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– Déjeme adivinarlo -lo presionó Marten-. Es porque, en algún rincón de su alma, teme usted que Alexander Cabrera y Raymond Thorne sean una misma persona y no quiere que nadie más lo sepa. Por eso me hizo sacar el disquete y las páginas que contenían alguna referencia a Argentina. Ha dejado la agenda de Halliday porque tenía que hacerlo, y espera que Lenard no descubra nunca el resto. Por eso me ha llevado con usted, para que Lenard no pueda empezar a hacerme preguntas. Usted y yo somos los únicos que lo sabemos y quiere que siga así.

– Sería usted un buen psicoanalista, o -Kovalenko miró a Marten- un estupendo detective, señor Marten. -Se volvió otra vez hacia la carretera y se aferró al volante con más fuerza a medida que la nieve caía copiosamente-. Pero no es usted detective, ¿no es cierto? Usted es estudiante de posgrado en la Universidad de Manchester. Lo he comprobado. Así es cómo logramos encontrar a lady Clementine Simpson.

«Cómo logramos o como lo logró usted», quiso preguntar Marten, pero no lo hizo porque ya sabía la respuesta.

– Le agradecería que la mantuviera al margen -le dijo, con tono frío. Lo que habían hecho Lenard y Kovalenko con Clem todavía le dolía.

Kovalenko sonrió:

– Una joven atractiva no es ningún enigma, señor Marten. El enigma es, si es usted un estudiante de posgrado, ¿dónde cursó usted sus estudios de licenciatura? ¿También en Manchester?

Por un instante, Marten se quedó inmóvil. Kovalenko era listo y traía los deberes hechos, y si Marten no iba con cuidado lo acabaría descubriendo. Cuando hizo la solicitud de matrícula en la Universidad de Manchester, sencillamente llamó a UCLA como John Barron y pidió una copia de su expediente académico. Cuando le llegó, escaneó las páginas en un disquete, lo metió en su ordenador y luego cambió el nombre de John Barron a Nicholas Marten, las imprimió y las mandó. Nadie puso nunca en duda aquellas páginas, y el tema no había salido hasta ahora.

– UCLA -dijo-. Fue entonces cuando veía a Dan Ford muy a menudo y cuando conocí a Halliday.

– UCLA, es decir, la Universidad de California en Los Ángeles.

– Sí.

– No lo había dicho antes.

– No me había parecido importante.

La mirada de Kovalenko se posó en Marten y se quedó allí un instante, sondeando. Pero Marten no le desveló nada y él volvió a mirar hacia la carretera.

– Le cambio una verdad por otra, señor Marten. Tiene que ver con Peter Kitner. Tal vez luego entenderá lo que percibe usted como mi preocupación por Alexander Cabrera y por qué no habría sido prudente por mi parte dejarlo a usted con el inspector Lenard.

70

París, la casa del número 151 de la avenue Georges V, a la misma hora

La gran duquesa Catalina Mikhailovna se tocó el pelo y sonrió con seguridad mientras esperaba que el fotógrafo oficial tomara su foto. A la izquierda tenía a su hijo, el gran duque Sergei; a la derecha, al príncipe Dimitri Vladimir Romanov, un hombre de setenta y siete años de pelo gris, bigote y porte regio, en cuya magnífica mansión se celebraba la reunión de esa noche y que era el principal rival a la Corona.

Detrás del joven fotógrafo podía ver a su madre, la gran duquesa Maria Kurakina, y detrás de ella las caras de los otros Romanov reunidos en el salón de techos altos del príncipe Dimitri: treinta y tres hombres y mujeres maduros, elegantemente vestidos y con un orgullo desafiante de una docena de países distintos y que representaban las cuatro ramas de la familia. Ninguno de ellos había dejado que el tiempo se interpusiera en su viaje, y ella tampoco habría esperado que así fuera. Eran miembros importantes de la familia imperial y del alma rusa; fuertes, nobles y rotundamente fieles a su linaje divino como auténticos guardianes de la madre patria.

