Marten soltó un poco el acelerador y sintió que los neumáticos se agarraban mejor al asfalto. Luego miró a Kovalenko. Estaba en silencio y seguía mirando por la ventana, y Marten sabía que estaba preocupado. Al elegir deliberadamente desobedecer la orden de volver a Moscú se había colocado en una situación difícil, más difícil a medida que avanzaba el tiempo. La pregunta era, ¿por qué lo hacía? En su corazón, ¿creía realmente que Cabrera era Raymond y no lo contrario, como le había dicho antes? O, quizá, sencillamente no estaba seguro y se negaba a estar tan cerca y no comprobarlo. O… ¿tenía algo que ver con su propia agenda? De ser así, ¿trabajaba para, o con alguien más? Alguien lo bastante importante como para arriesgarse a desobedecer órdenes de su propio departamento, tal vez.
De pronto le vino a la cabeza otra cosa. No sabía por qué no lo había pensado antes.
– Londres -le dijo, de pronto, a Kovalenko-. El anuncio de quién era Kitner y la noticia de que era el futuro zar de Rusia, ¿debía tener lugar en Londres el mismo día, o al día siguiente, de su investidura como caballero?
– No. Era algo demasiado importante como para hacerlo a la estela de lo otro. El anuncio debía producirse varias semanas más tarde.
– ¿Varias semanas?
– Sí.
Marten lo miró.
– El 7 de abril.
– Sí.
– En Moscú.
– Esta información era altamente privilegiada. ¿Cómo lo sabía usted? -Kovalenko estaba estupefacto.
– Por la agenda de Halliday -mintió Marten, protegiéndose rápidamente-. Tenía anotadas la fecha y el lugar, pero con un gran signo de interrogación al lado, como si no supiera qué significaba o a qué hacía referencia.
– ¿Y cómo es posible que Halliday la supiera?
– No tengo ni idea -volvió a mentir Marten, antes de volverse para buscar con la mirada el desvío hacia la Villa Enkratzer. Luego se le ocurrió otra cosa. Cabrera había alquilado la finca de Davos justo antes del anuncio. ¿Había planeado lo mismo para Londres? Pero no una finca, sino una elegante residencia privada… en el número 21 de Uxbridge Street y cerca de la embajada rusa. Además, Raymond había anotado en su agenda, justo debajo del apunte 14 de marzo/Londres, Embajada rusa/Londres. ¿Significaba esto que la presentación ante la familia Romanov había de tener lugar allí y entonces?
De pronto Marten volvió a dirigirse a Kovalenko. Y de nuevo para mentirle.
– En la agenda de Halliday había dos fechas más. Ponía «Londres» y «14-15 de marzo». Si el anuncio público de lo de Kitner no iba a tener lugar entonces sino semanas más tarde, ¿entonces cuándo iba a ser presentado a…?
– ¿La familia Romanov? -Kovalenko acabó la frase por él.
– Sí.
– El 14 de marzo. Durante una cena formal en la embajada rusa en Londres.
¡Bingo! ¡Ya lo tenía! Al menos una parte: quedaba aclarada la anotación sobre la Embajada de Rusia.
Marten apartó la vista y luego volvió a mirarlo.
– Y entonces la cena se canceló de repente.
– Sí.
– ¿Quién la canceló?
– El propio Kitner.
– ¿Cuándo?
– Creo que el trece de marzo. El día de su ceremonia de investidura.
– ¿Alegó algún motivo?
– A mí no me informaron. Ni sé si informaron a alguien. Sencillamente fue su decisión posponerlo hasta nueva convocatoria.
– Tal vez el motivo fuera que Alexander Cabrera se encontraba todavía fugado de la policía de Los Ángeles como Raymond Oliver Thorne. A Thorne no lo arrestaron hasta el quince de marzo. Kitner está al frente de una inmensa cadena mediática internacional. Es muy posible que estuviera al tanto de la información sobre los asesinatos en México y San Francisco y Chicago y que supiera quiénes eran las víctimas incluso antes de que la policía lo confirmara. Esos asesinatos podrían haber sido el detonante del viaje precipitado de Neuss a Londres. No sólo para protegerse, si era el siguiente en la lista de Raymond, sino para que él y Kitner tramaran la manera de ir por delante de Cabrera. El cual, debo recordar, como hijo mayor de Kitner, es el siguiente en la línea de sucesión al trono.
