Выбрать главу

– Un momento, por favor.

Marten aguardó con la esperanza de hablar finalmente con ella, con la esperanza de que el teléfono no sonara de la manera interminable en que lo hizo en el hotel Crillon de París, cuando al final tuvo que ir personalmente y convencer al recepcionista de quién era y de que accediera a llevarlo hasta su habitación. De pronto se le ocurrió que por eso se había retrasado, por eso Rebecca le apareció en albornoz y con el pelo recogido y un poco bebida. No porque hubiera estado en la bañera, sino porque había estado con Cabrera. Puede que él tuviera una suite en el Ritz, pero había estado todo el tiempo en el Crillon con ella.

– Buenas tardes, Nicholas. -La voz cálida y con acento francés de Alexander Cabrera sonó por el hilo telefónico-. Qué contento estoy de que hayas venido a reunirte con nosotros. ¿Quieres subir a la biblioteca, por favor? Mandaré a alguien para que te acompañe.

– ¿Dónde está Rebecca?

– Estará aquí cuando llegues.

– Todavía no me he vestido.

– Pues entonces te esperamos en diez minutos, ¿te parece?

– Está bien, diez minutos.

– Estupendo.

Cabrera colgó y la línea quedó muda.

Todo lo que había dicho había sido exactamente como antes: sereno, exquisito y amable, y pronunciado con el mismo tono y acento cálido. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Era Alexander Cabrera Raymond Oliver Thorne, o no lo era?

91

18:30 h

Kovalenko tomó un trago de vodka y dejó el vaso. Estaba en una habitación parecida a la que le habían asignado con Marten, con la única diferencia de que ahora estaba en la segunda planta. Murzin no le dijo demasiado, sencillamente le había preguntado su nombre, dónde vivía, y luego lo acompañó hasta aquella habitación. Luego había salido, y de eso hacía ya más de diez minutos.

Estaba claro que Murzin era del FSO. No tenía manera de saber cuántos más había, pero sospechaba que los miembros de «recepción» de corbata negra eran agentes y que podía haber más entre el personal de servicio, tal vez hasta entre los invitados, aunque sospechaba que pocos, si es que había alguno más, serían del rango de Murzin o tendrían su mismo carácter. Murzin era un Spetsnaz de la vieja escuela, y eso inquietaba a Kovalenko porque significaba que no sólo era un comando de primera fila sino un asesino profesional cuyo principal y único trabajo era cumplir órdenes. Si estaba aquí significaba que algo extremadamente importante estaba a punto de suceder.

Aunque Kovalenko no le había dicho nada a Marten, cuando llegaron había visto una limusina presidencial aparcada a un lado. El presidente Gitinov debía hacer el anuncio público relativo a Peter Kitner al día siguiente, ante el Foro. Así que, teniendo en cuenta el escenario, los coches blindados de la entrada, las limusinas y el personal que recibía a los invitados, por no mencionar a Murzin, todo hacía pensar que Gitinov se encontraría esta noche entre los comensales. Si era el caso, podía haber llegado y entonces la limusina presidencial era la suya. Pero era poco probable que hubiera llegado en un solo vehículo. Gitinov solía viajar en comitivas de tres o cuatro limusinas idénticas, de modo que un francotirador o un terrorista no pudiera saber en cuál de ellas estaba. Una alternativa más probable era que llegara en helicóptero. Era más seguro y mucho más espectacular.

Eso dejaba en el aire la pregunta de quién había llegado en la limusina. La respuesta, en especial si se tenía en cuenta la presencia de Murzin, era que había sido utilizada por algún estadista ruso, o por varios, de igual poder. Actualmente no había ningún hombre que detentara tanta influencia como Gitinov, pero sí había un triunvirato que él conocía de memoria, formado por Nicolai Nemov, el alcalde de Moscú; el mariscal Igor Golovkin, ministro de Defensa de la Federación Rusa, y Gregorio II, gran patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa. Y si estaban aquí y Gitinov estaba también invitado…

De pronto se abrió la puerta y entró Murzin. Lo acompañaban dos agentes más, vestidos con traje de noche pero con el mismo pelo rapado. Uno de ellos cerró la puerta.

