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– ¿Cómo? -explotó Marten.

Kovalenko tapó el auricular.

– ¡Cállese! -dijo, mirando a Marten con ojos furiosos, y luego volvió a atender al teléfono-. Te agradecería que llamaras a tus perros. Le entregaré la agenda de Halliday al que venga a traerme el coche… ¿Qué contiene? Letra diminuta y un montón de notas. Mi dominio del inglés garabateado no es muy bueno, pero no parece que haya demasiadas pistas en ella. Mírela usted mismo, puede que lo haga mejor que yo. ¿Me puede conseguir el coche rápidamente?… Estupendo. Les informaré desde Suiza.

Kovalenko colgó y su mirada se posó en Marten.

– El muerto era un amigo íntimo y socio de la empresa desde hace muchos años de Jean-Luc Vabres. Es más, tenía una pequeña imprenta en Zúrich.

Marten se quedó boquiabierto:

– Ahí tenemos el «segundo» menú.

– Sí, ya lo sé. Por eso nos vamos a Zúrich esta noche. -Kovalenko miró el material esparcido encima de la cama.

– ¿Cómo sabe que Lenard no va a meterme en la cárcel?

– Porque soy un invitado del gobierno francés y no de la policía de París. He solicitado que usted me acompañe y él comprende la política que hay detrás.

»Y ahora, abra la agenda de Halliday y saque las páginas que hace referencia a Argentina y al cirujano plástico, el doctor Odett. Y los sobres con el disquete y el billete de avión de Halliday a Buenos Aires y démelos. Luego coja su abrigo y vaya a mear. Va a ser una noche larga y nevada.

El chofer de Peter Kitner bajó cautelosamente por la avenida Georges V, ayudándose de las farolas a ambos lados de la calle como guías en medio de los remolinos de nieve que caían.

Las condiciones de visibilidad casi nulas impedían prácticamente ver a más de unos pocos metros en cualquier dirección y el propio Kitner empezaba a estar preocupado. ¿Y si se habían equivocado de calle? En algún lugar cerca de allí estaba el Sena. ¿Y si se estampaban contra alguna barrera invisible y caían al río? Las calles estaban desiertas; nadie los vería. La limusina pesaba muchísimo, puesto que el verano pasado había sido blindada a insistencia de Higgs. Se hundiría hasta el fondo como un bloque de granito y nunca más los encontrarían. Para su familia, para todo el mundo, sir Peter Kitner habría, sencillamente, desaparecido.

– Sir Peter -sonó de pronto la voz de Higgs por el interfono de la limusina.

Kitner levantó la vista. Higgs lo miraba a través del cristal de seguridad.

– Sí, Higgs.

– Cabrera y la baronesa están en Suiza. En Neuchâtel. Esta noche cenan en casa del director de operaciones europeas de la empresa de Cabrera, Gerard Rothfels.

– ¿Está confirmado?

– Sí, señor.

– Mantén a tus hombres encima de ellos.

– Sí, señor.

De pronto Kitner se sintió tremendamente aliviado. Al menos sabía dónde estaban.

– Hemos llegado, señor -sonó de nuevo la voz de Higgs.

De pronto el coche se estaba deteniendo y Kitner vio unas luces brillantes y una retahíla de policías franceses detrás de unas barreras. Se detuvieron y dos policías se acercaron al coche. Higgs abrió su ventanilla e identificó a Kitner.

Un policía miró al interior del coche, luego retrocedió y saludó formalmente. Una de las barreras fue apartada y la limusina cruzó lentamente las puertas para entrar en la finca de los Romanov del número 151 de la avenida Georges V.

68

Neuchâtel, Suiza, a la misma hora

La baronesa vio vagamente la mesa de la cena iluminada con velas, casi sin advertir a las personas y la actividad que la rodeaba. Alexander estaba delante de ella, Gerard Rothfels a un extremo, su esposa Nicole en el otro, Rebecca a su derecha, la fugaz interrupción de los niños Rothfels en pijama que bajaban a dar las buenas noches antes de acostarse. Sus pensamientos estaban lejos de allí, por alguna razón desconocida hundiéndose en las personas y en los hechos que la habían llevado hasta ese punto de su vida.

