– ¿Aquí?
– Sí, está descansando.
Ahora Rebecca volvió a mirar a Alexander.
– Pero sigo sin…
– La baronesa no ha terminado, amor mío.
Rebecca volvió a mirar a la baronesa.
– Esta noche, el primer zar de Rusia en casi un siglo será presentado a nuestros invitados.
Rebecca miró a Alexander. Tenía los ojos abiertos de par en par, atónita y encantada al mismo tiempo:
– ¿Tu padre va a convertirse en el zar de Rusia?
– No -dijo Alexander-, yo.
– ¿Tú?
– Ha abdicado formalmente a favor mío.
– Alexander. -Los ojos de Rebecca se llenaron de lágrimas. Comprendía, pero no comprendía nada. Era algo demasiado enorme, demasiado alejado de todo lo que ella conocía, hasta de la persona que era ahora.
– Y tú, querida, cuando os caséis… -lentamente, la baronesa levantó las manos de Rebecca y se las besó con cariño, como lo haría una madre con su hija, mientras la miraba a los ojos-, te convertirás en la zarina.
89
A través de los árboles, a medida que Marten se iba acercando, la Villa Enkratzen parecía, y era, enorme. Iluminada vivamente bajo el cielo nocturno, la vasta estructura de cinco plantas, de piedra y madera, parecía tanto una fortaleza como una espléndida mansión, o como en este caso, una embajada oculta en medio de los Alpes.
Las banderas de cincuenta naciones distintas ondeaban con el fuerte viento desde sus mástiles clavados en el centro de la entrada de vehículos cuando el ML llegó. Mientras Marten trataba de encontrar el lugar adecuado para dejar el vehículo pudo ver seis limusinas negras estacionadas a la izquierda de la puerta principal, y ahora, con una mirada rápida por el retrovisor vio que había más que subían por el sendero, detrás de ellos. Apenas parecía un sitio adecuado para las correrías de Raymond. Pero, en realidad, no era Raymond, ¿no? El hombre que estaba aquí era Alexander Cabrera.
Por un lado era tan fácil como esto. Un hombre de negocios internacional se presenta al hermano de la prometida. Pero a otro nivel, infinitamente más peligroso, estaba la idea de que Cabrera y Raymond eran uno y el mismo. Y si esto era cierto, tanto él como Rebecca corrían un grave peligro, porque lo que acababa de hacer era meterse en una trampa cuidadosamente concebida.
Una docena de hombres ataviados con trajes oscuros y guantes blancos los esperaban a la entrada mientras Marten acercaba el coche. De inmediato, las puertas se abrieron y Kovalenko y él fueron recibidos como si pertenecieran a la realeza y guiados hasta el interior de la mansión, mientras detrás de ellos se llevaban el ML.
Dentro, otro recepcionista de traje oscuro y guantes blancos les dio la bienvenida mientras entraban en el imponente vestíbulo de dos plantas de altura de la mansión, con los suelos y las paredes de pizarra negra pulida. Frente a ellos, al fondo, unos enormes troncos crepitaban en una enorme chimenea de piedra, mientras que más arriba colgaban las banderas de los veintitrés cantones suizos de una hilera de sólidas vigas de roble. A derecha e izquierda unos arcos góticos llevaban a largos pasadizos, cuyos accesos estaban protegidos a ambos lados por brillantes armaduras antiguas.
– Por aquí, señores -les dijo su ayudante, que los condujo por el pasillo de la izquierda. A medio camino los guió hacia la derecha y por otro pasillo, y luego otro, pasando frente a una serie de puertas que parecían ser habitaciones de invitados. Un poco más allá se detuvo frente a una de las puertas y la abrió con una llave electrónica-. Su habitación, señores. Hay ropa de noche en los armarios. Disponen de un baño con ducha de vapor y todo tipo de productos de aseo. Hay un bar completo en este armario. La cena se servirá a las ocho. Si necesitan cualquier cosa -les señaló un teléfono de varias líneas colocado sobre un escritorio antiguo-, sencillamente llamen a la operadora. -Con esto les hizo una reverencia y se retiró, cerrando la puerta detrás de él. Eran exactamente las cinco y cuarenta y dos minutos de la tarde.
