Выбрать главу

Marten asintió con la cabeza, luego cogió el teléfono y marcó el número. Sonó cuatro veces y luego le saltó una grabación en francés que decía que el número con el que quería hablar no estaba disponible o estaba fuera de cobertura. Colgó y marcó un segundo número. Sonó un par de veces y luego respondió alguien.

– Residencia Rothfels -dijo una voz femenina con acento francés.

– Rebecca, por favor. Soy su hermano.

– No está, señor.

– ¿Dónde está?

– Con el señor y la señora Rothfels y sus hijos. Pasarán el fin de semana en Davos.

– ¿Davos? -Marten miró a Kovalenko y luego se volvió hacia el teléfono-. ¿Tiene usted el número del móvil del señor Rothfels?

– No estoy autorizada a dárselo, lo siento.

– Es muy importante que hable con mi hermana.

– Lo siento mucho señor, pero es la norma. Perdería mi trabajo.

Marten miró a Kovalenko:

– ¿Cuál es su número?

Kovalenko se lo dijo y Marten volvió a hablar por el teléfono.

– Voy a darle mi teléfono -le dijo a la mujer al otro lado de la línea-. Por favor, llame al señor Rothfels y pídale que Rebecca se ponga en contacto conmigo de inmediato. ¿Puede hacerme este favor?

– Sí, señor.

– Gracias.

Marten le dio el número, le pidió que se lo repitiera, le volvió a dar las gracias y colgó. Seguía estupefacto. La idea de que Rebecca estuviera liada con Cabrera lo asombraba más allá de lo imaginable. Por muy bella o elegante que fuera vestida, por muchos idiomas que fuera capaz de hablar con fluidez, por muy sofisticada que fuera capaz de aparecer en público, para él seguía siendo una criatura que apenas empezaba a recuperarse de una terrible enfermedad. Sin embargo, en algún momento debería empezar a tener experiencias vitales y amorosas. Pero ¿Cabrera? ¿Cómo se habían conocido? Las probabilidades de que ni siquiera se cruzaran por la calle eran entre cero y una, pero en cambio, de alguna manera, lo habían hecho.

– Es curioso cómo pasan las cosas -dijo Kovalenko, tranquilamente-. La información estaba ahí desde el principio y, sin embargo, ninguno de los dos se lo podía ni imaginar. Curioso, también, que su hermana se encuentre precisamente en Davos.

– ¿Cree que Cabrera podría estar con ella?

– Davos, señor Marten, es donde estará Kitner, donde ha de tener lugar el anuncio.

– Y si anda detrás de Kitner… -Marten hizo una pausa; no había necesidad de completar la frase-. ¿A qué distancia estamos de Davos?

– Si no cae más nieve, a dos horas en coche.

– Pues creo que allá vamos.

– Eso parece, sí.

80

Villa Enkratzer (villa Rascacielos), Davos, Suiza.

El mismo viernes 17 de enero, 10:50 h.

El zarevich Peter Kitner Mikhail Romanov despertó de un sueño profundo, mucho más profundo -pensó- de lo normal, casi como si lo hubieran drogado. Pero el día anterior había sido largo e intenso en emociones, y lo achacó a eso.

Se incorporó y miró a su alrededor. Al fondo de la habitación había una cortina ligera tirada por encima de un gran ventanal, que daba suficiente luz como para darse cuenta de que la estancia era amplia, llena de muebles antiguos y, en todos los aspectos, cómoda y bien decorada. A diferencia de la mayoría de habitaciones de hotel, ésta tenía el techo alto y grandes vigas descubiertas, y se preguntó en qué tipo de lugar estaba. Luego se acordó del coronel Murzin, que le había dicho, cuando iban en la comitiva de limusinas hacia el aeropuerto, que se dirigían hacia una mansión privada en las colinas de Davos. Era un lugar seguro, literalmente una fortaleza de montaña, construida en 1912 para un fabricante de armas alemán, con acceso a través de unas puertas de cuartel que daban paso a una pista de montaña de siete kilómetros hasta el propio castillo. Era allí donde lo llevaban y donde, a mediodía, su familia iba a reunirse con él… y donde, aquella misma noche, cenaría con Pavel Gitinov, el presidente de Rusia, para hablar del protocolo del pronunciamiento que éste haría ante los líderes políticos y económicos reunidos en el Foro Económico Mundial.

