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Se recogió el pelo hacia atrás y se lo sujetó con un clip de perlas de los mares del Sur, y luego se puso unos pendientes que combinaban una perla alargada con un diamante, para acabar con un collar de esmeraldas. Retrocedió un poco más para observar el conjunto y pensó que jamás había estado tan magnífica. Tan magnífica como estaba convencida que sería la velada. En una hora empezarían a llegar los invitados desde Davos. Entre ellos estarían lord Prestbury y su hija, lady Clementine Simpson, que estaba convencida que se quedaría boquiabierta al ver su vestido. Rebecca disfrutaría del momento, por supuesto, pero teniendo en cuenta la grandeza de la velada, el vestido y la reacción de lady Clem eran lo de menos.

Lo que era importante, más importante que cualquier cosa, sería la llegada de Nicholas, invitado por Alexander tal y como le había prometido. Que lady Clem ya lo hubiera informado de los planes de boda no importaba. Lo importante era que él y Alexander por fin se conocerían y que todo el secretismo quedaría relegado al pasado.

El repentino timbre del teléfono la sobresaltó. En los segundos que tardó la doncella en contestar una idea le pasó por la cabeza: ¿por qué no le había dicho antes Alexander que Nicholas había llamado para hablar con ella? Se había enterado por la doncella, que respondió al teléfono cuando llamó Gerard Rothfels suponiendo que Rebecca estaba en su habitación cuando, en realidad, estaba fuera con la esposa y los hijos de Rothfels. Lo más curioso fue que en aquel momento Alexander estaba en la habitación, eligiendo el vestido que ella se pondría aquella noche. En vez de pasarle el mensaje y dejarla hablar con Nicholas, anotó el teléfono de Nicholas y bajó a la biblioteca, desde donde lo llamó él mismo. En aquel momento ella no le dio demasiada importancia, excepto para preguntarse qué asunto llevaba a Nicholas hasta Davos, de modo que no le dio más vueltas, pensando que Alexander estaba muy ocupado y, sencillamente, tenía ganas de sorprenderla. Lo cual, sin duda, hizo. Pero ahora le parecía raro y la inquietaba, aunque no sabía muy bien por qué.

– Mademoiselle -le dijo la doncella, después de colgar el teléfono-, Monsieur Alexander désire que vous descendiez à la bibliothèque. -El señor Alexander desea que baje usted a la biblioteca.

Todavía preocupada por sus pensamientos, Rebecca no le respondió.

– Mademoiselle? -La doncella inclinó la cabeza, como si dudara si Rebecca la había entendido.

Luego Rebecca la miró y le sonrió.

– Merci -le dijo-, merci.

88

17:10 h

La luz anaranjada del sol poniente dibujaba la silueta de las cumbres más occidentales cuando Marten aminoró la velocidad del ML bajo la creciente oscuridad crepuscular, justo cuando los faros del coche iluminaban una enorme escultura lítica piramidal con el nombre Villa Enkratzer grabado en letras grandes y claras. A la derecha estaba la entrada a la carretera de acceso. A diez metros estaba la casa de piedra del guarda. Un coche blindado con una cruz blanca equilátera sobre fondo rojo -la bandera suiza- bloqueaba la entrada. Un segundo vehículo con el mismo distintivo estaba estacionado bajo los árboles, a la izquierda.

Marten redujo todavía más la velocidad hasta detener el ML delante del primer coche blindado. De inmediato, sus puertas se abrieron y dos comandos en traje de faena salieron del mismo. Uno llevaba un rifle semiautomático; el otro, más alto que el primero, llevaba una pistola enfundada.

Marten bajó la ventanilla al verlos acercarse.

– Me llamo Nicholas Marten. Soy un invitado de Alexander Cabrera.

El agente más alto miró a Marten y luego a Kovalenko.

– Él es Kovalenko -dijo Marten-. Viaja conmigo.