– ¿Ropa de noche? -Kovalenko se dirigió hasta las dos grandes camas de matrimonio sobre las cuales les habían preparado un esmoquin para cada uno, con sus correspondientes camisas, zapatos y pajaritas.
– Puede que Cabrera supiera que veníamos -dijo Kovalenko-. Pero no sabía nada de mí y, en cambio, tenemos ropa de noche preparada para los dos, y de la talla correcta.
– Quizás el comando del ejército suizo que nos ha dejado entrar les haya pasado la información.
– Puede ser. -Kovalenko se acercó a la puerta y la cerró, luego se sacó el rifle Makarov automático del cinturón, comprobó el cargador y lo guardó-. Debe usted saber que cuando estábamos en Zúrich puse el disquete y el billete de avión del detective Halliday en un sobre dirigido a mi esposa en Moscú. Le dije al inspector Beelr que con las prisas de la investigación había olvidado mandarle una nota de aniversario y le pedí que lo mandara de mi parte. Allí estarán más seguros que aquí con nosotros.
Marten lo miró.
– Lo que quiere decir en realidad, Yuri, es que ahora tiene usted todas las cartas.
– Señor Marten, tenemos que confiar el uno con el otro. -Kovalenko miró la ropa de noche preparada-. Le sugiero que nos preparemos para la velada y, mientras tanto, decidamos qué hacer con Cabrera y cómo…
Unos golpes repentinos a la puerta interrumpieron a Kovalenko y los dos hombres levantaron la vista.
– ¿Cabrera? -dijo Kovalenko en voz baja.
– ¡Un segundo! -dijo Marten, y luego miró a Kovalenko y bajó la voz-. He de encontrar a mi hermana y asegurarme de que está bien. Lo que me gustaría que hiciera usted es conseguir las huellas de Cabrera sobre alguna superficie dura, un vaso, un bolígrafo, hasta una postal, cualquier cosa pequeña que podamos llevarnos sin levantar sospechas y en la que las huellas queden claras, no borrosas.
– Tal vez un menú de la cena -dijo Kovalenko con una sonrisa.
La persona que llamaba a la puerta volvió a insistir y Marten se acercó a la puerta y la abrió.
Un hombre delgado y muy en forma, con el pelo afeitado al cero, estaba ante la puerta. Iba vestido formalmente, igual que los otros miembros del servicio, pero ahí acababa la comparación. Su manera de comportarse y la intensidad de su presencia llevaban una etiqueta: autoridad.
– Buenas tardes, caballeros -dijo, con acento ruso-. Soy el coronel Murzin, del Federalnaya Slijba Ohrani. Estoy al mando de los equipos de seguridad.
90
18:20 h
Nicholas Marten ignoraba adonde había ido Kovalenko. Murzin había dicho simplemente que deseaba cambiar impresiones a solas con Kovalenko y que Marten había de prepararse para la velada con normalidad. El momento fue delicado e incómodo, pero luego Kovalenko accedió y acompañó a Murzin, y Marten hizo lo que le indicaban.
Ducharse. Afeitarse. Mirarse al espejo. Y oír las palabras de Kovalenko, «decidamos qué hacer con Cabrera y cómo»… él añadió «hacerlo». El resto de la frase de Kovalenko se había perdido con la inesperada irrupción de Murzin.
Rebecca estaba en alguna parte de aquel edificio. Dónde, exactamente, sería difícil de determinar sin la ayuda de Cabrera. De pronto, Marten se dio cuenta de que no había hablado con ella ni una sola vez, simplemente había sabido por Cabrera que se encontraba allí. Y tal vez no fuera cierto.
Envuelto en la toalla de baño, Marten volvió a la habitación y cogió el teléfono.
– Oui, monsieur -respondió una voz masculina.
– Soy Nicholas Marten.
– Dígame, señor.
– Mi hermana Rebecca está aquí con los Rothfels. ¿Podría ponerme, por favor, con su habitación?