Nacida en Moscú, su madre se la llevó a Suecia cuando era todavía una niña. Tanto su madre como su padre pertenecían a la aristocracia rusa, y sus familias, con una mezcla de astucia, sacrificio y amor por la madre patria se las habían ingeniado para vivir durante el régimen de Lenin y luego bajo la mano de hierro de Stalin, durante la segunda guerra mundial y después de ella, cuando el dictador endureció todavía más su régimen. La sombra de la policía secreta estaba por todas partes. Los vecinos se delataban unos a otros por la más mínima de las faltas. La gente que protestaba lo mínimo, sencillamente desaparecía. Luego murió Stalin, pero la soga de los comunistas seguía apretando y manteniendo a raya cualquier disidencia. Harto y furioso, el padre de la baronesa se rebeló y levantó su voz contra el régimen totalitario. Como resultado, cuando la baronesa tenía cinco años, su padre fue arrestado por subversión, juzgado y sentenciado a diez años de trabajos forzados en uno de los terribles gulags, las llamadas instituciones de trabajo correctivo. Impresa para siempre en su mente estaba la imagen de él siendo llevado, maniatado, hacia el tren que se lo llevaría al gulag. De pronto, se liberó de sus guardias y se volvió a mirarlas, a ella y a su madre. Sonrió cálidamente y le mandó un beso, y en sus ojos no pudo ver miedo, sino orgullo y su profundo amor, por ella, por su madre y por Rusia. Aquella misma noche su madre, maleta en mano, la sacó de su cama. En pocos momentos la hubo vestido y estaban fuera de casa y en un coche. Recordaba haber subido a un tren y más tarde a bordo de un barco rumbo a Suecia.

Los años siguientes de su niñez transcurrieron en Estocolmo, donde su madre encontró trabajo como costurera y ella asistió a una escuela internacional y trabó amistad con niños que hablaban sueco, ruso, francés e inglés. Su madre hizo un calendario de diez años y al final de cada día marcaba una cruz. Eso significaba que estaban un día más cerca del día en que su padre sería liberado y vendría a reunirse con ellas. Cada día, ella y su madre le escribían notas de ánimo y de amor y se las enviaban, sin tener idea de si las recibía o no.

Una vez, cuando tenía siete años, recibieron una breve carta manuscrita de él que, de alguna manera, había conseguido mandarles. En ella no les decía nada de sus cartas, pero les decía que las amaba con todo su corazón y que aguantaba y contaba los días hasta su liberación. También les confesaba que había matado a un hombre, a otro prisionero, durante una pelea porque el hombre le había robado el peine y él había intentado recuperarlo. Las vidas de los prisioneros no le importaban a nadie, de modo que no le ocurrió nada. Fuera del gulag, una pelea por un peine podía parecer una estupidez, pero dentro, la historia era totalmente distinta. Los peines, un artículo prácticamente imposible de conseguir, se consideraban tesoros porque llevar el pelo y la barba arreglados era lo único que permitía a un prisionero conservar la poca dignidad que le quedaba, y dentro del gulag la dignidad era lo único que uno poseía. De modo que, por dignidad, un hombre le había robado el peine a su padre. Y, por dignidad, su padre lo había matado.

La nota era breve pero terriblemente emocionante porque era la primera vez que se ponía en contacto con ellas desde que se lo llevaron. Y sin embargo, a pesar de toda la fuerza y la emoción, hubo una parte en especial que marcó a la baronesa profundamente y más que nada en toda su vida, por lo mucho que lo amaba y porque se sintió como si le estuviera hablando a ella directamente, compartiendo con ella una parte muy profunda de su ser y ofreciéndole un consejo que la acompañaría toda su vida.