Kovalenko se abalanzó para mirar y el coche se movió con él.
– ¡No haga eso!
Kovalenko se quedó inmóvil.
Marten lo miró:
– No sé lo profundo que es ni me gustaría averiguarlo.
– Ni yo tampoco. Ni a Lenard tampoco. Quiere que le devolvamos el coche entero.
– ¿Qué hora es?
Kovalenko miró con atención al reloj del salpicadero:
– Las doce en punto.
Marten respiró hondo:
– Está nevando mucho, son las doce de la noche y estamos fuera de la carretera, en medio de la nada. Un estornudo nos podría mandar al carajo y esto sería el final. O nos ahogamos, o nos congelamos, o nos quemamos, si este trasto decide incendiarse.
– Y aunque consigamos hablar con alguien con su móvil no tenemos manera de decirle a nadie dónde estamos porque no lo sabemos. Y aunque lo supiéramos, dudo que nadie pueda llegar hasta aquí antes del amanecer. Y eso en el mejor de los casos.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Tenemos dos ruedas levantadas hacia un lado, lo cual espero que signifique que nos quedan las otras dos sobre el suelo. Tal vez podamos avanzar a partir de ahí.
– ¿Qué quiere decir «tal vez»?
– ¿Se le ocurre algo mejor?
Marten vio a Kovalenko pensando alternativas y luego decidiendo rápidamente que no las había.
– Al menos resultaría útil -dijo Kovalenko con aire autoritario- que tuviéramos menos peso del lado del copiloto.
– Bien.
– Por tanto, yo saldré por mi puerta. Mientras lo haga, usted se deslizará y tomará el volante y hará el intento de, como ha dicho, salir conduciendo.
– Mientras usted está a salvo en el suelo mirando lo que ocurre, ¿es esto?
– Señor Marten, si el coche se estrella no sirve de nada que estemos los dos dentro, cuando con uno basta.
– Pero el de dentro no será usted, sino yo, señor Kovalenko.
– Si le sirve de consuelo, si usted se estrella, sin duda yo moriré congelado.
Con estas palabras, Kovalenko desenganchó su cinturón y abrió la puerta del conductor. Una ráfaga de viento se la volvió a cerrar pero él apoyó el hombro y la volvió a empujar.
– Vale, voy a salir. Avance conmigo.
Kovalenko empezó a deslizarse desde detrás del volante. Mientras lo hacía, Marten se deslizó cuidadosamente por encima de la consola central, poniendo todo el peso corporal que podía en el lado del conductor. De pronto, el ML crujió y empezó a inclinarse hacia el barranco. Kovalenko volvió a meterse dentro rápidamente, colocando todo su peso al borde de la butaca. El coche se detuvo.
– Madre de Dios -suspiró.
– Quédese dónde está. Me acercaré todo lo que pueda.
Con una mano sobre el asiento del conductor y luego bajando sobre su codo con todo el peso corporal que podía, Marten se levantó de la consola y se deslizó hasta el asiento, desplazando las piernas una a una debajo del volante.
Marten miró hacia arriba. Tenía la nariz de Kovalenko a centímetros de la suya. Una repentina ráfaga de viento empujó la puerta y a Kovalenko por detrás, echándolo encima de Marten. Sus narices chocaron con fuerza y el coche se inclinó hacia el barranco.
Entonces Marten empujó a Kovalenko fuera del coche y se inclinó todo lo que pudo hacia él. Este movimiento bastó; el ML corrigió su inclinación.
– Levántese y cierre la puerta -dijo Marten.
– ¿Cómo?
– Levántese y cierre la puerta. Con cuidado.
Kovalenko se levantó de la nieve como un fantasma.
– ¿Está seguro?
– Sí.
Marten observó a Kovalenko cerrar la puerta y luego apartarse. Lentamente, miró a través del parabrisas, más allá de las escobillas limpiadoras. Delante de él, los faros del coche iluminaban nada más que superficie blanca. Resultaba imposible de saber si el terreno que había delante subía, bajaba o era totalmente recto. Lo único que sabía era que no debía girar a la derecha.
Respiró hondo y miró a Kovalenko, que lo miraba a su vez desde el exterior. Éste tenía el cuello levantado, y el pelo y la barba cubiertos de nieve.
