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«Mis queridísimas y amadas -escribió-, no permitáis nunca a nadie que os quite la dignidad. Nunca, por ningún motivo. Es lo único que en la más oscura de las noches mantiene vivo el fuego de la propia alma. Nuestra propia dignidad y la de Rusia. Protegedla con cada respiración y a cada paso, y responded con fuerza si podéis. Haced que nunca más os puedan volver a lastimar.»

Estas palabras la tocaron en lo más hondo de su ser, y durante meses las leyó una y otra vez hasta que le quedaron grabadas en el corazón. Y un día se detuvo de pronto en medio del párrafo y calculó que cuando su padre saliera en libertad, ella tendría exactamente quince años y sesenta y un días. Con todo lo lejos que le quedaba todavía aquella edad, eso le dio esperanza y la embargó de felicidad porque sabía que habría un día en el que, por fin, él estaría a su lado y podría tomarlo de la mano y mirarle y decirle lo mucho que lo amaba.

Pero ese día jamás llegaría. Dos semanas después de su noveno cumpleaños fueron informadas, a través de un telegrama reenviado por correo por los parientes que seguían en la Unión Soviética, de que su padre había muerto congelado en el más terrible de todos los campos de trabajo, Kolyma, al noreste de Siberia. Más tarde supieron que había muerto todavía lleno de una rabia feroz hacia el sistema soviético y de un amor intenso por su esposa y su hija y por el alma de la Rusia anterior. Lo supieron porque uno de los guardias, un buen hombre sometido a circunstancias terribles, desafió el peligro y les mandó una carta en la que se lo contaba.

– Dios ha elegido a tu padre para que ayude a mantener viva la voz sagrada de la madre patria. Fue su destino desde el nacimiento -le dijo su madre, convencida-. Ahora este mismo destino nos ha sido transmitido.

Hasta en este momento, sentada a la mesa en Neuchâtel mientras Alexander conversaba con Gerard Rothfels y Rebecca con su esposa, podía oír el eco de las palabras de su madre y ver a su padre sonriendo y mandándole un beso cuando lo arrastraban al tren que lo llevaría hasta su muerte en el gulag.

Las cosas que lo habían caracterizado -la feroz rebeldía, el orgullo, la fuerza, el coraje y la convicción, su instrucción de que protegieran su dignidad y la de la adorada alma de Rusia con todas sus fuerzas- las había asumido como propias. Era por esto que, ya de adolescente, le había hecho lo que debía a su agresor, hacía tantos años, en Nápoles, con tanta crueldad y, finalmente, con tanta sangre fría. Su tejido mental estaba profundamente impregnado de las palabras de su padre. «Haced que nunca más os puedan volver a lastimar.» Fue su espíritu el que le inculcó a Alexander desde el principio y el que le alimentó cada día de su vida desde entonces. El mismo espíritu que les había permitido enfrentarse a Peter Kitner como lo habían hecho antes. Y como lo seguían haciendo.

69

20:20 h

El coche era un Mercedes de camuflaje, un monovolumen ML500 que llevaba a Kovalenko y a Marten lento pero seguro hacia el exterior de París bajo lo que los franceses ya habían bautizado como la nevada del siglo.

– Antes era fumador. Ojalá todavía lo fuera -dijo Kovalenko, mientras soltaba el acelerador y dejaba que el Mercedes se deslizara sobre un arcén formado por el quitanieves-. Este viaje es ideal para fumar. Aunque me podría haber muerto antes de llegar a Suiza.

