Выбрать главу

De pronto, los dos hombres levantaron la mirada.

– Disculpen mi interrupción. Éste es Helmut Vaudois. Era un buen amigo de Hans Lossberg y lo conocía desde hace mucho tiempo. Al parecer, antes de que Lossberg comprara la empresa, ya era impresor. De vez en cuando le gustaba hacer trabajos aparte, en especial si se trataba de encargos pequeños. De modo que es posible que Lossberg se llevara este encargo del menú de la empresa.

– ¿Y lo habría impreso aquí?

– No -dijo Vaudois-. En su casa tenía un pequeño equipo de impresión.

78

287 Zürichbergstrasse, 10:15 h

Maxine Lossberg los recibió en la puerta del pequeño apartamento, a una manzana y media del Zoo de Zúrich. Con el pelo visiblemente recogido a toda prisa y envuelta en un albornoz, la esposa de Hans Lossberg, de unos cuarenta años de edad, estaba claramente bajo los efectos del golpe y la incredulidad. Lo único capaz de consolarla era la presencia del buen amigo de Lossberg Helmut Vaudois; se cogió de la mano de él y no la soltó en todo el tiempo que estuvieron allí.

Con delicadeza y amabilidad, el inspector Beelr le explicó que venían en busca de información que podía ayudar a descubrir la identidad del asesino de su esposo. ¿Sabía si su esposo había hecho recientemente algún trabajo de impresión por su cuenta? ¿Un encargo privado, tal vez, o un favor a un amigo?

– Ja -dijo en alemán, y los llevó por un pasillo hasta una habitación trasera en la que Lossberg conservaba una imprenta tradicional y cajas de tipografía que olían a tinta.

Apresuradamente, miró por los cajones y se sorprendió al no encontrar nada.

– Hans guardaba siempre una copia de lo que imprimía -dijo, también en alemán.

Beelr tradujo y luego le preguntó.

– ¿Qué es lo que imprimió?

– Ein Speisekarte.

– Un menú -tradujo Beelr rápidamente.

Marten y Kovalenko se miraron.

– ¿Para quién lo imprimió? -preguntó Kovalenko.

Beelr tradujo. Ella respondió otra vez en alemán y el inspector tradujo la respuesta.

– Un conocido de la imprenta, pero no sabe quién es. Lo único que sabe es que tuvo que hacer exactamente doscientas copias del menú, ni una más, ni una menos. Y luego destruir las pruebas y desmontar la tipografía. Lo recuerda porque su marido se lo comentó.

– Pregúntale si recuerda cuándo le hicieron el encargo.

Beelr volvió a traducir y se repitió el mismo proceso.

– No recuerda con exactitud la fecha del encargo, pero su marido hizo una prueba en algún momento, la semana pasada, y luego la impresión definitiva este lunes por la noche. Ella quería que salieran al cine pero él dijo que no porque tenía que acabar el encargo. Estaba muy ocupado y el pedido tenía que servirse con rapidez.

Marten y Kovalenko volvieron a mirarse. Ford y Vabres fueron asesinados a primera hora del miércoles. Vabres le podía haber recogido el menú a Lossberg el martes.

– ¿Qué había en el menú? -insistió Kovalenko.

Beelr volvió a preguntar y Maxine Lossberg respondió. No lo sabía. El domingo había ido un hombre a su casa y ella lo vio fugazmente cuando Lossberg lo llevó a la habitación del fondo, probablemente para mostrarle la prueba. Después de eso no lo había vuelto a ver más.

– Kovalenko -dijo Marten, tirando de la manga del ruso y haciéndole un gesto para que salieron un momento de la sala-. Enséñeselas -le dijo, cuando no los podían oír.

– ¿Enseñarle qué?

– Las fotos de Cabrera. Si era él nos lo dirá de inmediato. Eso bastaría para que usted pudiera pedir las huellas digitales.

Kovalenko vaciló.

– ¿Tiene miedo de descubrirlo?

Maxine Lossberg esperaba sentada a la mesa de la cocina mientras Kovalenko abría su ordenador portátil. Luego se sentó al lado de ella y le mostró el archivo de fotos de Alexander Cabrera del Ministerio de Justicia ruso.