Marten volvió a concentrarse. Puso la mano sobre el cambio de marchas y lo puso en Drive, y luego, con el máximo cuidado, apretó el acelerador. Se oyó un suave gemido mientras el motor empezaba a revolucionarse y sintió cómo las ruedas empezaban a girar. Por un momento no ocurrió nada. Luego sintió un levísimo tirón, cuando las ruedas empezaron a agarrarse, y el ML avanzó un poco. Dos palmos, tres, y luego las ruedas empezaron a girar sobre la gruesa capa de nieve. Dejó de dar gas y el vehículo se volvió hacia atrás. Pisó el freno. El coche patinó y luego se detuvo.
– Calma -dijo-, calma.
De nuevo pisó el acelerador, y de nuevo el vehículo avanzó un poco. Las ruedas se agarraron levemente al suelo y volvieron a rodar sobre ellas mismas. Entonces Marten vio a Kovalenko avanzar y desaparecer detrás del coche. Miró por el retrovisor y vio al ruso tirarse lateralmente contra la puerta trasera del ML.
En aquel instante Marten pisó el acelerador y abrió un poco la ventana.
– ¡Ahora! -gritó, pisando el acelerador. Las ruedas giraron. Kovalenko empujaba con todas sus fuerzas. Finalmente Marten sintió que las ruedas se agarraban al suelo y el coche empezaba a avanzar. Esta vez no se detuvo. Ahora iba más rápido, subiendo en línea recta por encima de un palmo de nieve. Volvió a mirar por el retrovisor. Kovalenko iba detrás de él, corriendo por encima del camino surcado que dibujaba el vehículo. Cinco segundos. Otros cinco más. El coche estaba acelerando. Y entonces Marten vio la inmensa barrera de nieve con los faros. Desde su ángulo, parecía al menos tan alta como el coche, tal vez más. Determinar su solidez o si era una pila de nieve, o una roca grande cubierta de nieve, resultaba imposible, pero ahora no podía parar y arriesgarse a resbalar hacia atrás. La única alternativa que tenía era tirarse contra la pared todo lo rápido y fuerte que pudiera y esperar que el coche cruzara al otro lado de la misma.
Medio segundo y pisó el gas hasta el fondo. El ML salió disparado hacia delante. Dos segundos, tres. La pared estaba justo delante y la golpeó con toda su energía. Por un instante quedó todo a oscuras. Luego traspasó y volvió a encontrarse en la carretera.
Respiró hondo y bajó la ventanilla del todo. Por el retrovisor exterior vio a Kovalenko remontar corriendo la pendiente y pasar a través del boquete abierto en la pared de nieve que tenía detrás. Con el pecho agitado, la humareda de su respiración saliéndole de las narices, todo él cubierto de nieve, gritaba victorioso y agitaba los puños al aire. Con la luz roja de los faros traseros parecía un enorme oso danzarín.
74
París. La misma hora, viernes, 17 de enero, 00:40 h
El zarevich Peter Kitner Romanov se cubrió los oídos para protegerse del ruido atronador del helicóptero ruso bimotor de ataque, un Kamov 32, que despegaba de una zona protegida del aeropuerto de Orly bajo un fuerte viento y una nieve cegadora.
Delante de él iba el coronel Stefan Murzin, del Federalnaya Slujba Ohrani, el FSO, su guardaespaldas personal y uno de los diez agentes de seguridad presidencial que se lo habían llevado desde la residencia del número 151 de la avenida Georges V en la tercera de cuatro limusinas idénticas que aguardaban frente a la entrada de servicio. Los coches habían partido de inmediato y se dirigieron bajo la fuerte ventisca de nieve, cruzando el cordón de policía francesa y en fila india, hasta el otro lado del Sena y a lo largo de catorce kilómetros de calles desiertas y nevadas hasta llegar a una zona acordonada en el aeropuerto de Orly, en aquel momento cerrado por la tormenta.
Allí los esperaban dos Kamov 32, con los motores en marcha y los rotores rodando lentamente. Al instante en que la limusina de Kitner se detuvo, sus puertas se abrieron y el coronel Murzin guió al zarevich y a cuatro agentes del FSO armados hasta los dientes hasta el primer helicóptero. A los pocos segundos estaban a bordo, las puertas se cerraron y los rotores se aceleraron, con un Murzin de mandíbula cuadrada y ojos negros que se ocupaba personalmente de colocar el arnés del zarevich. Luego Murzin se ató su propio arnés y, a los pocos segundos, los dos helicópteros estaban en el aire.