El agente retrocedió de inmediato y se dirigió a la casa. Mantuvo una breve conversación con alguien que había dentro, hicieron una llamada telefónica y luego volvió.

– Adelante, señor Marten. Conduzca con cuidado. El sendero hasta la finca es empinado, lleno de curvas y está bastante helado. -Retrocedió y lo saludó. El coche blindado hizo marcha atrás, despejó la entrada y Marten avanzó.

– Qué guapa estás. -Alexander tomó a Rebecca de la mano y se la besó cuando ella entró en la biblioteca. La estancia estaba a media luz, acogedora con su techo tan alto, el cómodo mobiliario de cuero y los libros encuadernados en piel que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. En la chimenea de piedra había un fuego que producía un agradable crepitar. Enfrente había una mesa baja de madera sólida de roble y detrás, el sofá de cuero en el que se relajaba la baronesa.

– Estás absolutamente deslumbrante, querida -dijo, cuando Rebecca se le acercó, y luego le indicó un puesto a su lado-. Siéntate conmigo. Tenemos algo que decirte.

Rebecca miró primero a la baronesa y luego a Alexander. Ambos iban elegantemente vestidos, Alexander con un esmoquin negro hecho a medida, con camisa de volantes blancos debajo y una pajarita de terciopelo negro. La baronesa, como siempre, combinaba el blanco con el amarillo pálido. Esta vez era una túnica larga de estilo oriental, con los zapatos amarillos a juego y las medias blancas. Llevaba una pequeña estola de armiño sobre los hombros que resaltaba la gargantilla de rubíes y esmeraldas elegida para la ocasión.

– ¿Qué tenéis que contarme? -Rebecca sonrió con inocencia mientras se sentaba junto a la baronesa y volvía a mirar a Alexander.

– Empezad vos, baronesa -dijo Alexander, mientras se colocaba de pie junto a la chimenea.

Lentamente, la baronesa tomó una mano de Rebecca entre las suyas y la miró a los ojos.

– Te ves con Alexander desde hace menos de un año, pero os conocéis bien el uno al otro. Sé que él te ha contado cosas sobre la muerte de su madre y su padre en Italia cuando era muy pequeño, y cómo yo lo eduqué en mi finca de Argentina. Sabes lo de su accidente de caza y de su larga recuperación. Y sabes, también, que es ruso de nacimiento.

– Sí -asintió Rebecca.

– Lo que no sabes es que pertenece a la nobleza europea. No sólo a la nobleza, sino a la alta nobleza, que es el motivo por el que fue educado tan lejos de su influencia, en Sudamérica, y no en Europa. Fue un deseo de su padre que aprendiera sobre la vida y no fuera un niño mimado. Y éste es también el motivo por el que no se le dijo hasta que fue mayor para entenderlo quién era realmente su padre y que, a diferencia de su madre, estaba todavía vivo.

Rebecca miró a Alexander con sorpresa:

– ¿Tu padre está vivo?

Alexander sonrió delicadamente:

– Es Peter Kitner.

– ¿Sir Peter Kitner, el propietario del imperio mediático? -Rebecca estaba realmente asombrada.

– Sí. Y todos estos años me ha protegido de la realidad de quién es él y de quién soy yo. Como ha dicho la baronesa, fue por mi propio bien y para que ni fuera un mimado, ni eso influyera mi juventud.

– Peter Kitner -prosiguió la baronesa- es más que un hombre de negocios rico y próspero, es el cabeza de la familia imperial Romanov y, por lo tanto, el heredero del trono imperial ruso. Como su primogénito, Alexander lo sigue en la línea dinástica.

Rebecca estaba perpleja:

– No lo entiendo.

– Rusia está a punto de instaurar una monarquía constitucional y de devolver el trono a la familia imperial. La decisión será anunciada en la conferencia de Davos mañana por el presidente de la Federación Rusa -La baronesa sonrió-. Sir Peter Kitner se encuentra aquí en la finca.