– ¿Sugiere que Cabrera pensaba que podía convertirse en zar?
– Lo pensaba entonces y lo piensa ahora -dijo Marten-. Lo único que tiene que hacer es esperar a que la familia esté informada sobre la auténtica estirpe de Kitner y luego, un poco antes de que se haga el anuncio público, filtrarlo a la prensa. De pronto el mundo se entera de quién es Kitner y de qué está destinado a ser.
Kovalenko lo miraba con frialdad:
– Y entonces Kitner muere asesinado y, como su primogénito, Cabrera se convierte automáticamente en el siguiente del linaje en aspirar al trono y el proceso se pone en marcha.
– Sí -Marten recogió el razonamiento-, y a los pocos días, tal vez a las pocas horas, el guapo, triunfador pero huidizo Alexander Cabrera revela su identidad y viaja a Moscú para hacer público su duelo por su difunto padre, y al mismo tiempo declara que si el pueblo lo quiere, está dispuesto a servirle en su lugar.
– Y como el gobierno ya ha accedido al retorno de la monarquía, parece haber pocas razones para pensar que no lo respaldarían. Que es algo con lo que Cabrera y la baronesa han estado contando desde el principio. -Kovalenko sonrió tibiamente-. ¿Es eso lo que está pensando?
Marten asintió:
– Tenía que haber sucedido un año antes, y podía haberlo hecho de no ser porque Cabrera estuvo a punto de perecer a manos de la policía de Los Ángeles.
Kovalenko se quedó callado un instante largo. Finalmente habló:
– El problema con lo que usted postula, señor Marten, es que lo cuenta desde el punto de vista de Cabrera. Le recuerdo que fue Peter Kitner y no Alexander Cabrera quien canceló la reunión familiar de los Romanov y aplazó su propia ascensión al trono.
– ¿Hasta cuándo?
– Hasta ahora. Hasta este fin de semana en Davos. Y con ella, la presentación hecha ante la familia Romanov ayer en París.
– Kovalenko, ¿quién eligió las fechas? ¿Kitner? ¿O fue una decisión procedente del gobierno ruso?
– No lo sé. ¿Por qué?
– Porque parece perfectamente calculado para haberle dado tiempo a Cabrera para purgar su historial, tanto los archivos con las pruebas como las bases de datos, recuperarse de las heridas sufridas en su «accidente de caza» y la posterior cirugía plástica (una cirugía que pudo haber sido necesaria o que pudo haber sido elegida para que nadie que hubiera visto a Raymond Oliver Thorne pudiera reconocerle) y luego volver corriendo al frente de sus negocios, para que nada pareciera fuera de lo normal.
– Está insinuando que alguien ha sido capaz de retrasar todo el proceso hasta que Cabrera estuviera preparado.
– Exactamente.
– Señor Marten, para ser capaz de esto, alguien debería tener una influencia enorme dentro de Rusia, suficiente para controlar las dos cámaras del Parlamento. No es posible.
– ¿No?
– No.
– No, a menos que esa persona -Marten eligió cuidadosamente cada palabra- fuera inmensamente rica, con unas credenciales impecables, muy sofisticada y con una gran importancia en la sociedad, y que conociera personalmente (y, de alguna manera, tuviera influencia) a la gente más importante de los más altos niveles de la política y el empresariado ruso, o ambas cosas a la vez. Y, por lo tanto, que tuviera el dinero, el poder y la astucia para manipularlos a todos.
– La baronesa.
– Usted lo ha dicho.
87
Villa Enkratzer, 17:00 h
Rebecca se miraba al espejo mientras su doncella personal la ayudaba a vestirse. La velada que tenía por delante estaba llena de nobleza, elegancia y romanticismo. Alexander había elegido personalmente lo que debía ponerse -un vestido tipo tubo de inspiración china, confeccionado por un diseñador parisino, largo, de seda y terciopelo violeta, con la silueta bordada y las mangas recogidas por las muñecas-. Sonrió mientras la doncella le abotonaba el último broche en la nuca y retrocedió, mirándose el perfil en el espejo. El vestido le entallaba el cuerpo y le daba el aspecto que Alexander quería: el de una muñeca bella y exquisita.