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Casi sin darse cuenta, Marten tenía a lady Clem entre sus brazos y se encontraba en la pista bailando con ella un vals de Strauss.

Al otro lado del salón veía a Rebecca resplandeciente de felicidad y bailando con el diminuto y jovial ruso que le habían presentado como Alexander Nemov, el alcalde de Moscú. Más atrás, los jefes de Rebecca, los Rothfels, bailaban abrazados como una pareja de recién casados. Más lejos podía ver a lord Prestbury sentado majestuosamente a una mesa, tomando champagne y enfrascado en una conversación con la baronesa y un sorprendentemente animado Gregorio II, gran patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa.

Era como un sueño que no tenía ningún sentido y Marten se esforzaba por encontrar la lógica de todo aquello. Para ponérselo todavía más difícil, lady Clem le acababa de contar que ella y su padre conocían a la baronesa desde hacía muchos años y que, de hecho, había sido la baronesa quien le había conseguido a Rebecca el empleo en el hogar de los Rothfels en Neuchâtel. Además, con una mirada tan traviesa como la que le dedicó al confesarle que era ella quien había activado la alarma de incendios en el Withworth Hall de Manchester, admitió ser igual de culpable que Rebecca al mantener en secreto su relación con Cabrera y luego, con una bien ensayada actitud de superioridad muy británica, contestó a la pregunta de Marten antes de que él se la formulara.

– Porque, Nicholas, todos sabemos lo exageradamente protector que eres como hermano. Y no sólo eso -se le acercó un poco más-. Si tú y yo podíamos tener una relación secreta, ¿por qué no podía hacerlo Rebecca? Es bastante razonable, en realidad. Además -añadió, mirándolo a los ojos-, en cuanto a tu absurdo comentario sobre el zarevich: le he preguntado a Rebecca si sabía dónde había estado ayer Alexander, por si, casualmente, hubiera estado en Zúrich, pero su respuesta ha sido muy clara: estuvo con ella en casa de los Rothfels, en Neuchâtel.

Marten pudo haber preguntado si estuvo en Neuchâtel todo el día, o si llegó por la tarde, con tiempo más que suficiente para regresar del escenario del crimen en Zúrich, pero no lo hizo. Y luego decidió olvidarlo todo y dejar simplemente que la velada fuera avanzando.

Tomó una copa de champagne y luego otra y, por primera vez en lo que parecían meses, empezó a relajarse. Sentía la calidez de lady Clem mientras bailaban, y el tacto de sus senos contra su pecho- escondidos como siempre entre los pliegues de un traje de noche oscuro y deliberadamente ancho- empezó a excitarlo. Hasta sus anteriores certezas empezaron a desvanecerse. Por mucho que Kitner hubiera renunciado al trono, bajo las actuales circunstancias, con Kovalenko lejos y Rebecca tan cerca, parecía absurdo sostener nada de todo aquello, y todavía más absurdo parecía ahora investigarlo.

Todo aquello era una locura, como si se hubiera sumergido en una realidad paralela. Pero no era así, y si no se lo creía, sólo tenía que mirar a Rebecca y ver el hechizo y el amor en sus ojos cuando miraba a Cabrera. Y lo mismo le ocurría a Cabrera cuando la miraba a ella. Por muchas cosas que ese hombre pudiera ser, resultaba indiscutible el amor total, entregado y sin condiciones que le profesaba a su hermana. Y verlo revelado de aquella manera tan clara y abierta resultaba a la vez emocionante y extraordinario.

Un poco antes, cuando Nicholas y Rebecca bailaban, ella le dijo que estaba estudiando para convertirse en miembro de la Iglesia ortodoxa rusa, y se rio mientras le contaba lo divertido que era aprender los ritos y los nombres de santos, y lo normal y correcto que le parecía, como si aquello, de alguna manera, ya formara parte de su ser.

Que un día, en los meses próximos, no sólo fuera a convertirse en la esposa de Cabrera sino en la zarina de Rusia le alucinaba. Lord Prestbury incluso bromeó sobre el asunto, diciéndole a Marten que pronto se convertiría en miembro de la familia real rusa y, por lo tanto, tanto él como lady Clementine deberían tratarlo con mucha más deferencia de la que acostumbraban.

