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La gran duquesa Catalina permanecía boquiabierta mientras escuchaba las pruebas presentadas.
Tres de las cuatro sillas en el estrado bajo el gran emblema Romanov estaban ocupadas por hombres a los que había considerado sus más acérrimos aliados: Nicolai Nemov, el alcalde de Moscú; el mariscal Igor Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa y probablemente el oficial más poderoso del ejército ruso; y por último, el hombre al que muchos consideraban la figura más reverenciada de toda Rusia, con su barba y su túnica, Su Santidad Gregorio II, el patriarca sagrado de la Iglesia ortodoxa rusa. Juntos formaban un triunvirato que sin duda representaba la máquina política más potente de Rusia, con más poder incluso que el presidente de la nación, Pavel Gitinov. Y este poder y esta influencia eran los elementos con los que ella había contado.
Pero ahora todo aquello se había desvanecido: su futuro, el futuro de su hijo, el de su madre, un sueño roto por el hombre que ahora ocupaba la cuarta silla, sir Peter Kitner, nacido Petr Mikhail Romanov, el heredero indiscutible del trono imperial.
Estaba todo allí, en la larga pero totalmente comprensible explicación ofrecida por el príncipe Dimitri y en los documentos y fotografías reunidos, de los cuales se proyectaron copias en una pantalla colocada a la derecha del estrado. Unas cuantas de las imágenes eran fotos en blanco y negro desvaído tomadas por el marino ruso Nagorny mientras ayudaba al pequeño zarevich Alexei a huir de Rusia hasta Suiza, después de la masacre de Ipatiev. Las otras eran de Alexei y del joven Petr mientras crecía en la casa familiar de Mies, a las afueras de Ginebra. Y otros documentos eran técnicos y mostraban cadenas de ADN, los laboratorios en los que se habían analizado y los técnicos que los firmaban.
Pero las fotos, las muestras de ADN y los documentos sólo servían para subrayar la verdad irrefutable de las pruebas presentadas. Se habían tomado muestras de huesos de los restos del zar Nicolás en la cripta de San Petersburgo y se había analizado su ADN. Estos resultados se compararon con muestras del ADN de los restos del supuesto zarevich Alexei, el padre de Kitner, enterrado a las afueras de Ginebra. Las cadenas de ADN y la repetición de sus secuencias coincidían con las del zar Nicolás sin dejar ninguna duda. Para asegurarse del todo de que lo que habían descubierto no era fruto de alguna extraña coincidencia, eligieron un ADN contemporáneo como elemento de comparación. La princesa Victoria, hermana mayor de la emperatriz Alejandra, esposa de Nicolás y madre de Alexei, había tenido una hija que se convirtió en la princesa Alicia de Grecia. De los hijos de la princesa Alicia, su único hijo, el príncipe Felipe, duque de Edimburgo y esposo de Isabel II, reina de Inglaterra, era el candidato vivo idóneo para comparar con las muestras de ADN de su tía abuela, la emperatriz Alejandra. Se tomaron otra vez muestras de huesos de la cripta de San Petersburgo, esta vez de la emperatriz Alejandra, y se compararon con las muestras extraídas del duque de Edimburgo. Y otra vez, las secuencias de ADN coincidían a la perfección. Entonces, las cuatro muestras fueron comparadas con las muestras aportadas por Peter Kitner. Y otra vez, la perfecta coincidencia.
Una vez reunidas, estas pruebas despejaban toda duda sobre la supervivencia del zarevich Alexei Romanov a la matanza de Ipaniev, y sobre el hecho de que Peter Kitner era no sólo su hijo sino, por los certificados de nacimiento que se conservaban en la administración suiza y los testimonios aportados por amigos de la familia, su único hijo. El linaje desde entonces hasta el presente era claro, sencillo, sin dudas y sin lugar a error: Petr Mikhail Romanov Kitner era el auténtico cabeza de la casa Romanov y, como tal, sería el hombre que se convertiría en zarevich.