Marten oía el parloteo de Kovalenko a lo lejos, concentrado todavía en los instantes antes de salir. Lenard les acercó el coche personalmente, con la rapidez que les había prometido, y permaneció allí bajo la nieve y el frío frente al hotel Saint Orange mientras Kovalenko le entregaba la agenda de Halliday y cargaba su maleta pequeña y gruesa que contenía, entre sus efectos personales, la carpeta archivadora de Dan Ford, en el asiento de atrás del vehículo. Todo aquel rato Lenard no hizo más que mirar a Marten, con una mirada que lo decía todo. Si no llega a ser por la apremiante bravuconada de Kovalenko, su ansiedad por llegar a Zúrich lo antes posible, su insistencia en que Marten lo acompañara y, como él mismo dijo, la política que había en todo aquello, estaba claro que Lenard lo hubiera arrestado al instante. Por otro lado, se llevaba la agenda de Halliday y se estaba librando de un ruso claramente agresivo y de un americano irritante que ni le gustaban ni de los que se fiaba, pero contra los que no tenía ninguna causa tangible. Al final, se limitó a decirle a Kovalenko que esperaba sus informaciones desde Zúrich y le advirtió que condujera con cuidado bajo la tormenta y que no abollara el coche. Era nuevo y el único monovolumen del que disponían.

El ML era un monovolumen que a Kovalenko le gustaba y del que se fiaba. Satisfecho con la manera en que se agarraba al asfalto, una vez cruzado el Sena en Maisons-Alfort y ya en la N19 desierta empezó a aumentar la velocidad, en dirección sur y luego este hacia la frontera suiza.

Durante un rato, ninguno de los dos hombres dijo nada. Escuchaban el ulular de la tormenta y el batido regular de los limpiaparabrisas que se enfrentaban a la nieve. Finalmente, Marten tiró de su cinturón de seguridad y miró a Kovalenko:

– Con o sin política, me podía haber entregado a Lenard. ¿Por qué no lo ha hecho?

– Es un viaje largo, señor Marten -dijo Kovalenko, sin quitar los ojos de la carretera-, y empiezo a disfrutar de su compañía. Además, estar aquí es mejor que estar en una cárcel francesa, ¿no cree?

– Esto no es ninguna respuesta.

– No, pero es una verdad. -Kovalenko miró a Marten un segundo y luego otra vez a la carretera.

De nuevo, el silencio llenó el espacio y Marten se relajó, contemplando el haz de luz de los faros del vehículo que cortaba aquel túnel inacabable gris blanquecino de nieve que caía, interrumpido de vez en cuando por la forma vaga de alguna señal de la autopista.

Pasaron unos segundos, unos minutos y Marten se volvió otra vez a mirar a Kovalenko. Su cara con barba, iluminada por el brillo de los instrumentos de a bordo, el volumen de su cuerpo, el bulto bajo la chaqueta donde llevaba el arma automática. Era un policía de carrera, con una esposa e hijos en Moscú. Era como Halliday, como Roosevelt Lee o Marty Valparaiso o Polchak o Red, todos ellos policías profesionales con familias a las que mantener. Y como ellos, trabajaba en homicidios.

Sin embargo, como Marten ya había presentido antes, en él había algo distinto. Era su otra agenda. Cuando le había preguntado si Kitner tenía la influencia para decantar el voto favorable hacia el zar y, así, incrementar sus negocios en Rusia, él le respondió que era policía y que el poder y la política no eran sus dominios. Pero luego dijo que Lenard no lo arrestaría debido a la política que envolvía el asunto. De modo que había algún tipo de política que sí era su dominio.

– Son asuntos rusos -le había respondido cuando Marten le preguntó si tenía fotos de Alexander Cabrera de antes del accidente de caza. Su respuesta fue negativa, y el motivo alegado fue que entonces no había sido importante. ¿Qué era importante ahora? ¿Qué había cambiado? ¿Qué «asuntos rusos»? Tal vez no quisiera hablar del tema, pero al llevarlo con él de viaje, Kovalenko había convertido los asuntos rusos en asuntos también de Marten.

– ¿Por qué mantiene a Lenard en la inopia? -Marten rompió de pronto el silencio-. ¿Por qué no le ha dicho nada de Cabrera, ni de las huellas? ¿Ni sobre Raymond o Kitner?

Kovalenko no respondió; sencillamente, siguió atento a la carretera que tenían delante.