– Es usted Yuri Ryleev Kovalenko, del Ministerio de Justicia ruso -dijo Murzin con voz tranquila.

– Sí.

– Debía usted haber vuelto a Moscú esta mañana.

– Sí.

– No lo ha hecho.

– No.

– ¿Por qué?

– Viajaba con el señor Marten. Su hermana está prometida en matrimonio con Alexander Cabrera. El me pidió que lo acompañara. Hubiera sido descortés por mi parte no hacerlo.

Murzin lo miró con atención.

– Hubiera sido más prudente por su parte obedecer órdenes, inspector.

Murzin miró rápidamente a los hombres que lo habían acompañado. Uno de ellos abrió la puerta y Murzin volvió a mirar a Kovalenko:

– Síganos, por favor.

92

18:50 h

El escolta de Nicholas iba un paso por delante de él cuando volvieron una esquina y empezaron a bajar por un pasillo de paredes de piedra en dirección a una puerta antigua cerrada, de madera muy ornada, que había al fondo. El suelo estaba enmoquetado y las paredes bañadas por la luz de unas lámparas empotradas en el techo a intervalos regulares. Era una iluminación a la vez antigua y de diseño moderno, pero a Marten le daba la sensación de que lo estaban conduciendo a un calabozo medieval. No podía evitar desear que Kovalenko estuviera con él, y al mismo tiempo se preguntaba dónde estaba y por qué no había regresado a la habitación.

El esmoquin que le habían facilitado a Marten, que le había parecido cómodo y de la talla perfecta cuando se lo puso, de pronto le parecía estrecho y rígido. Se llevó la mano al cuello para aflojarse un poco la pajarita, como si este sencillo gesto lo ayudara. Pero no fue así. Tan sólo le hizo darse cuenta de que tenía las palmas de las manos húmedas y de que estaba sudando.

«Relájate -se dijo-. Relájate. Todavía no sabes nada».

– Aquí estamos, monsieur. -El escolta se acercó a la puerta y llamó.

– Oui -dijo una voz desde dentro.

– Monsieur Marten -dijo el escolta.

Al cabo de un segundo se abrió la puerta y apareció Alexander Cabrera, resplandeciente en su esmoquin negro a medida y con su camisa blanca de volantes, con una pajarita de terciopelo negro en el cuello.

– Bienvenido, Nicholas -le dijo, sonriente-. Pasa, por favor.

Lentamente, Nicholas entró en la biblioteca de Villa Enkratzer, con sus paredes de libros y su cálido mobiliario de piel. Al otro lado de la sala las llamas hacían crepitar los troncos recién añadidos a la chimenea de mármol, llenando el ambiente con un agradable aroma de roble. Sentada en el sofá, frente a la chimenea, había una mujer guapa y majestuosa, probablemente de cincuenta y pocos años. Llevaba el pelo negro recogido en un moño en la nuca y vestía una túnica amarilla larga, con una estola de armiño sobre los hombros. El collar que lucía combinaba las vueltas de pequeños diamantes con las de rubíes, mientras que sus pendientes estaban formados por pequeñas nubes de brillantes diminutos.

Marten oyó como Cabrera cerraba la puerta detrás de él.

– Te presento a la baronesa de Vienne, Nicholas. Es mi querida tutora.

– Es un placer conocerle, señor Marten. -Al igual que sucedía con Cabrera, el inglés de la baronesa arrastraba un acento francés. Ella le tendió la mano y Marten se inclinó sobre ella y la tomó.

– El placer es mío, baronesa -dijo Marten con delicadeza. La baronesa era más joven, delicada y mucho más guapa de cómo la había imaginado. Era elegante, cálida y se mostraba como si estuviera realmente encantada de conocerle. Sin embargo, cuando él le soltó la mano y retrocedió, ella lo siguió mirando. Eso le provocó una sensación inquietante, como si ella lo intentara analizar, buscándole algún punto flaco o alguna debilidad.