Murzin se reclinó:
– ¿Está usted cómodo, zarevich?
– Sí, gracias -asintió Kitner, para mirar luego a las caras del resto de hombres que lo protegían. Hacía muchos años que tenía guardaespaldas personales, pero nunca habían sido como éstos. Eran todos antiguos miembros de las fuerzas de élite rusas de Operaciones Especiales, la spetsialnoe naznacheine, o Spetsnaz. Todos se parecían a Murzin: eran jóvenes, musculosos y muy en forma, con el pelo cortado al cero. Desde el instante mismo que Kitner había sido proclamado zarevich y había hecho una reverencia a los demás a modo de aceptación formal, se había convertido en propiedad de ellos. En un santiamén, Higgs había sido apartado al fondo y ahora su única misión era informar a los altos ejecutivos de MediaCorp que habían de saber que su jefe había tenido que ausentarse por «motivos personales» pero que estaba bien y regresaría al cabo de unos días. Al mismo tiempo, el resto de miembros de la familia Romanov tuvo que jurar guardar el secreto. Pedir que hicieran lo mismo a todo el personal que había servido la cena no fue necesario: eran todos agentes de la FSO.
Para la seguridad personal del zarevich y debido a la importante magnitud histórica de lo que estaba a punto de ser revelado -que Alexei Romanov había efectivamente sobrevivido a la masacre de Ipatiev y que Peter Kitner, presidente de una de las pocas multinacionales de comunicación en manos privadas del mundo, era su hijo, además de la decisión casi increíble de Moscú de reinstaurar el trono imperial- resultaba esencial que la información se mantuviera en secreto hasta que los elementos de seguridad necesarios estuvieran establecidos para cuando el presidente ruso hiciera el anuncio formal en Davos. Como resultado, sólo la familia más inmediata de Kitner, Higgs, y su secretario privado, Taylor Barrie, habían sido informados.
Tuviera o no razón Kitner al temer que la baronesa pudiera tramar alguna agresión física contra ninguno de ellos, la presencia de esta fuerza de seguridad tan preparada resolvía la cuestión. Ahora estaba aislado y, como zar, lo estaría el resto de su vida. La renuncia a su libertad era algo que había hecho voluntariamente, por su padre, por su país, por sus derechos de nacimiento. Finalmente, su identidad había dejado de ser secreta. El gran temor de su padre a una represalia comunista contra ellos había sido resuelto por el tiempo y por la historia. Lo mismo, era consciente, se podría decir sobre la baronesa y Alexander.
75
París, el ático del número 127 de la avenida Hoche. Viernes 17 de enero, 3:14 h
La gran duquesa Catalina Mikhailovna yacía despierta a la luz tenue de la lámpara de su mesita de noche, con la mirada posada distraídamente en el reloj digital que había junto a la cama, al que había visto marcar prácticamente cada minuto desde que se acostó, justo después de la una y media. ¿Cuántas veces en aquellas dos últimas horas había repasado mentalmente la velada entera? Por no decir nada del profundo sentimiento de traición que sentía por parte de sus «buenos amigos», el alcalde de Moscú y el patriarca de la Iglesia. Lo que la inquietaba más profundamente era el motivo por el que ninguno de ellos, con la excepción del príncipe Dimitri, ninguno entre todos los Romanov, supo nada de Peter Kitner ni de la huida y salvación de. Alexei de la casa Ipatiev. El secretismo podía entenderlo, y la protección de la vida del auténtico zarevich, pero le parecía que no había motivo para ocultar aquella información a todos los Romanov excepto a Dimitri. No sólo la existencia de Kitner, su verdadera identidad y quién había sido su padre, sino también las decisiones tomadas en el Parlamento ruso y por el presidente de Rusia que afectaban de manera tan colosal a toda la familia.
Clic.