Marten estaba de pie detrás de ellos, mirando por encima del hombro izquierdo de Kovalenko, mientras Beelr y Helmut Vaudois miraba por encima del derecho.

Hubo un clic y Marten vio la foto de Cabrera subiendo a una limusina frente a la sede de su empresa en Buenos Aires.

Kovalenko miró a Maxine Lossberg.

– No sabría decirlo -dijo ella, en alemán.

Otro clic y Marten vio la foto de Cabrera en peto y con el casco, estudiando unos planos encima del capó de un furgón pickup, en algún lugar del desierto.

Maxine movió la cabeza.

– Nein.

Clic.

Otra foto. Una que Marten no había visto nunca. Estaba tomada frente a un hotel de Roma. Cabrera estaba al lado de un coche, hablando por el móvil. A su derecha inmediata, un chofer le aguantaba la puerta abierta del coche. En el asiento de atrás había una joven de pelo oscuro muy atractiva, que parecía esperar a Cabrera.

De pronto, Marten se quedó petrificado.

– Nein. -Maxine Lossberg se levantó. No era el hombre al que había visto con su marido.

– Kovalenko -dijo Marten bruscamente-, amplíe esta imagen.

– ¿Qué?

– La foto, amplíela. Amplíe a la mujer que va en el asiento trasero.

– ¿Por qué?

– ¡Hágalo y punto!

Kovalenko se volvió a mirar a Marten, totalmente intrigado. Beelr también lo miraba, y también lo hacían Maxine Lossberg y Helmut Vaudois. Era el tono de Marten. Estupefacción, rabia, miedo, todo en uno.

Kovalenko miró de nuevo la pantalla.

Clic.

Amplió la foto; la mujer aparecía ahora con mayor claridad.

– Más -exigió Marten.

Clic.

La cara de la mujer ocupó toda la pantalla. Era un perfil, pero no había duda de quién era. Ninguna duda.

Rebecca.

79

– ¡Dios Santo! -Marten agarró a Kovalenko por el cuello de la chaqueta y lo sacó de la cocina a rastras, pasillo abajo-. ¿Por qué cojones no me la había enseñado antes, cuando estábamos en París?

– ¿De qué coño me está hablando? Le pregunté si quería ver más, y usted me dijo que no.

– ¿Y cómo podía saber que tenía ésta?

Ahora volvían a estar en el salón. Marten guió a Kovalenko hasta el interior, cerró la puerta y lo empujó hacia la misma.

– ¡Estúpido cabronazo! ¿Sigue usted a Cabrera a todas partes y no sabe ni con quién está?

– Haga el favor de soltarme -dijo Kovalenko, con frialdad.

Marten vaciló y luego retrocedió. Estaba pálido, temblaba de rabia.

Kovalenko lo miraba perplejo.

– ¿Qué pasa con esta chica?

– Es mi hermana.

– ¿Su hermana?

– ¿Cuántas fotos más tiene de Cabrera con ella?

– Aquí, ninguna. Tal vez media docena más en el archivo de Moscú. No supimos nunca su nombre ni su dirección; él la ha mantenido muy protegida. Siempre elige la habitación de los hoteles a los que va. Se encuentran a menudo. Para nosotros era un asunto de poca importancia.

– ¿Cuánto tiempo hace que dura?

– Sólo llevamos unos pocos meses detrás de él, desde que descubrimos lo de Kitner. Lo que sucedió antes, lo ignoro. -Kovalenko vaciló-. ¿No tenía idea de que se estaba viendo con alguien?

– Ni idea. -Marten cruzó la sala y luego se volvió a mirarlo-. Necesito su móvil.

– ¿Qué va usted a hacer?

– Llamarla, enterarme de dónde está, asegurarme de que está bien.

– De acuerdo. -Kovalenko buscó en el interior de su chaqueta y sacó el móvil; luego se lo dio a Marten-. No se descubra, no le diga por qué llama. Limítese a saber dónde está y a asegurarse de que está bien. Luego decidiremos qué hacemos.