El único recurso de Catalina era ahora jugar la carta de Anastasia y alegar que los análisis de ADN no demostraban nada y que Kitner era tan impostor como lo había sido Anna Anderson en su momento, pero sabía que sería un gesto inútil que sólo les traería vergüenza a ella, a su madre y a su hijo. Además, el triunvirato no había hecho el viaje desde Moscú para nada. Habían analizado todas las pruebas mucho tiempo antes, habían mandado a sus propios especialistas a interrogar a los expertos que habían hecho los análisis, habían hecho repetir los análisis del ADN en tres laboratorios distintos y separados y, finalmente, tomaron su decisión. No sólo esto, sino que Pavel Gitinov, el presidente de Rusia, le había pedido a Kitner que fuera a reunirse con él en su residencia de vacaciones en el mar Muerto y allí, en presencia del triunvirato y de los líderes del Consejo Federal y de la Duma -las cámaras alta y baja del Parlamento-, le pidió personalmente que regresara a Rusia como titular de la corona y se convirtiera así en la figura práctica, emocional y promocional que ayudaría a cohesionar una nación asolada por la incertidumbre social y económica, y a devolver a la nueva Rusia el poder global que antaño había tenido.
Lentamente, la gran duquesa Catalina Mikhailovna se puso de pie, con la mirada clavada en Peter Kitner. Al verla, el gran duque Sergei también se levantó. Y también lo hizo su abuela, la gran duquesa María Kurakina.
– Petr Mikhail Romanov -la fuerte voz de Catalina resonó por la enorme estancia. Todas las miradas se volvieron hacia ella mientras levantaba un globo dorado con el escudo de la familia estampado y se lo ofrecía-, la familia del gran duque Sergei Petrovich Romanov os saluda con orgullo y os reconoce humildemente como zarevich de Todas las Rusias.
Con esta frase, todos los presentes se pusieron de pie y levantaron sus copas a modo de saludo. El príncipe Dimitri también se levantó. Y también lo hicieron el alcalde Nicolai Nemov, el mariscal Igor Golovkin y el patriarca Gregorio II.
Entonces sir Petr Mikhail Romanov Kitner se levantó, con su pelo blanco a modo de melena real y los ojos oscuros brillando. Levantó las manos y esperó, mientras contemplaba los saludos reales. Finalmente y con un gesto sencillo, agachó la cabeza a modo de aceptación formal de su manto.
73
Cuando Kovalenko advirtió la presencia del coche abandonado ya era demasiado tarde. Giró el volante con fuerza, desviándose alarmado para evitar el vehículo, y mandó el ML500 dando tumbos por encima de la autopista cubierta de nieve como una peonza. Una décima de segundo más y golpearon un arcén de nieve que había al fondo, se levantaron sobre dos ruedas y luego cayeron para resbalar por el arcén a modo de tobogán, deslizándose por un largo terraplén en el que se pararon, con el motor en marcha, los faros encendidos, atascados en la nieve acumulada al borde de un saliente rocoso.
– ¡Kovalenko! -Marten tiraba de su cinturón de seguridad y miraba a la forma inmóvil de Kovalenko tras el volante. Por un segundo larguísimo hubo silencio y luego, lentamente, el ruso se volvió a mirarlo.
– Estoy bien, ¿y usted?
– Bien.
– ¿Dónde coño estamos?
La mano derecha de Marten encontró la manecilla de la puerta y la abrió de un empujón. Notó cómo el coche se balanceaba ligeramente al colarse la nieve y el aire helado. Con cuidado, se deslizó y miró afuera. Con la luz de la puerta abierta podía distinguir apenas el abismo oscuro que había directamente bajo la puerta y escuchar el rumor de agua a lo lejos, debajo de ellos.
Se inclinó un poco más, pero sintió que el coche se volcaba en su dirección. Entonces se detuvo de inmediato.
– ¿Qué ocurre? -insistió Kovalenko.
Lo único que Marten veía era la parte de arriba del saliente cubierto de nieve y, debajo, todo oscuro. Lentamente, volvió a meterse en el coche y cerró la puerta.
– Estamos al borde de un precipicio.
– ¿Cómo?
– Un precipicio, un acantilado. Juraría que no tenemos más de dos ruedas sobre terreno sólido.