Al cabo de dos horas, tres como mucho -si los miembros de la familia que apoyaban al príncipe Dimitri levantaban una voz demasiado alta sobre los seguidores de su hijo y la obligaban a presentar las cartas de apoyo que llevaba del presidente de Rusia, del alcalde de San Petersburgo y del alcalde de Moscú, la carta con sus páginas anexas con las firmas de los trescientos miembros de la Duma del Estado y, el golpe de gracia, la carta personal de Su Santidad Gregorio II, el patriarca sagrado de la Iglesia ortodoxa rusa- triunfaría y el gran duque Sergei se convertiría en el zarevich y, con tormenta o sin ella, no abandonarían la casa del 151 de la avenida Georges V en el asiento de atrás de ese automóvil conducido por un matón con el rostro marcado, sino en medio de una nube de limusinas y bajo la custodia del Federalnaya Slujba Ohrani, el FSO o guardia de seguridad del presidente de Rusia.
– Ya casi hemos llegado, Alteza. -Octavio redujo la velocidad. Delante, a través de la nieve, podían divisar las luces brillantes y las barreras y los policías que vigilaban.
Con expresión distraída, la gran duquesa Catalina se tocó el cuello y luego se miró las manos. Deseó haberse sentido lo bastante segura como para llevar los anillos de diamantes, el collar y los pendientes de rubíes y esmeraldas, los brazaletes de oro y brillantes que debían llevarse en una ocasión como aquélla. Deseó, también, haber llevado un abrigo de elegantes pieles en vez del abrigo de lana de viaje que se vio obligada a vestir bajo las actuales circunstancias… visón, marta cibelina o armiño, el tipo de abrigo adecuado para los miembros reales de la familia imperial Romanov. Un abrigo y unas joyas apropiados para el personaje en el que estaba a punto de convertirse y cuyo nombre la llamarían a partir de entonces. Nunca más la gran duquesa, sino la zaritsa, la madre del zar de todas las Rusias.
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Hôtel Saint Orange. A la misma hora
Nick Marten se inclinó sobre Kovalenko mientras el ruso ponía la foto de la ficha de la detención de Raymond tomada por la policía de Los Ángeles en la pantalla de su ordenador.
– Ahora ponga la de Cabrera -lo apremió.
Con un clic del ratón, la cara de Raymond desapareció y el detective ruso puso en su lugar una foto digital. Mostraba a un hombre joven, alto, delgado, con una barba cuidada y de pelo oscuro, vestido con traje y corbata y subiendo a una limusina frente a un edificio moderno de oficinas.
– Alexander Cabrera. Es una imagen tomada en la sede de su empresa en Buenos Aires, hace tres semanas.
Clic.
Una segunda foto: Cabrera de nuevo, esta vez con un pantalón de trabajo de peto y un casco, mirando unos planos abiertos sobre el capó de un furgón pick up, en algún lugar del desierto.
– Hace seis semanas, en la zona petrolera de Shaybah, en Arabia Saudita. Su empresa se prepara para construir una canalización de seiscientos kilómetros. El contrato de construcción es de unos mil millones de dólares.
Clic.
Tercera foto: otra vez Cabrera, ahora vestido con un abrigo grueso y sonriente, rodeado de varios operarios petroleros, con una inmensa refinería al fondo.
– El tres de diciembre del año pasado en la refinería de LUKoil, en el mar Báltico, mientras trabajaba en el proyecto para conectar la zona petrolera de Lituania con los campos de petróleo rusos.
– Ahora divida la imagen de la pantalla en dos -dijo Marten- y ponga a Raymond al lado de Cabrera.
Kovalenko lo hizo.
Cabrera tenía la misma complexión física que Raymond, pero por lo demás tenían poco en común. La nariz, las orejas y la estructura facial eran totalmente distintas. El hecho de que llevara barba complicaba las cosas todavía más.
– De gemelos no tienen nada -dijo Kovalenko.
– Le han hecho la cirugía plástica. No tenemos manera de saber si ha sido simplemente para reconstruirle los huesos faciales rotos, o con la finalidad de hacerle parecer distinto.