Marten no podía creerse lo que le había ocurrido a Rebecca. No había pasado ni un año de la transformación de la muchacha muda, aterrorizada y confinada en un sanatorio católico de Los Ángeles en esta mujer espléndida. ¿Cómo podía haber ocurrido?

Estrechó a Clem un poco más mientras bailaban y entonces oyó la voz de Cabrera.

– Lady Clementine…

Marten se volvió. Cabrera estaba a su lado en la pista de baile.

– Me pregunto si podría hablar a solas con Nicholas unos momentos. Hay algo que me gustaría mucho comentarle.

– Por supuesto, zarevich. -Lady Clem sonrió y, saludando a la manera real, se alejó-. Estaré con mi padre, Nicholas -dijo, y él la observó alejarse a través de la pista de baile.

– ¿Te apetece tomar un poco de aire frío de los Alpes, Nicholas? Aquí está muy cerrado. -Cabrera le señaló una cristalera entreabierta que había detrás de ellos.

Cabrera vaciló y miró a Cabrera a los ojos.

– De acuerdo -dijo, finalmente.

Cabrera iba delante, respondiendo a las sonrisas y gestos de saludo de sus invitados al pasar.

Ni Cabrera ni Marten iban vestidos para el frío, pero sencillamente salieron sin abrigar, con los esmóquines que vestían. La única diferencia era que Cabrera llevaba un pequeño paquete envuelto en las manos.

94

21:05 h

– Por aquí, creo, Nicholas. Hay un sendero iluminado que ofrece una bonita vista de la finca, en especial de noche.

El aliento congelado flotaba en el aire en forma de nube mientras Cabrera abría el paso a través de una terraza nevada y hacia un sendero que llevaba hasta el bosque, al fondo. Relajado y un poco bebido, Marten seguía a Cabrera paso a paso mientras llegaban a la pasarela y empezaban a caminar por ella. A los pocos segundos, el frío empezó a vigorizarlos y Marten sintió que se le agudizaban los sentidos. Por alguna razón, miró hacia atrás por encima de su hombro.

Murzin los seguía, a una distancia prudente.

– Ha habido rumores de que unos cuantos manifestantes han alcanzado esta parte del valle -dijo Cabrera al advertir la mirada de Marten, y le sonrió con su sonrisa cálida-. Pero estoy seguro que no tenemos de qué preocuparnos. El coronel se limita a ser prudente.

Más adelante el camino se estrechaba entre dos grandes coníferas y Cabrera aflojó el paso, dejando que Marten se colocara delante.

– Por favor -dijo. Marten pasó primero y Cabrera lo siguió.

– Hay algo que quiero contarte de Rebecca -dijo Cabrera, mientras volvía a colocarse a su lado-. Creo que te parecerá increíble.

Ahora el sendero hacía una curva y Marten pudo ver que más adelante empezaba a subir, alejándose de la finca. Volvió a mirar hacia atrás.

Murzin seguía allí, andando detrás de ellos.

– Su presencia es innecesaria -dijo Cabrera de pronto-. Prefiero que vuelva a la casa y no tenerlo aquí detrás recorriendo el bosque. Discúlpame un segundo.

Cabrera se volvió y anduvo hacia Murzin mientras subía, con el paquete envuelto en colores vivos todavía en la mano.

Marten se echó aliento a las manos para calentárselas y levantó la vista. Un viento ligero ululaba por entre las copas de los árboles y podía ver la luna llena que empezaba a asomar por encima de la cumbre, a su izquierda. Estaba rodeada de un aura y más atrás se veían las nubes que avanzaban. La nieve no tardaría en llegar.

Miró atrás y vio a Cabrera y a Murzin hablando. Entonces Murzin asintió y volvió andando hacia la casa. Al mismo tiempo, Cabrera se puso a andar hacia él. En aquel momento una voz le recorrió el cuerpo entero: «Da igual el aspecto que tenga Cabrera. A quién conoce. Cómo anda, cómo habla. Quién es. En quién está a punto de convertirse. Da igual todo. ¡Él es Raymond!»

– Lo siento, Nicholas. -Cabrera ya estaba casi a su lado, con la nieve crujiéndole debajo de los pies.