– No es sólo por el presidente Gitinov, padre. Todos esperan que firmes la abdicación. Por eso han venido.
Kitner estaba absolutamente alelado, apenas era capaz de pensar.
Su esposa, su hijo y sus hijas estaban bajo la custodia de las tropas de Murzin. Higgs y cualquier otra persona capaz de ayudarle estaban fuera de su alcance. El cuchillo y la película ya no le pertenecían. Ya no le quedaba nada.
– No eres lo bastante fuerte para ser zar -dijo la baronesa-. Alexander sí lo es.
– ¿Por esto le hiciste matar a mi hijo, para demostrarlo?
– Uno no puede dirigir una nación y tener miedo de ensangrentarse las manos. No querrás obligarle a demostrarlo de nuevo.
Por un momento, Kitner se la quedó mirando; su rostro, su vestido, las joyas que llevaba, la tranquilidad sobrecogedora con la que lanzaba amenazas de muerte. Lo que la movía era la venganza, oscura y cruel -la manera en que, de adolescente, se había vengado de forma brutal y depravada del hombre que la había violado en Nápoles- y nada más. Ahora se daba cuenta de que llevaba décadas planeando esto, jugando con el curso de la historia y preparándose para ese día en el futuro en el que Alexander, su Alexander, podría, si las cartas se jugaban bien, convertirse en el zar de Rusia. Esto, para ella, sería la venganza más dulce de todas.
Y era el motivo por el que al final, a pesar de todos los esfuerzos de la gran duquesa Catalina, de todas sus manipulaciones, todas sus triquiñuelas, todas las amistades que había trabado, sencillamente no tenía la información suficiente ni había tenido la suficiente falta de escrúpulos para competir con la baronesa. Y debido a ello, ella, su madre y su hijo adorado estaban muertos.
De pronto, Kitner fue consciente de su inmensa indefensión. Era prisionero, rehén y víctima a la vez. Además, había sido por su culpa. Por temor a que su familia se enterara de la existencia de Alexander, por temor a llevar a un hijo ante la justicia por el asesinato de otro, temiendo por la vida de sus otros hijos, fue él quien hizo el pacto que los dejó libres. Como resultado, ahora su esposa y sus hijos eran rehenes de los soldados de Murzin, y su familia se enteraría de la existencia de Alexander de todos modos y de manera pública, al mismo tiempo que el resto del mundo.
Su hijo Paul, Alfred Neuss, Fabien Curtay, la gran duquesa Catalina, su hijo y su madre, las víctimas de América… ¿cuántos muertos más por su culpa? Pensó otra vez en los soldados de Murzin reteniendo a su familia. ¿Qué órdenes les habrían dado? Que cualquiera de los suyos sufriera daño o fuera asesinado era algo a lo que no era capaz de enfrentarse. Miró a Alexander y luego a la baronesa. Ambos tenían la misma mirada salvaje. Ambos llevaban la expresión de la victoria fría y segura. Si antes había tenido alguna duda, ahora se le había disipado: sabía que eran capaces de cualquier cosa.
Lentamente se volvió y se sentó a leer el texto de la abdicación. Cuando acabó de hacerlo, y todavía más despacio, la firmó.
84
Que Rebecca fuera a casarse con Alexander era impensable. Pero también lo había sido la vulnerabilidad de América antes de los desastres de las Torres Gemelas y del Pentágono. Después de aquello, el mundo entero sabía que cualquier cosa era posible.
Con el pie pisando el acelerador casi hasta el fondo, el ML500 volaba por encima del asfalto cuando Marten tomó la salida de la A13 que llevaba a Landquart/Davos. Durante los últimos kilómetros había llamado al móvil de Clem media docena de veces pero no había conseguido más que escuchar la grabación en la que se le anunciaba que no estaba disponible o se encontraba fuera de cobertura.
– Tranquilícese -dijo Kovalenko-. Puede que Cabrera no sea quien usted supone.
– Eso ya lo dijo antes.
– Y se lo vuelvo a decir.
Marten apartó los ojos de la carretera para mirar a Kovalenko:
– ¿Es por esto que sigue usted aquí, en vez de ordenarme que lo vuelva a llevar a Zúrich para que pueda volver a Moscú? ¿Por qué Cabrera podría no ser Raymond?