Después de casi un siglo y esparcidos por todo el mundo por el exilio, ellos, o la generación anterior a la suya, habían visto gobernara los comunistas con la hoz y el martillo de Lenin y con el puño de hierro de Stalin. Habían visto los horrores de la segunda guerra mundial, cuando el ejército nazi invasor pisoteó su tierra y masacró a a millones de sus compatriotas. Habían visto, con horror y desaliento, cómo en las décadas siguientes la Guerra Fría, gobernada por los arsenales nucleares, se veía entremezclada con las brutales represalias del KGB, en el país y en Europa Oriental; y finalmente contemplaron con pasmo absoluto cómo, casi de la noche a la mañana, la Unión Soviética se venía abajo y desaparecía, dejando en su estela poco más que una nación corrupta, caótica y profundamente atrasada.

Sin embargo, ahora, por suerte y después de todo aquel delirio, amanecía un nuevo día y un gobierno de Rusia democrático estaba tendiendo una invitación elegante, propia y sabia -conscientes de que la auténtica función de las monarquías es proporcionar una sensación de continuidad y una base de lealtad sobre la cual una nación se puede construir y sostener- al regreso de la familia imperial, devolviendo al pueblo los trescientos años de reinado Romanov. Para los presentes, el significado de aquel gesto era sobrecogedor. Era como si la historia de Rusia les hubiera sido arrebatada, mantenida alejada, y ahora les fuera devuelta.

Por este motivo, los miembros de las cuatro casas Romanov allí reunidos habían aceptado plenamente que la larga batalla de competidores y candidatos al trono había terminado. Se había reducido sencillamente a los dos hombres que ahora estaban a los dos lados de la gran duquesa Catalina Mikhailovna: su hijo, el joven y entusiasta gran duque Sergei Petrovich Romanov, y el majestuoso hombre de Estado y miembro mayor de la familia, el príncipe Dimitri Vladimir Romanov. Cuál de ellos asumiría el trono se decidiría en una votación abierta, a mano alzada, que tendría lugar inmediatamente después de la cena. O, en los términos de Catalina, dentro de una hora, dos a lo sumo.

De pronto, la luz estroboscópica del fotógrafo soltó una serie de flashes cegadores. Los acompañó el sonido de la película que corría por el interior de la cámara motorizada mientras el fotógrafo tomaba una docena o más de instantáneas. Luego acabó y se retiró. La gran duquesa Catalina relajó su postura y apretó la mano de su hijo para tranquilizarlo.

– ¿Puedo acompañarla hasta la mesa, gran duquesa? -La voz de barítono del príncipe Dimitri resonó detrás de ella. En vez de dejarlos una vez hecho el trabajo del fotógrafo y abandonar a su competidor en compañía de su madre, el mayor de los Romanov permaneció a su lado.

– Por supuesto, Su Alteza Imperial. -Catalina sonrió graciosamente como respuesta, muy consciente del público que tenía y demostrando voluntariamente su capacidad de mostrarse tan encantadora y agradable como la oposición.

Con gesto regio tomó su brazo y, a paso tranquilo, cruzaron el salón central de suelo de mármol hasta las puertas doradas del fondo, donde los esperaban un ejército de sirvientes de pajarita blanca y guantes blancos.

El gran duque Sergei y la madre de Catalina, la gran duquesa María, los seguían, y después de ellos los treinta y tres Romanov.

Cuando llegaron al fondo del salón, los sirvientes abrieron las puertas y entraron en un amplio comedor decorado con paneles de madera tallada a mano que se levantaban más de seis metros hasta el techo. Una mesa antigua, larga y pulida ocupaba el centro de la estancia, con butacas de respaldo alto, y tapizadas con seda roja y dorada a ambos lados de la misma. La cubertería era de oro y plata, la cristalería era de cristal de Murano y los platos de color hueso, con servilletas de encaje entre ellos. Más camareros de pajarita blanca aguardaban a un lado.

El ambiente era formal, extravagante y teatral, excesivamente impresionante, pero había todavía un último elemento que eclipsaba todo lo demás. Montada en la pared del fondo del salón había un águila doble de oro macizo, de cuatro metros de altura, con las alas desplegadas de casi la misma anchura. Una de sus enormes garras aferraba el cetro imperial, mientras que con la otra sostenía el orbe imperial. Más arriba de las cabezas gemelas del águila, en el vértice de un gran arco encima de ambas, reposaba la majestuosa y enjoyada corona imperial. Lo que contemplaban era el magnífico emblema de los Romanov, ante el cual nadie podía menos que quedarse boquiabierto. Algunos de ellos inclinaron la cabeza en señal de reverencia ante el mismo, y pocos fueron capaces de apartar la vista del magnífico objeto hasta que estuvieron sentados a la mesa.