Kitner apartó las mantas y se levantó, con la cabeza todavía embutida por el sueño. Cuando estaba a punto de entrar en el baño para asearse, oyó que llamaban a la puerta. Acto seguido le apareció el coronel Murzin, vestido con traje y corbata.

– Buenos días, zarevich. Lamento decirle que traigo malas noticias.

– ¿Qué ocurre?

– La gran duquesa Catalina, su madre y su hijo, el gran duque Sergei, junto a sus guardaespaldas… ha habido un incendio en el apartamento que habían alquilado en París. Quedaron atrapados en la planta superior.

– Y…

– Han muerto, señor. Todos ellos. Lo lamento.

Kitner se quedó petrificado y, por un momento, no fue capaz de decir nada. Luego miró directamente a Murzin.

– ¿Está Gitinov al corriente?

– Sí, señor.

– Gracias.

– ¿Desea que lo ayuden a vestirse, señor?

– No, gracias.

– Se le espera en veinte minutos, señor.

– ¿Se me espera? ¿Dónde? ¿Para qué?

– Una reunión, señor. Abajo, en la biblioteca.

– ¿Qué reunión? -Kitner estaba absolutamente perplejo.

– Creo que la convocó usted, señor.

– ¿Yo convoqué…?

– Una reunión privada entre usted, la baronesa de Vienne y Alexander Cabrera.

– ¿Están aquí? ¿En este edificio? -Kitner se sintió como si le acabaran de clavar un cuchillo afilado.

– El château ha sido alquilado para el fin de semana por la baronesa, señor.

– Quiero llamar a mi oficina de inmediato.

– Me temo que no será posible, señor.

– ¿Por qué no? -Kitner empezaba a sentirse invadido por el temor, pero trató de ocultarlo.

– Es una orden, señor. El zarevich no debe establecer contacto fuera de su residencia hasta mañana, cuando se haya hecho el anuncio formal.

– ¿Quién ha dado esta orden? -El temor de Kitner se convirtió de pronto en incredulidad, y luego en indignación.

– El presidente Gitinov, señor.

81

– Clem, soy Nicholas. Es muy importante. Llámame a este número lo antes que puedas. -Marten le dio a lady Clem el número de Kovalenko y colgó.

La distancia por autopista entre Zúrich y Davos era de un poco más de ciento cuarenta kilómetros y, en circunstancias normales debería llevar, como Kovalenko indicó, unas dos horas. Pero aquellas no eran circunstancias normales y el clima tenía poco que ver con ellas. El Foro Económico Mundial atraía cada año a grupos más numerosos, a veces violentos, de disidentes antiglobalización, la mayoría jóvenes idealistas que protestaban contra la tiranía económica mundial que ejercen los países ricos y poderosos y las corporaciones que supuestamente los financian. El resultado era que los accesos por autopista, por ferrocarril y hasta por pistas de montaña estaban bloqueados por hordas de policía suiza.

El inspector Beelrs, de la policía cantonal de Zúrich, le había facilitado un pase a Kovalenko previa advertencia de que no podía garantizarle que le fuera a servir en lo que estaba previsto que fuera una situación muy difícil y hostil. Pero Kovalenko lo tomó de todos modos y les dio las gracias, a él, a Maxine Lossberg y a Helmut Vaudois por su colaboración. Y luego se marcharon, Marten al volante del ML500.

Eran poco más de las once cuando salieron de Zúrich, y el cielo se había aclarado para dar paso a unas nubes blancas y rechonchas intercaladas con un fuerte sol que empezaba a secar el pavimento. Los Alpes cubiertos de nieve resplandecían al fondo, componiendo una imagen típica de tarjeta postal.