– ¡Cuidado!
Marten volvió a mirar a la carretera. Directamente delante suyo el tráfico estaba parado y formaba una larga cola. Marten pisó los frenos y consiguió detener el ML a pocos centímetros del Nissan negro que tenían delante.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, mirando la caravana.
– Manifestantes, o por la libertad de expresión o del Bloque Negro, un grupo de anarquistas -dijo Kovalenko, mientras una masa de manifestantes antiglobalización aparecía corriendo por entre el tráfico, hacia ellos. La mayor parte eran jóvenes muy variopintos; muchos de ellos llevaban pancartas anti Foro Económico Mundial, y otros llevaban máscaras grandes y grotescas que se parecían a los líderes políticos y económicos mundiales, o pasamontañas negros para no poder ser identificados.
Detrás de ellos apareció un grupo de policías suizos equipados con material antidisturbios. Casi al instante, los manifestantes se volvieron y lanzaron piedras. Marten vio cómo los policías se protegían con sus escudos de plástico. Al cabo de un segundo, cuatro policías avanzaron hacia ellos. Iban vestidos de negro, llevaban la palabra POLIZEI escrita en los cascos y en los chalecos antibalas, y llevaban pequeños rifles de cañón corto.
– ¡Gases lacrimógenos! -gritó Marten, mirando por el retrovisor exterior. Un camión grande iba justo detrás de ellos, con más vehículos que hacían cola detrás. Otros se habían arrimado al arcén, tratando de adelantar, pero lo único que consiguieron fue bloquear totalmente la carretera.
– ¡Despejen la zona! ¡Despejen la zona! -clamaba desde la nada un megáfono policial. La orden sonaba en inglés, luego en alemán, francés e italiano.
Marten miró a Kovalenko:
– Ponga un mapa local en el GPS.
Ahora los manifestantes rodeaban el ML y lo utilizaban como escudo mientras lanzaban más piedras y gritaban a las fuerzas policiales.
A los pocos segundos se oyeron cuatro explosiones rápidas que procedían del lanzamiento de gas lacrimógeno de la policía. Las latas volaron por encima del ML y llenaron los alrededores de una humareda blanca e irritante.
De inmediato, Marten cortó la ventilación del vehículo, puso una marcha y giró el volante hacia de la derecha. Se apoyó sobre el claxon y se abrió paso hasta colocarse en el arcén. Entre toses, arcadas y gritos, los manifestantes aporreaban el coche. Finalmente consiguieron tener el camino despejado. Marten pisó el acelerador a fondo y el monovolumen salió disparado por el arcén interior de la carretera, avanzando a toda velocidad hacia la policía.
– Necesitaremos el pase de Beelr -le dijo a Kovalenko-, y toda su influencia de policía.
Más adelante, varios de los policías de negro se dirigían hacia ellos, agitando los brazos para que se detuvieran. Uno de ellos levantó un megáfono.
– ¡Atención, el monovolumen blanco! ¡Deténgase de inmediato! -bramó el mensaje de megafonía, otra vez en inglés, alemán, francés e italiano.
Marten siguió avanzando, buscando una salida. Entonces la localizó. Una pista secundaria, poco más que un sendero que bajaba desde el arcén hasta un terreno helado. Se abrió bien para enfocar la curva y se metió por él. El ML rebotó y aceleró por la pista abierta, un prado amplio y cubierto de hierba espolvoreada de nieve.
– Al otro lado parece que hay una carretera secundaria. -Kovalenko miraba al mapa iluminado en la pantalla del GPS-. Rodea el municipio, cruza por un puente y luego vuelve a unirse con la carretera principal, al otro lado.
– ¡Ya lo veo! ¡Agárrese! -Marten frenó un poco para pasar una zanja. El ML la impactó, rebotó un poco por encima y luego salió con fuerza al otro lado. De pronto vieron un canal directamente delante de ellos. De manera instintiva, Marten aceleró, luego pisó el freno y giró el volante hacia la izquierda, gobernando el vehículo con la fuerza controlada de la tracción en las cuatro ruedas. El coche tocó el borde del canal, se quedó allí un instante, luego rebotó hacia atrás y Marten aceleró.