3:15 h
Pensó en la reacción de su hijo ante la presentación de Peter Kitner y la revelación de quién era. Recordó que, a pesar de todos aquellos años de preparación y con la plena expectativa de que iba a convertirse en zar, no se había inmutado. Ni siquiera había pestañeado. No ocuparía el trono de Rusia, pero honraría y obedecería al hombre que lo hiciera. Hacerlo era su privilegio y su deber. En aquel momento supo que, a la edad de veintidós años, el gran duque Sergei Petrovich Romanov era más ruso que ninguno de ellos.
3:16 h
Oyó a su madre darse la vuelta en la cama detrás de ella. Una fuerte ráfaga de viento sacudió las ventanas y la nieve chocó con violencia contra el cristal.
Deberían haberla puesto al corriente. Al menos el alcalde. Pero no lo hizo. ¿Por qué no le dijo nada y la dejó continuar? De pronto se le ocurrió que había alguien más implicado. Alguien a quien tanto el alcalde como el Patriarca eran más leales que a ella. Pero ¿quién?
Clic.
3:17h
De pronto toda la casa se quedó a oscuras.
– ¿Qué ocurre? -dijo su madre, incorporándose de pronto.
– No es nada, madre -dijo la gran duquesa Catalina-. Se ha ido la luz. Vuelve a dormirte.
76
Basilea, Suiza. El mismo viernes 17 de enero. 6:05 h
– Querremos acceder a sus expedientes y archivos empresariales, esta mañana, si es posible… Sí, de acuerdo. Muy bien, gracias. -Kovalenko cerró su teléfono móvil y miró a Marten-. Dentro de una hora un tal inspector jefe Beelr, de la Kantonspolizei de Zúrich, nos recibirá en la morgue del Hospital Universitario. La policía ya tiene permiso para registrar las pertenencias personales de la víctima, tanto en su casa como en su lugar de trabajo.
Kovalenko tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y empezaba a crecerle pelo por el cuello y por la base de la barba por donde tenía costumbre de afeitarse. Los dos hombres estaban cansados después del largo viaje, un periplo que había resultado mucho más fatigoso por las condiciones adversas. Pero la tormenta amainó una vez cruzada la frontera de Francia con Suiza y ahora la nieve ya no caía más que en forma de copo ocasional a la luz de los faros del ML500.
Marten miró la pantalla del navegador del coche y luego tomó la autovía A3 en dirección a Zúrich.
– El nombre de la víctima es Hans Lossberg. Cuarenta y un años, tres hijos. Igual que yo -dijo Kovalenko cansinamente y desvió la vista hacia el todavía oscuro cielo de levante-. ¿Ha estado alguna vez en una morgue, señor Marten?
Marten vaciló. Kovalenko volvía a ponerlo a prueba. Finalmente encontró la manera de responder.
– Una vez, en Los Ángeles. Me llevó Dan Ford.
– Entonces ya sabe qué esperar.
– Sí.
Marten mantenía la vista en la carretera. A pesar de lo pronto que era, el tráfico de primera hora empezaba a densificarse y se veía obligado a vigilar la velocidad sobre la autovía todavía resbaladiza. No podía evitar sentirse molesto por lo que Kovalenko estaba haciendo: era obvio que había hablado con los investigadores rusos que viajaron a Los Ángeles. Estaba al tanto de la historia de Red y de Halliday y la brigada. Marten se preguntaba si, de alguna manera, sospechaba quién era y si éste era el motivo por el cual seguía tendiéndole pequeñas trampas. Como justo ahora, con lo de la morgue, y las insinuaciones sobre ser un buen detective, y luego el tema de su formación universitaria y dónde la había empezado. Y antes, en París, cuando lo observaba comparar las huellas de Raymond con la que la policía francesa había encontrado en el coche de Ford, sabiendo que hacían falta conocimientos considerables para entender lo que él buscaba. Y otra vez, cuando hizo la conjetura sobre Dan Ford y por qué Vabres podía haberle entregado el menú en medio de la noche como lo había hecho, y Kovalenko se lo quedó mirando en silencio antes de decir nada más.