puesto que Cabrera pertenece a esa familia, puede que además tenga una foto de él. Si nos creemos las notas de Halliday, podemos suponer que se ha sometido a una operación de cirugía plástica. Tal vez severa, tal vez no. Sé que tenemos una foto de Raymond; si usted tiene una de Cabrera -Marten sonrió sólo un poco- las comparamos y vemos si cuadran.
– Parece usted convencido de que Raymond Thorne y Alexander Cabrera son la misma persona-Y usted parece convencido de lo contrario. Hasta si fueran tan distintos como el día y la noche, al menos me podría hacer una idea del aspecto de Cabrera. Es una pregunta sencilla, inspector. ¿Tiene usted una foto de Alexander Cabrera o no?
62
El mismo jueves 16 de enero, 19:00 h
Las calles de París estaban casi desiertas y casi intransitables por la fuerte nevada cuando Octavio giró con el Alfa Romeo por la avenida Georges V y se puso a buscar la casa del número 55.
Sentada detrás de él, la gran duquesa Catalina miró a su hijo, y luego a su madre, sentada en medio de ellos. Su mirada se perdió luego por las calles cubiertas de nieve. Ésta sería la última vez que viajaban de esa manera -anónimos, en un coche anodino, casi como si fueran fugitivos.