Kovalenko cerró el ordenador.
– ¿Qué más?
– No lo sé.
Frustrado, Marten se apartó. De pronto, regresó a su lado.
– ¿Tiene alguna foto suya de antes del accidente?
– Una. Fue tomada en una pista de tenis de su hacienda, varias semanas antes.
– Póngala.
Kovalenko volvió a encender el ordenador y buscó en varios archivos hasta que encontró lo que quería.
– Aquí, mírela usted mismo.
Clic.
Marten miró a la pantalla. Lo que vio fue una foto relativamente distante de Cabrera vestido de tenis y saliendo de la pista, raqueta en mano. De nuevo vio lo mismo que antes, a un hombre con la misma complexión física de Raymond, pero poca cosa más. En vez del pelo rubio y las cejas rubias que recordaba de la primera vez que detuvieron a Raymond, vio a un hombre con el pelo oscuro y cejas oscuras y una nariz mucho más grande que lo hacía parecer totalmente distinto.
– ¿Eso es todo? ¿Es la única imagen que tiene de él de antes?
– Sí.
– ¿Y en Moscú?
– Lo dudo.
– ¿Porqué?
– Tuvimos suerte de obtener ésta. Fue la única foto que pudo obtener un fotógrafo free-lance antes de que lo echaran de la finca. Cabrera es una persona que protege mucho su intimidad. No quiere ni fotos ni noticias suyas en la prensa. No le gusta ese mundillo y tiene un guardaespaldas que mantiene a la gente alejada.
– Ustedes no son la prensa. Como me acaba de demostrar, si querían fotos las podían hacer.
– Señor Marten, entonces no era importante.
– ¿El qué?
Kovalenko vaciló.
– Nada.
Marten se acercó a Kovalenko:
– ¿Qué es lo que no era importante?
– Son asuntos rusos.
– Tiene que ver con Kitner, ¿no?
Kovalenko no dijo nada; en vez de hablar, fue a coger el vaso de vodka. Marten tomó el vaso y se lo apartó.
– ¿Qué cojones hace? -preguntó Kovalenko, indignado.
– Todavía puedo ver los restos de Dan Ford cuando sacaron su coche del río. Y no me gusta lo que veo. Quiero una respuesta -dijo Marten, mirando al detective ruso.
Fuera, el viento ululaba y la nieve caía con más fuerza. Kovalenko se sopló las manos.
– Hotel parisino hecho polvo en medio de un invierno a la rusa.
– Contésteme.
Kovalenko alargó la mano deliberadamente hacia el vaso que Marten le había apartado. Esta vez Marten se lo permitió. El ruso lo cogió, se tragó lo que había dentro y se levantó.
– ¿Le dice algo la casa Ipatiev, señor Marten?
– No.
Kovalenko se acercó a la mesa donde estaba el vodka y se sirvió más, y luego hizo lo mismo con el vaso que Marten había usado antes y se lo ofreció.
– La casa Ipatiev es, o mejor dicho, era antes de que la derrumbaran, una mansión en la ciudad de Ekaterimburgo, en los Montes Urales, muchos kilómetros al sureste de Moscú. La distancia no importa. Es la casa lo que importa, porque fue donde el último zar de Rusia, Nicolás II, y su esposa, sus hijos y sus sirvientes estuvieron retenidos por los bolcheviques durante la Revolución comunista. El 17 de julio de 1918 fueron sacados de la cama en medio de la noche, los llevaron al sótano y los acribillaron a todos.
»Después de la matanza, los cuerpos fueron cargados en un camión y se los llevaron por caminos muy enfangados por el bosque hasta el puesto designado para su entierro, en una zona de minas de una explanada llamada los Cuatro Hermanos. El problema era que había llovido toda la semana anterior y el camión se quedaba empantanado a menudo por los caminos, de modo que, finalmente, pusieron los cadáveres en trineos y los arrastraron hasta la galería minera seleccionada. Justo antes del amanecer, desnudaron los cadáveres y quemaron las ropas para destruir cualquier posibilidad de identificación si, por algún motivo, los cuerpos eran hallados más tarde.